Calentando la pitada

Hace unos años, Barbra Streisand le montó una pajarraca de pantalón largo a un fotógrafo que había tomado imágenes aéreas de su mansión en la costa californiana para una campaña publicitaria. Todo lo que consiguió fue que las instantáneas que iban a ver un puñado de ojos acabaran siendo la comidilla mundial y que su casuplón secreto fuera conocido de uno a otro confín. Desde entonces, ese fenómeno que por aquí llamábamos “dar tres cuartos al pregonero” quedó bautizado oficialmente como Efecto Streisand. La lección no puede ser más simple: si no quieres que se enteren de que tienes un callo, no chilles cuando te lo pisen.

Parece mentira —o no— que con los trienios en la política que lleva a cuestas, la lideresa matritense Esperanza Aguirre desconozca el mentado Efecto Streisand y los peligros de apagar el fuego con gasolina. “Si hay parte de los aficionados que quieren silbar el himno en la final de Copa, pues mire usted, el partido no se va a celebrar, así de claro”, se engoriló ayer la señora de la Villa y Corte y alrededores. Un buen titular, de eso no hay ninguna duda, pero también una invitación en toda regla para que los hinchas del Athletic y del Barça se sientan aun más inclinados a enterrar el chuntachunta a grito pelado. El más irredento de los independentistas no habría cosechado tal éxito en su llamamiento a poner una pica en el Calderón, que ya puede estar construido a prueba de decibelios, porque tiene pinta que lo del viernes va a hacer época.

Cabe otra interpretación, más retorcida y por eso mismo, más verosímil. ¿No será que Aguirre y las plumas cavernarias que se rasgan ritualmente las vestiduras patrióticas por la que se avecina arden en deseos de que sus profecías apocalípticas se cumplan? Por ahí sospecho que va el envite. Cuanto peor, mejor. Sé que es una tentación darles gusto y liar la de San Quintín que ya están soñando. Pero sería un tremendo error.

Canto a la derrota

Como, gracias a una tara genética de mi estirpe, no me dejé contagiar por la alegría explosiva, me resultó muy sencillo mantener a raya al virus que trajo desde Bucarest la hiel amarga de la derrota. Es una curiosa cualidad que tenemos las almas atormentadas: nos pasamos la vida encabronados por lo que al común de los mortales se la trae al pairo y, supongo que en justa compensación o por simple instinto de supervivencia, nos volvemos de mármol mientras todo el mundo a nuestro alrededor estalla en llanto inconsolable. Con nuestra también innata incompetencia para la empatía, todo lo que se nos ocurre es hacernos a un lado y contemplar el siempre lírico paisaje después de la batalla perdida.

A eso me dediqué la noche del pasado miércoles. Cumplido el trámite de un programa que me habría encantado no tener que hacer, salí a la calle con el respeto con que se acude a los funerales para infiltrarme en la desolada marea rojiblanca. Muy esperanzador, el primer apunte para mi cuaderno de campo imaginario: decenas de pares de ojos con rastros de lágrimas aún evidentes eran capaces de componer, en sincronía con todos los demás elementos de los rostros, una sonrisa más que aceptable. Tengo todavía pegada en la retina la de la veinteañera morena con una camiseta de Toquero que, seguramente al verme tan mayor, quiso cederme el asiento en el metro. Renuncié a su invitación y me quedé de pie fisgando a hurtadillas cómo chateaba —whatsupeaba, en realidad— con un desenfado que impedía sospechar que apenas hora y pico antes se le había hecho pedazos un sueño. En el resto del vagón tampoco había nada que delatara un drama reciente.

No volveré a reconocerlo jamás en público, pero coincidiendo con ese pensamiento, se vinieron abajo mis defensas. Llegué a casa con los ojos humedecidos y la confortante convicción de que nuestros equipos —todos ellos— engrandecen incluso en las derrotas más dolorosas.

Una final sin principios

Por mi, Florentino se puede meter el Bernabéu por donde le quepa. Y como sobrará, que se lleven también su ración Mourinho, sus legionarios rompetobillos, los ultrasur y, en general, la piara de caballeros del honor —así se autodefinen en el himno— que se pasaron todo el partido del domingo berreando desde la grada “¡La final de Copa no se juega aquí!”. Que les ondulen con la permanén, que diría el Pichi del madrileñísimo chotis.

Pero debo de ser de los pocos que piensa así. Para mi pasmo, asisto a una especie de rogativa vergonzante ante el señor de los ladrillos y de Chamartín para que nos conceda la gracia de dejarnos pacer en su césped. El otro, que no y que requeteno, y la comisión petitoria, humillándose hasta el corvejón insistiendo en la súplica y nombrando —tócate las narices— a Basagoiti como embajador de buena voluntad para que el conseguidor Rajoy achuche al anfitrión que no quiere serlo. Y si no traga, que dicte otro de sus decretazos, ¿no?

Es curioso ver cómo los orgullos indomables pueden plegarse hasta adquirir el tamaño de un kleenex. A ver con qué cara reclamamos a partir de ahora la otra cuestioncilla que tenemos pendiente. Y a ver también cómo explican los sociólogos que ese ardor identitario que suele buscar coartada en un balón sea capaz de evaporarse ante la perspectiva de encontrar un local bien comunicado donde quepan más bufandas con sus respectivas gargantas. Luego, para ahuyentar las contradicciones y que no se diga, una buena pitada al rey, una foto para el Facebook con la ikurriña y la senyera como si hubiéramos conquistado Cibeles, y tan anchos. Gora Euskadi y Visca Catalunya, rediez.

Una pena, que fuera un bulo lo del ofrecimiento de la federación francesa para jugar en Saint-Denis. Habría sido una salida perfecta para este espectáculo que ha pasado de chusco para situarse en lo patético. Yo, que soy un romántico incurable, apuesto por Anduva.

Su fútbol y mi radio

Como no podía ser de otro modo, en la gresca por el diezmo que le quieren imponer a las radios por transmitir los partidos de fútbol, mi corazón está con los que se dejan la garganta y nos hacen soñar las jugadas de un modo en que jamás las veríamos en el campo. Sentimentalmente, no puedo pertenecer a otro bando que a ese, que es el mío no sólo porque yo también soy de la especie de los piadores hercianos, sino porque desde antes de la primera papilla mi vida ha pendido siempre de las ondas. Sin embargo, mucho me temo que en estas líneas me toque ejercer de desertor de mi mismo, porque el puñetero sentido crítico que también va de serie con mi oficio y mi adiestramiento me dice que la razón no está de nuestro lado.

Me ha dolido escribirlo, pero ya que el obús está lanzado, sigo con la apostasía. Resulta que por mucho que nos empeñemos, y aunque curse como opio del pueblo, el fútbol no es de todos. Ni siquiera es propiedad de los que pagan un riñón por un abono anual o el dedo meñique por una entrada. Ni de los contribuyentes que financian estadios o reflotan equipos para que a los políticos no les monten el motín de Esquilache. Qué va: es de quien lo adquirió —a cambio de un pastón, por cierto— a unos subasteros que creían estar dando el pelotazo del milenio. Luego, se fundieron las ganancias en un chispún y volvieron a quedarse a dos velas. Pero ese tema es de otro parcial.

La lección que nos preocupa ahora es que aunque la inercia nos lleve a tratarlo como deporte, en realidad estamos hablando de un negocio. Y ahí hemos topado con la ley de la oferta y la demanda, que es puñetera y hasta cruel, pero simple: esto tengo, esto cuesta. En ese pulso están las emisoras y, volviendo a mi trinchera, creo que deberían mantenerlo. En el camino pueden descubrir que la transmisión in situ no es imprescindible para que funcionen los programas habituales. Les saldrían, incluso, más baratos.

Fútbol es fútbol

Esta noche, otra vez gran velada. La tercera de esta temporada, si no llevo mal la cuenta de lo que los topiqueros pertinaces siguen llamando partido del siglo o, en la nueva versión tanto o más estomagante, el clásico. Agradezco a los cielos y a mi horario laboral que el momento de autos me vaya a pillar pendiente de otros balones, mayormente, esos envenenados con los que hacen el eterno rondo los políticos, con el árbitro siempre pitando a favor de obra. Así jugaran como en los dibujos animados japoneses, no podría soportar otros noventa minutos echando las muelas por algo que cuando tengo las neuronas refrigeradas sé que ni me va ni me viene.

¿Qué prodigio explica que, siendo culé en una cantidad infinitesimal, la semana pasada me agarrase un berrinche talla XXL ante la fiesta merengona que se montó -cohetes, barra libre de güisquis, bravatas cuarteleras a pleno grito- en el pueblo zamorano donde me tocó ver el partido?¿Por qué me quedé tan asqueado que, cuando el sábado jugaron dos equipos que supuestamente sí me removían algo por dentro, preferí leer un libro ramplón y apenas enarqué las cejas al saber el resultado? Llevo preguntándomelo todos estos días y empiezo a plantearme seriamente que estoy en el punto de no retorno del poema número veinte de Neruda: tal vez el del miércoles fue el último dolor que el fútbol me haya causado.

Lo que no puedo asegurar, como hizo el chileno, es que estos vayan a ser los últimos versos que le escriba. Ni siquiera los penúltimos. Como conté en este mismo confesionario, a medida que me iba desenganchando de la morfina balompédica como deporte y/o espectáculo, ha ido creciendo mi fascinación por lo que tiene de fenómeno social. Y ahí es donde tengo que sacar la bandera blanca, echar la rodilla a tierra y capitular, porque no hay raciocinio capaz de explicar ni por aproximación su poder para hacer que cualquier otra cosa palidezca a su lado.

Huelga de balones caídos

Como ya he perdido todos los puntos de mi carné de progre y no sé dónde se dan las clases de resocialización, me atreveré a pronunciarme sobre la huelga (o similar) de futbolistas convocada para el próximo domingo. No estoy a favor ni en contra. Simplemente me da risa. De la floja e incontenible, además. Y como sentimiento anejo, me provoca también una divertida curiosidad. Ni me va ni me viene si acaban jugándose los partidos, porque hace como unos diez años que fui capaz de expulsar al forofo que se hospedaba en mi anatomía, pero sí me da una gotita de morbo saber en qué queda la mascarada. Que tenga que decidirlo la Audiencia Nacional, esa que yo creía que sólo estaba para las afrentas más gordas al presunto estado de derecho -con minúscula lo escribo, sí-, hace que la cosa resulte aun más entretenida.

Leo una y otra vez sin salir de mi asombro que la protesta de los gladiadores modernos se basa en la tremenda tropelía que supone hacerlos trabajar sin dejar que se recuperen de los excesos del cambio de año. En realidad, creo que apelan a lo entrañable y familiar de las fechas, y hasta blanden un convenio colectivo que recoge la demanda negro sobre blanco. Me pregunto si tendrán reconocidos también días moscosos para ir a los concesionarios a husmear haigas o para rodar los cargantes spots que suelen protagonizar.

Jornaleros de la gloria

Ya, lo de siempre, estoy cayendo en la demagogia barata al pintar a los obreros de la patada cual si todos fueran Cristiano Ronaldo. De sobra sé que no, pero ni de guasa me va a colar que me canten las mañanas diciendo que también hay mileuristas en las dos categorías profesionales, porque contestaré entonces con uno de sus latiguillos preferidos: el fútbol es así. Si esos a los que José María García llamaba jornaleros de la gloria tienen que rebelarse, será frente a los figurines que les centuplican la soldada. Tal vez no se han dado cuenta de que sin ellos como actores secundarios, las primadonnas balompédicas no tendrían forma de lucirse. Que les reclamen su trozo de la tarta.

El pintoresco director de deportes del Gobierno vasco, Patxi Mutiloa, le decía el otro día a Unai Larrea en estas páginas que la próxima burbuja que estallará será la del deporte profesional. Argumentaba, pienso que con tino, que no tenía ninguna lógica que un deportista de nivel medio bajo cobrase más de 120.000 euros al año. Nivel medio bajo, recalco. Ahí es donde la pelota -qué mejor símil- se detiene en el tejado de los aficionados que sostenemos y fomentamos esa realidad.