Grecia, respeto

Los grandes cantamañanas de la democracia se delatan en las derrotas. Cuando las urnas, incluso las que están a miles de kilómetros, se les ponen de culo, los ciudadanos que las llenan dejan de ser el pueblo sabio y soberano para convertirse en un hatajo de ignorantes que se echan en brazos del populismo. Es lo que estamos leyendo y escuchando sobre los griegos en las últimas horas… y —cuidado con las contradicciones— lo que muchos de los que ahora brindan a salud de Tsipras dirán ante la que parece inevitable próxima victoria del Frente Nacional en Francia.

Con lo que en ocasiones nos cuesta entender lo que pasa a un palmo de nuestras narices, resulta sorprendente que haya un conocimiento tan profundo de lo que acontece en lugares que ni se han pisado. Debo confesar que, aun documentándome y preguntando mucho, me he sentido diminuto ante la erudición sobre sociologia y demoscopia helenas que he contemplado a mi alrededor. ¡Con qué desparpajo se hablaba de las distintas tendencias del KKE, las costumbres de los electores de las periferias del Peloponeso o el perfil ideológico difuso de To Potami!

A mi me llega justito, y más por intuición que por dominio de la materia, para simpatizar con la amplia victoria de Syriza. No me vendré arriba con lo del miedo cambiando de bando ni anunciando un demoledor e imparable efecto dominó que sacudirá Europa. Me parece, sin más y sin menos, un fenómeno interesantísimo del que ser contemporáneo, y por encima de todo, la decisión cien por ciento respetable de unos ciudadanos dispuestos a asumir las consecuencias —ojalá sean para bien— de lo que han votado.

Prohibido criticar a Podemos

Cualquiera que no le haga la ola a Podemos es asimilado en juicio sumarísimo de una décima de segundo a Marhuenda, Inda, Tertsch, Federico, o el resto de los latigadores cavernarios. La menor insinuación sobre que quizá esta o aquella cosa implican una contradicción en el discurso o merecería el esfuerzo de un matiz convierte a quien la hace en esbirro del capital, colaboracionista del sistema y, al final de la escapada dialéctica, en casta. Diría, arriesgándome a ser objeto de lo que acabo de enunciar, que esos modos y esas maneras son, vaya por Marx, los que han caracterizado la política rancia que se supone que la formación de los círculos viene a superar y combatir. Esa refracción a la crítica, esa comunión obligatoria, esa intolerancia a la discrepancia, esa disposición a tragar con lo que sea, han venido siendo los usos y costumbres de las siglas convencionales. ¿Dónde está lo nuevo? Supongo que por inventar.

Todavía creo que lo que ha aportado la irrupción de una fuerza que ha alborotado el balneario como no se esperaba tiene más valor que las fallas que enumero. Estoy lejos de los profetas interesados que anuncian prematuramente el descenso de la riada o que, amplificando las supuestas divergencias entre los fundadores, pronostican con ansiedad un final de jaula de grillos. Aunque mi bola de cristal es de todo a cien, estaría por asegurar que Podemos va a seguir provocando quebraderos de cabeza y temblores de piernas durante un rato largo. Lo que ya no tengo tan claro es que, andando no mucho tiempo, no nos vaya a parecer un partido tan corriente y moliente como cualquiera de los demás.

Decidir, según

Además de todas las que glosan los opinadores de mayor y menor erudición, una de las consecuencias más reveladoras del referéndum en Escocia ha sido el cambio de acera, siquiera inconsciente, de ciertas posturas supuestamente inmutables. Así, algunos de los que venían negando a los escoceses su capacidad para pronunciarse sobre su futuro celebran ahora el sentido común y hasta la sabiduría que han demostrado en las urnas esos ciudadanos. Incluso el mismo Rajoy, al subirse con orgullo y satisfacción al carro ganador, pronunció el sustantivo decisión y el verbo elegir, cuando solo dos días antes había equiparado tales términos a un torpedo en la línea de flotación de la Unión Europea.

Pero, cuidado, porque parecida inconsistencia, por no decir incoherencia, se ha evidenciado en la parroquia de enfrente. Si bien es cierto que la mayoría de los partidarios del derecho a decidir han (o sea, hemos) aceptado el áspero ‘no’ apelando al barón de Coubertain —lo importante es participar—, no faltan morros torcidos que achacan la derrota a la inmadurez de los que han votado por mantenerse en el Reino Unido. Farfullan, según los casos, que ha ganado el miedo, el capital o ambos. No solo demuestran un escaso fair play o un desprecio por el mismo colectivo humano a cuya sensatez hacían loas antes de contar las papeletas. También están confesando que, en realidad, lo suyo es de boquilla: las consultas les parecen democráticas únicamente si las ganan. Este que escribe, sin embargo, tiene muy claro que el derecho a decidir implica la posibilidad de perder y, desde luego, la obligación de aceptar el resultado.

El fin del sistema

Como el abuelo de Víctor Manuel, me he sentado en el quicio de la puerta —en mi caso, con el pitillo encendido entre los labios— a ver pasar el cadáver del bipartidismo, y creo que tres cuartos de hora después, el del sistema político español en pleno, incluyendo la monarquía de reestreno. Lo están aireando a todo trapo en los dos canales de teleprogre, entre anuncios de coches, colonias para machotes y el ultimísimo grito en cachivaches tecnológicos. Debe de ser que los publicistas y las empresas que hay detrás son la recaraba de la estupidez y venden su mercancía entre los que los quieren tirar por el barranco de la Historia. O a lo peor es justo lo contrario, que son bastante más avispados que la media, y saben que ahora mismo los bolsillos más desahogados y los caracteres más antojadizos se concentran en la audiencia de esos programas. El tiempo nos dirá si se están haciendo el harakiri o, como ha venido siendo desde que existe el capitalismo, si están cubriendo el jugoso nicho de mercado de los antitodo de pitiminí. “Moda punk en Galerías”, cantaba ya hace treinta años Evaristo, bañado a lapos por un público que hoy solo esputa (con perdón) cuando se lo manda el médico para unos análisis.

¿Por dónde iba antes de perderme en digresiones inútiles? ¡Ah, sí! Peroraba sobre la inminente vuelta a la tortilla de la que seremos testigos privilegiados y felices, según los que leen el porvenir en los posos del gintonic. A la casta, sea eso lo que sea, apenas le queda teleberri y medio. Será sustituida por un ejército de seres angelicales que nos inundarán de pan, amor y fantasía. Qué maravilla.

La república del futuro

Con el recuerdo fresco de la modorra social que tanta culpa tiene en los hachazos que nos han dado, resulta estimulante ver las calles pobladas de banderas tricolores. Sí, por muy españolas que sean; ese sarampión ombliguero ya lo pasé. Más que el trapo en sí, además, lo que me parece digno de encomio es que miles de personas de todas las edades vuelvan a pisar el asfalto y provoquen un cierto tembleque —un cuarto de grado en la escala Richter, tampoco exageremos— a quienes estaban acostumbrados a pastorear la manada sin el menor contratiempo.

Aplaudido el afán de movilización y lo que supone, no puedo dejar de señalar, sin embargo, que no acabo de conectar con el enfoque de la mayoría de las reivindicaciones. O mucho me equivoco, o esa república que se reclama es una que, como escribí en el último aniversario, solo existe en una mitología quizá bienintencionada pero pésimamente documentada. Siento pinchar el globo, pero aunque la queramos tanto porque nuestros abuelos murieron por ella y porque los peores asesinos la destruyeron con saña, la segunda república no puede servirnos hoy de modelo, y menos, con tales dosis de cándida y desinformada idealización. Volteando el argumento, diría incluso que lo que nos vale de aquellos años tumultuosos son sus múltiples errores para empeñarnos en no repetirlos.

Lejos de estridencias o postureos, anoto que mi aspiración es la primera vasca, pero me apunto de buen grado y sin que se me caiga ningún anillo a pelear por la tercera española. Quisiera, eso sí, que, evitando caer en la amnesia, la que hagamos no sea la república del pasado sino la del futuro.

Monarquicanos

Aunque he tratado a muy pocos en persona, respeto a los monárquicos de convicción. Uno de ellos, el difunto Juan Balansó, que en los ochenta y noventa se hinchó a vender entretenidísimos libros sobre las trastiendas regias, me confesó que lo suyo era una cuestión que escapaba a la lógica y la razón. Entre el cinismo y la lucidez, me dijo que sabía de sobra que todo era una gran falacia y que a las puertas (entonces) del siglo XXI, no tenía ni medio pase la justificación intelectual y/o política de una institución que se asienta exactamente en lo contrario de lo que debe ser la base de una democracia. Y concluyó poco más o menos así: “Esto es un cuento, y si te lo crees, como es mi caso, tienes que hacerlo porque sí y hasta el final”.

Frente a esa honestidad —peculiar, seguramente, pero honestidad al fin y al cabo—, el hatajo de cortesanos que estos días se deshacen en genuflexiones se distingue, además de por la mentada querencia a la coba servil, por un argumentario trafullero y desvergonzado. Sin duda, los más indecorosos de ese ejército de chupacoronas son los que tienen el cuajo de presentarse como exactamente lo contrario a lo que manifiestan sus hechos y sus palabras. La prensa oficial está tapizada a esta hora de ese tipo de lubricante. Les cito como ejemplo (uno entre mil) el ditirambo que firmaba ayer Javier Cercas en El País. Después de tres párrafos de lisonja sin desbastar al Borbón abdicante bajo el título “Sin el Rey no habría democracia”, siente la necesidad de explicarse al comienzo del cuarto: “Aclaro que no soy monárquico”. Cierto, es algo que da más grima, un monarquicano.

Abstención sin dueño

Me divierten mucho las peleas, generalmente entre las mil y un banderías de la izquierda, sobre si la abstención es otra forma abyecta de colaborar con el pérfido sistema o la más heroica de las rebeliones frente a las habas contadas de la democracia representativa. Como son gente que le da mucho al cacumen, los litigantes suelen acompañar sus argumentaciones de ladrillos teóricos, cuadros sinópticos y bibliografía donde no falta la crema y la nata de la ortodoxia, de Lenin a Chomsky, pasando por Gramsci. El resultado es que unos y otros parecen estar cargados de razón, salvando el pequeño detalle de que pasan por alto que los motivos de cada miembro del censo para ir o no ir a votar son de una variedad inabarcable. Pretender que hay un solo modelo de votante o de abstencionista solo cabe en eso que el otro día el presidente de Uruguay, Pepe Mujica, llamó entre aplausos de los aludidos “el infantilismo patológico de la izquierda”. Y ello, en una versión menor; la mayor llegará el domingo, cuando ante el resultado final de las europeas comiencen a llover tuits que sumen lo que cosechen los minifundios zurdos con las papeletas no depositadas y se proclame la victoria incontestable de un pueblo que no quiere participar en farsas.

Doy por esfuerzo inútil hacer notar que ese 40, 50 o hasta 60 por ciento de abstención que se vaticina no será unívoca y homogénea. Habrá un puñado, sí, que no se acerquen a las urnas después de haberlo meditado en conciencia. Otros pocos más quizá le hayan dado un mínima vuelta. Pero buena parte de los demás simplemente no le habrán dedicado ni un segundo a la cuestión.