Como a veces ocurre con el sexo, lo mejor de las elecciones es el cigarrillo de después. En cuanto se cierran las urnas y van llegando primero los sondeos israelitas y luego, los resultados reales, se despliega un gran espectáculo de prestidigitación donde a la vista de todo el mundo se dan la vuelta los discursos y los hechos incontrovertibles de un minuto antes. Y no me refiero solo a las encuestas, que esta vez, ni tan mal, sino a los principios grouchomarxianos e mobili qual piume al vento de los protagonistas de la berrea electoral.
Casi da igual el partido que tomen. Si vamos por el lado del ganador, que hablando de los comicios andaluces, ha sido indudablemente el PSOE, nos encontramos con que la victoria le deja en una situación objetivamente peor que la que tenía antes de la convocatoria anticipada. Si la disolución se justificó por la búsqueda de la estabilidad, Susana Díaz ha hecho un pan con unas hostias. Pero vayan ustedes, cuélense en los fastos celebratorios, y traten de explicárselo a dirigentes, militantes y simpatizantes del partido de Pedro Sánchez.
¿Y qué me dicen de los que antes de contar las papeletas proclamaban que el 22-M marcaría el principio del fin del régimen-del-78? Jodida digestión tienen ante la evidencia de que los partidos de tal régimen —incluyendo el de nuevo cuño, con sus 9 escañazos— les vapulean por cuatro a uno en la cámara. Tremenda paradoja la de Podemos, cuyos 15 parlamentarios deberían suponer un éxito del recopón y medio, si no fuera porque habían elevado las expectativas al doble y porque ahora solo sirven para hacer pinza con el PP. La casta gana.