También es fútbol

Me enteré de la victoria del Atlético de Madrid en la liga gracias a un destartalado transistor que escuchaban dos sin techo en el parque de Los Monos de Portugalete. A los sones del himno que certificaba el triunfo, se abrazaron y, ante mi estupefacción, prorrumpieron en expresiones de júbilo con los puños en alto. Luego, dieron sendos tragos del botellín de cerveza que compartían, recogieron sus mochilones y desaparecieron de mi vista en dirección a Santurtzi. Iban cogidos por el hombro. Un buen rato después de su marcha yo seguía tratando de asimilar la escena y desentrañando su significado. Durante unos minutos, me gustaría saber realmente cuántos, un par de personas arrojadas a la cuneta social acariciaron algo parecido a la felicidad porque unos millonarios habían conquistado un título que al cabo de un tiempo solo será un apunte del palmarés. Qué razón tenía el recientemente fallecido Vujadin Boškov: fútbol es fútbol.

Apenas 24 horas después de ser testigo de lo que les cuento, vi por la tele cómo se venía abajo la valla del graderío sur del Sadar tras el tempranero (e inútil) gol de Riera. La pasión desbordada y la negligente sujeción de la verja estuvieron a un tris de provocar una tragedia que habría dejado en anécdota la que suponía el descenso de los rojillos. Por fortuna, la avalancha humana se quedó, que no es poco, en huesos fracturados, magulladuras y un susto que no olvidarán sus protagonistas. Y de propina, en una imagen que vale por un quintal de moralejas, la del jugador del Betis N’Diaye llevando en brazos a un niño que había rescatado de la montonera. También es fútbol.

Atraco al Eibar

Ninguna buena acción queda sin castigo. Al Eibar, que además de liderar heroicamente la tabla de Segunda, es uno de los poquísimos equipos que no deben un céntimo, las sanguijuelas del Consejo Superior de Deportes [Enlace roto.]. Así, con precisión al segundo decimal. Si no consigue cubrir ese pastón antes del 6 de agosto, todo el sudor derramado en el terreno de juego se irá por el desagüe: condena eterna al pozo de la Segunda B, que es la tierra balompédica del irás y quién sabe si volverás, pero ahí te pudras.

Manda muchas narices que el Depor, inmediato perseguidor de los armeros en la desigual lid, esté en concurso de acreedores y tenga un cañón de más de 150 kilos, 97 de ellos, con la Hacienda española. Por lo visto, para los mandarines de la cosa pelotera es el ejemplo a seguir. La prueba es que según los cálculos más amables, el pufo total de los clubs profesionales anda por los 3.600 millones de euros —la sexta parte lo adeudan al fisco— y el chiringuito sigue en pie sin escándalo. Sale por un pico la farlopa del pueblo, pero como escribía ayer sobre los verificadores, la calidad se paga. Mantener al rebaño entretenido con si tal lance fue fuera o dentro del área mientras se le esquila —o sea, se le esquilma— no tiene precio. Y tampoco la foto de rigor con los millonarios prematuros (Copyright Bielsa) que acaban de ganar lo que sea.

No dudo que la misma épica que se demuestra en el césped obrará el milagro de reunir a tiempo la desorbitada cantidad, ojalá para ver al Eibar en Primera la temporada que viene. Pero seguirá siendo una injusticia.

El error Bielsa

Hace un año y seis días, cuando Bielsa confirmó que continuaría en el Athletic, cometí la insensatez de opinar en Twitter que el rosarino se había equivocado. Me cayeron hostias dialécticas como panes. Sin tiempo para hacerme a un lado, se me echó encima una parte de la talibanada forofogoitia con los 140 caracteres inyectados en sangre a darme el escarmiento merecido por pinchaglobos y tocapelotas. Según sus cálculos de la lechera, por entonces indiscutibles, la primera temporada había sido un frugal aperitivo de lo que traería la segunda. Copa segura, liga ahí-ahí, paseo triunfal en Europa y Champions de calle. Ese era el presupuesto mínimo, al que yo me atreví a oponer uno que me parecía más realista: con quedar hacia la mitad de la tabla, ni tan mal. El diagnóstico de mis encendidos interlocutores fue unánime: “No tienes ni puta idea de fútbol”.

Eso era y sigue siendo rigurosamente cierto. Ocurría, sin embargo, que mi molesto juicio no se basaba en mis conocimientos balompédicos sino en las cuatro o cinco cosas que sé acerca de la condición humana. Sin necesidad de ser capaz de distinguir una falta de un córner, se veía a la legua —y se ha comprobado con extrema crueldad— que el bueno de Marcelo no encaja, no ya en el Athletic, sino en una disciplina que, como él mismo dijo el otro día, cada vez se parece menos al aficionado y más al empresario. Era de cajón que en cuanto al hechizo le saliera media grieta, Bielsa pagaría muy cara su osadía de haber desafiado las leyes de la gravedad pelotera, que son las del negocio puro y duro.

No se puede hacer frente en solitario a la caterva de millonarios prematuros, pisamoquetas advenedizos, tertuliantes de casinillo local, plumillas resentidos y esa cuenta de resultados que es la clasificación al término de cada jornada. Ni siquiera alguien con los arrestos del loco, ni aun en un club que jura no haber dimitido del romanticismo. Por desgracia.

Traidor o traidor

Ya no basta con las jugadas a balón parado, el tackling o el fuera de juego. Los futbolistas de élite ensayan en los entrenamientos hasta el modo de caer en el área para hacer picar al árbitro o pintureras celebraciones de goles hipotéticos. Tal vez sea mucho pedir que el siguiente paso sea incluir unas sesiones de manejo del Twitter para evitar incendios innecesarios o, simplemente, quedar en evidencia por patear la ortografía con el mismo ímpetu con que mandan el esférico a la grada cuando hay que defender una victoria por la mínima. Sin embargo, se hace urgente empezar a trabajar el regate en corto a los portadores de alcachofas y grabadoras. No se trata de hacer de todos los peloteros unos Valdanos o unos Lillos, porque aparte de que el resultado iría contra la Convención de Ginebra, semejantes verbos floridos no están al alcance de cualquiera. Sería suficiente con que los millonarios prematuros (copyright Bielsa) aprendieran cuatro o cinco rudimentos para no acabar de Trending Topic y saco de las hostias. En el caso de los vascos y catalanes seleccionables por España, esa instrucción es imprescindible.

Seguro que a estas alturas del despelleje a que está siendo sometido por los gañanes mayores del reino borbónico —anónimos y con pedigrí—, Markel Susaeta se arrepiente de no haber ejercitado esas disciplinas tanto como los pases en profundidad. La de veces que en las últimas horas habrá pasado por su moviola personal el infausto momento en que su lengua y su cerebro la pifiaron en lo que, aparentemente, era un lance sin peligro. En su situación, una frase que empieza con “Nosotros representamos…” sólo podía tener un desenlace funesto: traidor a una patria o a otra. En los tres segundos de tensa paradiña tuvo que elegir de dónde le lloverían las collejas. A la desesperada, quiso aferrarse al comodín y dijo “una cosa”. Lo empeoró. La fatua quedó dictada. Rojigualda, en este caso.

Bravo, Martínez

Dirán, seguramente con razón, que es un derroche innecesario pulirme los mil novecientos caracteres de esta columna en la enésima tontuna de un imberbe multimillonario falto de un hervor. Un colega cuyo criterio siempre he estimado sostiene que es una chiquillada que no debería pasar de chascarrillo y que si algo tiene de grave es que haya habido alguien lo suficientemente imprudente como para airearlo. Tal vez sería mi postura en otros casos similares, pero este ha reventado mis diques contemporizadores. La gañanada del niñato Martínez saltando de madrugada la valla de Lezama para vaciar su taquilla clandestinamente no es una anécdota sino una categoría.

De entrada, nos completa el tristísimo autorretrato que se ha ido componiendo el muete en tiempo récord a base de melonadas sucesivas que se iban superando. Como traté de explicar cuando hablé de esa engañifa que llaman “amor a los colores”, lo que menos me importa es que aceptara una oferta que, con todo el derecho, consideraba apetecible. Eso solo puede molestar a los que se enroscan la txapela hasta la nariz y carecen de la mínima tolerancia a la frustración. Otro cantar es el silencio cagón, las negaciones a lo Judas de regional cuando todo estaba hecho, el patético viaje para firmar disfrazado de Lagarterana o que su novia —primorosamente ataviada con la elástica de la selección nacional española— se erigiese en portavoz del muchacho a ver si de rebote le ofrecían presentar el Telecupón. Fuera de concurso, esa despedida que por no ser a tiempo ya no será nunca.

Y como postre, la escena de Pajares y Esteso del cuele furtivo. Ni un gramo de valor para dar la cara ni medio de cerebro para pedirle a cualquiera que le mandase sus bultos por Seur. Será que me acabo de hacer más mayor y me ha subido el almíbar, pero si lo siento es por esas criaturas que tienen la camiseta con el nombre del sujeto y no saben qué hacer con ella.

Los colores

Es enternecedora la candidez de los aficionados de un equipo de fútbol. Contra toda evidencia y, más inaudito, a pesar del sinnúmero de veces en que les han dejado el corazón en la raspa, se empecinan en la vana ilusión de que sus héroes pateabalones aman la camiseta que llevan como ellos mismos y matarían antes de lucir en el verde cualquier otra. La fantasía incluye la convicción absoluta de que no hay dinero en el mundo capaz de romper el idilio. Creen a pies juntillas que lo que el Dios esférico ha unido no lo separará el transfer. No intuyen —o seguramente sí, pero les da lo mismo porque en el fondo tienen vocación de autoflagelantes— que su ceguera es una hipoteca del enésimo desengaño. Tarde o temprano acaba llegando un cheque lo suficientemente grande y el amante bandido hace las maletas con nocturnidad y alevosía, sin detenerse a dejar en el espejo un mal post-it diciendo que fue bonito mientras duró. Lo más, un tuit de oficio, que sólo hace crecer la rabia del forofo despechado. Serás ca…

Si esta coreografía repetitiva del chasco se da en los clubs que tienen por norma echarse chulazos de alquiler que han chutado a puerta con mil y un escudos en el pecho, en aquellos en los que todavía quedan unos restos del romanticismo original, aunque estén ya muy aguados, la cosa adquiere dimensiones de tragedia. Confírmese en cualquier diario local y no les digo ya en blogs de la cosa o redes sociales. Unos clamando venganza y otros despatarrados de la risa por la cusqui que le han hecho al vecino. Primer pensamiento: que todos los dramas sean como este y que siempre que renunciemos a cenar sea porque no queremos, no porque no podemos. Segundo: si en tanto valoramos los sentimientos, no vayamos por ahí regalándolos a quienes hacen caja con ellos, y que conste que no hablo del jugador, que sólo ha cumplido el guión previsto. Tercero y último: asumamos que va a volver a pasar.

Deporte y política

No hay que mezclar el deporte con la política. No, claro que no. Por eso en la ceremonia de la victoria suenan los himnos nacionales y ondean las banderas. Por eso en los palcos se apelotonan las autoridades civiles —y a veces alguna militar y hasta eclesial— vestidas de domingo. Por eso, antes o inmediatamente después de la ofrenda a la Virgen del lugar, se acude con la copa o las medallas a las sedes de los gobiernos correspondientes y se le regala al baranda de turno una camiseta que se pondrá sin pudor sobre su Armani o su Elena Benarroch. Por eso a los campeones de lo que sea se les conceden títulos nobiliarios y órdenes del mérito de lo que haga falta y se les nombra hijos predilectos del terruño aunque tengan domicilio fiscal en Andorra o Mónaco. Por eso los partidos echan el lazo para sus listas a viejas o presentes glorias del atletismo, el fútbol o, sin ir muy lejos, la pelota.

No, qué va, no hay que mezclar el deporte con la política. Por eso cuando te sientes nación sin estado celebras como anticipo de la independencia que te dejen competir internacionalmente en tiro de la rana. Por eso cuando eres nación con estado despliegas toda tu artillería diplomática y legalista para impedir que cualquiera de tus trozos levantiscos pueda competir internacionalmente en tiro de la rana. Por eso es en los parlamentos centrales donde se decide quién sí y quién no tiene permiso para ir por el mundo con los colores y los escudos propios. Por eso tras un triunfo, las portadas se llenan de palabrería bélica y patriótica. Por eso se han boicoteado olimpiadas, mundiales o entorchados continentales según por dónde derrotara ideológicamente el anfitrión. Por eso, incluso, ha habido alguna guerra que ha tenido como excusa un partido de fútbol.

Definitivamente, no hay que mezclar el deporte con la política. Sencillamente porque no es necesario. Hace ya mucho tiempo que son la misma cosa