Triste privilegio de los detenidos hasta bien entrados los años ochenta: sabían el nombre y la jeta que tenían sus torturadores. Sádicos, ególatras y, por supuesto, conscientes de su impunidad, a los matasietes policiales del franquismo y el (eterno) postfranquismo les ponía pilongos que se supiera cómo las gastaban en el cuarto oscuro. Firmaban cada mamporro que calzaban y, arrebatados de chulería, exigían a sus víctimas que propagaran la identidad del que les había tatuado en el cuerpo un mapamundi de moratones. Luego se iban al garito de costumbre a gallear, cubata de Larios en mano, de cómo un rojo de casi dos metros se les había rilado a la tercera patada en los huevos, menudo es el inspector Tal o el comisario Cual.
¿Y nunca pagaron por ello? Al contrario. Buena parte de estos criminales uniformados recibieron condecoraciones, menciones de honor y ascensos en reconocimiento a su abnegación para preservar el orden público. Con la rúbrica del ministro de interior correspondiente, siempre un demócrata de toda la vida. En el peor de los casos, a los que no supieron adaptarse a los nuevos tiempos que exigían maltratar con cierta discreción se les proporcionó una licencia de estanco, una colocación para no hacer nada en cualquier empresa del INI o, si se terciaba, un cheque para abrir un club de alterne. Manteniendo pipa y placa o en esos plácidos retiros, los calendarios se han ido sucediendo sobre ellos sin novedad. Estaban a salvo —no me digan que no es para llorar— gracias a la misma ley de amnistía que en 1977 sacó de la cárcel a algunos de sus martirizados.
Estos días una jueza argentina ha entrado donde jamás quisieron hurgar su colegas españoles. Ha pedido la detención de cuatro de esos psicópatas. Tarde. Dos se fueron tan ricamente al otro barrio. Los otros que aún respiran, el siniestro Billy el niño y el desalmado Capitán Muñecas, saben que no hay pelotas a tocarles un pelo.