Intocables

Como la Justicia es igual para todos y tal, el censo de aforados en el reino hispanistaní asciende a 10.000 caballitos blancos. Es decir, diez millares de individuos que, en caso de comisión presunta o fehaciente de un delito, solo pueden ser juzgados por el Tribunal Supremo. Importa tres que se trate de un calentón en una discusión de tráfico, una agresión sexual, malos tratos, un atraco a mano armada, la organización de una banda parapolicial o los cohechos y cazos de rigor. Llegado el momento de rendir cuentas, les cabe acogerse al sagrado jurídico de una instancia que tiene por costumbre echar pelillos a la mar en un par de folios. Felipe González, Yolanda Barcina o José Blanco son tres de los muchísimos agraciados por esta lotería trucada. La colección de indicios clamorosos que habían recopilado voluntariosos instructores de a pie se quedó en papel mojado cuando llegó a la mesa de los supertacañones con galones en las puñetas, tipos, por lo demás, que adeudan su puesto a los mismos sobre cuyas faltas deben decidir. Hoy por ti, mañana por mi.

Para mayor abundamiento en el sobeteo de bajos que supone este flagrante agravio, todavía tienen el desparpajo de vendérnoslo como una salvaguarda de la democracia. Juran, o sea, perjuran, que el aforamiento no es un privilegio sino el modo de preservar a los representantes de la soberanía popular de denuncias y/o querellas de motivación política. Ya, por eso en Francia o Italia solo hay un cargo —el de jefe de estado— sujeto a esta prebenda y en Gran Bretaña o Inglaterra no hay ninguno. Luego se ponen como hidras si se los señala como casta.

Totalitarismo democrático

Confieso que esta es una versión de la columna de ayer, aunque prometo repetirme lo justo y necesario para ver si soy capaz de dejar descrita una corriente de pensamiento y acción que cada vez parece gozar de mayor predicamento. Seguramente habrá un nombre mejor, pero yo la he bautizado como totalitarismo democrático. Se diría que lo primero se opone a lo segundo y viceversa, dando lugar a un oxímoron del nueve largo. Sin embargo, es en la contradicción de términos donde reside la gracia del asunto, o sea, la desgracia.

De nuevo, el punto de partida es la negación del derecho a decidir y, más concretamente, la argumentación que la acompaña. Si se han fijado, buena parte de los que rechazan con toda la contundencia de su ser que se consulte a la ciudadanía qué quiere ser o dejar de ser lo hacen en nombre de la democracia. Se presentan, de hecho, ¡manda narices!, como los únicos demócratas genuinos y tildan de reaccionarios descojonaconvivencias a los que, a riesgo de ser derrotados, están dispuestos a someter sus ideas al veredicto de los urnas. Bajo el banderón de la libertad se ciscan en la libertad, y encima tienen los bemoles de hacerse los ofendidos y soltar tremebundas filípicas que básicamente se resumen en la idea de que preguntar al pueblo sobre cuestiones que le atañen es destapar la caja de los truenos, además de una antigualla que ya no se lleva. Y como el balón es suyo, o se juega con sus reglas, o vienen los tanques, a ver quién se aparta antes.

Estamos ante una vuelta de tuerca corregida y aumentada de la democracia orgánica de los vencedores de la guerra de 1936. El razonamiento de partida es el mismo: puesto que las urnas son la raíz de todos las catástrofes porque los ciudadanos se empeñan en votar lo que no conviene, eliminemos la tentación de votar mal. La diferencia es que técnicamente ahora no estamos en una dictadura. Solo en una democracia totalitaria, qué bien.

Decidir para convivir

Igual a diestra que a siniestra, la mediocridad política se delata a través de la utilización de eslóganes de tres al cuarto y frasecillas hechas que, para colmo, ni siquiera son de elaboración propia. Apuesto la botella de licor de bellota de la cesta de navidad a que a Patxi López no se le ocurrió solo la gominola dialéctica ‘Derecho a convivir‘ que estos días anda regalando como aguinaldo a los buscadores de titulares facilones. Suena más bien a producto de sanedrín de asesores después del segundo gintonic o, como mucho, a hallazgo de algún parlamentario ensimismado bajando o subiendo Altube. Tanto da. Lo sustantivo es que ese presunto opuesto o antídoto al derecho a decidir no significa absolutamente nada. Es decir, nada aparte del autorretrato de quien echa mano de palabras de dos duros para combatir una idea profunda.

¿Merecerá la pena hacer el esfuerzo de explicar a mentes obtusas (o quizá obstruidas) que el derecho a decidir abarca en su amplitud conceptual el derecho a convivir? Se podría afirmar, incluso, que parte de ahí. Una convivencia sana, una que sea acreedora a tal nombre, solo se puede basar en la garantía de que la mayoría de la sociedad ha escogido consciente y voluntariamente el marco en el que se desenvuelve. Por lo menos, hasta el punto en que ello es posible en un mundo de interdependencias cruzadas donde la soberanía pura no existe ni siquiera para los estados que la tienen reconocida expresamente.

Impedir que se ejerza la facultad de escoger libremente lo que se quiere ser es lo que descuajeringa la tan cacareada convivencia. Es de cajón: una ciudadanía se encabrona creciente y progresivamente al sospechar —o comprobar— que está sometida a los deseos de una minoría. Si la única opción que se les da a los que son más es joderse y bailar bajo el pretexto de una paz social que solo es la de los que salen favorecidos, lo normal es que se líe parda. Por ahí vamos.

Ni periodismo ni democracia

Sin periodismo no hay democracia. Como frase, es resultona, no cabe duda. Lo alucinógeno es verla en pancartas que sujetan quienes no distinguirían ni el periodismo ni la democracia de una onza de chocolate. No se ofenda nadie: confieso que yo tampoco soy capaz de hacerlo. Cada vez menos, de hecho. Sobre la democracia, tengo la creciente impresión de que mi generación no la ha conocido y que designamos con tal nombre lo que no es sino una versión perfeccionada de la dictadura. En cuanto al periodismo, ahí sí que no me engaño: me consta que la inmensa mayoría de los que decimos ejercer tal oficio apenas somos trasegadores de noticias. Las llevamos de un sitio a otro, las servimos al detalle o a granel, añadiendo este o aquel aditivo y empaquetadas con nuestra etiqueta, que en realidad suele ser prestada, y no hay lugar para más misterio. Lo demás es marketing, hacer que hacemos, filigranas y cabriolas que nos van saliendo mejor a fuerza de repetirlas, diversidad simulada para que la clientela —o sea, ustedes, pero yo también cuando me quito el buzo— crea que es dueña de elegir entre un variadísimo surtido. ¡Ay, si descubriéramos lo singular que es la pluralidad!

Suena apocalíptico y fatalista, pero con el tiempo se va sobrellevando, y hasta se aprenden rudimentos para salirse del guion, siquiera por un rato, ¡pero qué rato! Sin embargo, hay ocasiones en las que la tramoya te revienta el alma. Me ocurrió el otro día, viendo la soflamilla que encabeza esta columna salmodiada con reiteración en una protesta contra el cierre de Canal 9. ¡Y la peña tragaba que era un primor! Se unía al coro que exigía que seiscientoseuristas y otros pardillos siguieran financiando a casi dos mil tipos con nominaza que acababan de confesar que durante 24 años habían estado mintiendo. Todo ello, en nombre de lo público, las señas propias de identidad, la democracia y el periodismo. Hay que jorobarse.

Votantes europeos

Angela Merkel no gana: tritura, aplasta, vapulea. Tercer mandato con tres millones de votos más que en las últimas elecciones. No parece que las papeletas le cayeran del cielo ni que fueran fruto de una trapisonda. Los alemanes, que cumplen el tópico de la precisión hasta para ir a las urnas —participación del 73%— le han otorgado su confianza en masa. A mi tampoco me hace el hombre más feliz del mundo, pero eso es así y seguramente atenderá a alguna razón. Otra cosa es que dé mucho miedo aventurarse en los porqués. ¿Y si de golpe y porrazo descubriéramos que, contra lo que sostienen ciertos discursos con mucho predicamento mediático, la mayoría de los ciudadanos de este pastiche de estados llamado Unión Europea no ve con tan malos ojos el recortazo y tentetieso?

Lo propongo como (incómoda) hipótesis de trabajo, sin siquiera alcanzar a ver las consecuencias de que resultara cierta. Hasta ahora nos habíamos construido una tramoya argumental según la que unos poderosos malísimos (emporios, multinacionales, gobiernos) decidían crueles políticas que segaban el presunto bienestar a su paso y condenaban a una vida cabrona a millones de personas. Pero empiezo a intuir que al simplificar los hechos así, omitimos un dato fundamental: los ejecutores de las tremebundas decisiones cuentan en cada uno de sus países con el respaldo de los ciudadanos. Están ahí porque ganaron unas elecciones.

Se me podrá decir que existen matices importantes, como que hay una veintena de gobiernos europeos que han caído, en teoría, por haberse cebado con la austeridad. Siendo eso verdad, también lo es que los gabinetes que los han sustituido llevaban en bandolera las mismas o peores recetas. Ni en la arrasada Grecia, donde aparentemente no habría mucho que perder, ha conseguido imponerse la supuesta alternativa radical. ¿Será que, en el fondo, los votantes europeos son (somos) más conservadores de lo que se presume?

Decidir, según Cercas

Sostiene el gran escritor —eso no lo negaré— Javier Cercas que el derecho a decidir es una argucia conceptual, un engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a una mayoría. Con tales palabras exactamente. En realidad, esa variante del “no corras, que es peor” o directamente de la ley del embudo es el veredicto final e inapelable de [Enlace roto.] construido a base de verdades esféricas al gusto exacto de los que ven, llenos de zozobra y tembleque en las rodillas, que se les rompe España. Superado el primer sofoco ante el cúmulo de sofismas (mira quién habla de argucias conceptuales), ha sido revelador y hasta divertido ver cómo el texto era ensalzado y exhibido a modo de detente bala por la misma carcundia casposa que hasta la fecha despreciaba a Cercas por su presunta condición de autor de izquierdas, aunque fuera ma non troppo. Frente a las grandes cuestiones, ya se sabe, la línea divisoria se diluye. Antes roja que rota.

Resulta tentador ir desmontando clavo a clavo la tramoya argumental del zigzagueante escrito. Para alguien de natural irónico como el que suscribe, sería un festín hincarle el diente a la chusca comparación entre pararse en un semáforo y poner urnas para contar quién quiere irse y quién quiere quedarse. Y qué voy a decir de la rocambolesca, casi lisérgica, afirmación de que someter un asunto a votación es, ¡toma ya!, concederle el triunfo a la minoría. Sin embargo, no procede entrar al trapo. Esos teoremas de pata de banco obran, en efecto, como jugosos cebos para ocultar el mensaje principal, que no está en las partes del artículo sino en su totalidad y en el hecho mismo de que alguien se encargue de redactarlo y publicarlo. En lugar de entrar al debate de las ventajas o los inconvenientes de optar por esto o por lo otro, se hace saber a la concurrencia que, se pongan como se pongan, no hay más tutía que tragar lo que un ente superior ha decidido por ellos.

Consultas

Como en Grándola, la villa morena que inspiró a José Afonso el himno de la revolución de los claveles, en Karrantza el pueblo es quien más ordena. Por lo menos, en lo tocante a asuntos taurinos. Escuchada su voz soberana y, en consecuencia, inapelable —lo de infalible lo dejamos para otro rato—, las fiestas del Buen Suceso, allá por el final del estío, mantendrán como blasón y santo y seña la tradicional corrida de bichos con cuernos que se llevará 7.200 euros del erario público. Una pasta, sí, para unas arcas que, como casi todas las del entorno, están en el chasis, pero como diría el anuncio de tarjetas de crédito, la democracia no tiene precio. Bien es cierto que se puede dar la vuelta a la frase y concluir exactamente lo contrario, es decir, que el precio de la democracia es arriesgarse a palmar un pico del presupuesto en algo que a bote pronto no parece ni de primera, ni de segunda ni de tercera necesidad. Que ese algo sea lo que servidor considera humildemente un detestable espectáculo cruel me da mucho pensar.

Más todavía, quería decir, porque de hecho, lo que me empuja a escribir estas líneas no es una certeza sino un par de océanos de dudas. Así como otras veces me planto en esta esquina con una o varias opiniones que estoy medianamente convencido de sostener, siquiera en el momento de teclearlas, hoy me toca reconocer que no tengo nada claro que se pueda o se deba consultar sobre todo. Me consta que en la pura teoría no parece haber ningún método mejor para determinar la voluntad popular que preguntar directamente a la ciudadanía. Eso es de perogrullo, ¿verdad? Pero, ¿siempre tiene la razón la mayoría? ¿Es factible darnos sin excepciones lo que demandamos o lo que nos gustaría? ¿Procede someter a votación si preferimos un IVA del 2 por ciento o del 21? ¿Qué ocurriría en un referéndum sobre el mantenimiento de las ayudas sociales a los inmigrantes? Ayúdenme, estoy hecho un lío.