Ya, pero es que…

Es tan simple, tan básico, tan primario, como manifestar el horror, la rabia, el asco, la conmoción, la impotencia o, desde luego, el rechazo. Tal como le salga a cada uno, que aquí no hay patrones, pero en cualquier caso, renunciando a la maldita tentación contextualizadora, que como ya escribí hace unos días, demasiadas veces es indistinguible de la justificación más infecta. ¿Aceptarían los requetebienpensantes que ante los asesinos bombardeos de Israel sobre Gaza la primera reacción tuviera como apostilla inmediata una teórica acerca de las cosas malísimas que hacen los palestinos? Claro que no, ni ellos ni cualquiera con medio gramo de decencia personal e intelectual.

¿Por qué, entonces, frente a hechos como el de ayer en París, que no tienen media vuelta, hay que subirse a la parra de los “ya, pero es que…” seguidos de una retahíla argumental de chicha y nabo? ¿Nadie se da cuenta de lo que canta la excusatio non petita y reiterada martingala que nos conmina, como si fuéramos parvos, a no confundir el Islam con el integrismo islamista (o islámico, según el filólogo que esté de guardia)? ¿No será que quien no diferencia lo uno de lo otro, pero a la inversa, es quien tiene que agarrarse a tal comodín? Tan revelador de una conciencia temblequeante como otra de las frases más repetidas en las últimas horas: “Esto solo beneficia a Marine Le Pen (o en la versión local, a Maroto)”.  Y ya fuera de concurso, la gachupinada de rechazar los fanatismos “vengan de donde vengan”, como si en cada ocasión no se pudiera denunciar específicamente a los canallas concretos que han perpetrado la atrocidad.

Contextualizar, justificar

Un centenar larguísimo de niños masacrados en nombre de Alá en una acción diseñada, como se jacta el canalla que la reivindica, específicamente para causar el mayor dolor posible. A miles de kilómetros, ¿qué menos que unas palabras que expresen el rechazo visceral y sin matices de la matanza? Sí, aunque sea para absolutamente nada, para exorcizar la incredulidad y la efímera mala conciencia porque en el fondo sabemos que pasado mañana ya no nos acordaremos. O simplemente como muestra de que seguimos siendo humanos y, como tales, nos estremecemos ante la idea —¡no digamos ante las imágenes!— de una hilera de criaturas cosidas a balazos.

Parecería poca cosa, ¿verdad? Pues hay una inmensa legión de contextualizadores compulsivos a los que se les hace un mundo tirar por lo más primario, que es la reprobación moral a pelo y sin más adornos. Antes tienen que colocarnos la consabida teórica estomagante que, después de culebrear por los manidos potitos demagógicos de todo a cien, suele concluir con la martingala de que hay otros todavía más malos que los autores materiales de las brutales carnicerías. Aunque quizá acaben reconociendo a regañadientes que disparar a bocajarro contra niños no está del todo bien, no lo harán sin dejar claro que, allá en el fondo, la escabechina obedece a unas causas: que si la pobreza, que si la hipocresía de la comunidad internacional, que si las torturas de Guantánamo y Abu Ghraib… Francamente, resultando nauseabundo, sería intelectualmente más honesto que dejaran de aburrir con sus slaloms dialécticos y celebraran abiertamente el éxito de los golpes al imperialismo.

Torturas de allá y de acá

Festival de vestiduras rasgadas y manos a la cabeza. Con el tono del gendarme Renault en Casablanca, los escandalizables a tiempo parcial se hacen lenguas sobre el informe del Senado de Estados Unidos que acusa a la CIA de haber practicado “brutales e inefectivas” torturas. Si la cuestión no fuera para llorar tres océanos, sería hasta divertido contemplar las teatrales soflamas de esta panda de fariseos del nueve largo. Cómo se adornan los muy joíos con el respeto a los Derechos Humanos, la existencia de límites que ningún poder público debe rebasar y la imperiosa exigencia de que caiga sobre los autores todo-el-peso-de-la-ley.

Ningún problema en ganar el concurso de denuncias cuando el asunto que se dilucida está a 7.000 kilómetros. Ahora, si el catálogo de horrores indecibles lo aplican en la comisaría de la vuelta la esquina, la cosa cambia, y de qué manera. Entonces los discursos se engolfan en la negativa —¡esas cosas no pasan aquí, por favor!—, en la teoría pusilánime de la excepción excepcionalmente excepcional, o en el más vergonzoso y clamoroso de los silencios.

Y no es difícil remitirse a las pruebas. Hace apenas tres meses, la asociación Argituz y otras siete organizaciones sin color político presentaron en Madrid un rigurosísimo informe sobre malos tratos infligidos en dependencias policiales españolas. Aplicando el Protocolo de Estambul, método científico internacionalmente aceptado, el trabajo documenta 45 casos de torturas, algunas de ellas idénticas a las de la CIA. De aquello nos hicimos eco la media docena de medios de siempre, mientras los que ahora cacarean silbaban a la vía.

El caso Errejón (2)

Los estajanovistas defensores de Errejón no se dan cuenta del tremendo mensaje que incluye de serie su cerril negativa a aceptar lo poco presentable del comportamiento de su protegido. Nos están diciendo, sin más y sin menos, que cuando se ponen verdes y les salen espumarajos por la boca clamando contra la corrupción, se refieren únicamente a la que perpetran los demás. Peor que eso: al buscar y dar por buenas las excusas más peregrinas, están reivindicando con un par de narices el derecho inalienable al trapicheo que tienen los prójimos ideológicos.

Ya dije, y vuelvo a repetir, que es una barbaridad acusar al número tres de Podemos —qué gracioso, también se ordenan jerárquicamente— de la muerte de Manolete o del hundimiento del Titanic. Pero no lo es menos convertir un chamarileo de pícaro en una especie de malvada conspiración de los poderosos contra el Robin Hood que les hace frente. Se mire por donde se mire, se coja por de donde se coja, el contrato de marras fue el regalo (hoy por ti, mañana por mi) de un colega de cañas y siglas. “¡Eh, oiga usted, que el puesto salió a concurso público!”, protestarán los ciegos voluntarios a la evidencia. Nos ha jodido mayo; a un concurso al que solo se presentó un aspirante. ¿Nadie ve sospechoso eso? ¿Es que entre miles y miles de titulados en paro el único que se siente capacitado para hacer un curro sobre vivienda en Andalucía es el tal Errejón, cuya especialidad académica ni siquiera es esa? Claro que se ve, pero se opta, exactamente igual que hacen los de la casta, por comulgar con la rueda de molino e invertir la carga de la prueba. Qué triste.

El caso Errejón

Al lado de las chorizadas que vemos cada día, el contrato-flete que le agenció a Iñigo Errejón un amiguete y conmilitón podemista de la Universidad de Málaga parece pecata minuta, más chanchullo que corrupción reglamentaria. Es obvio que apañarse un bisnes de mil ochocientos pavos para ir tirando hasta que se tome el palacio de invierno no tiene la misma gravedad que embolsarse chopecientas veces esa cantidad al tiempo que se está hundiendo un banco al que luego habrá que rescatar con una millonada pública. Quiero decir que me parece exagerado pedir que por ese trapicheo se pase por la quilla al tercero de abordo de Iglesias Turrión. Personalmente, me habría bastado con un reconocimiento público de que la cosa estuvo un poco fea, la devolución de la pasta y un propósito de enmienda pronunciado en ese tono tan convincente que el gachó gasta en las tertulias de teleprogre uno y dos.

Lo que no me vale es que ante la indiscutible pillada con el carrito del helado, el tipo se atrinchere tras la colección de disculpas de tres al cuarto que farfullan los que él llama casta cuando los agarran en flagrante renuncio. Me subleva especialmente el “todo es legal”, que es exactamente lo que dijeron, uno detrás de otro, los que cobraron dietas dobles y triples de Caja Navarra o los de las tarjetas milagrosas de Bankia. E igual con lo de “el trabajo está hecho”, que es en lo que se emperran los que reciben un pastizal de la administración por un informe de media docena de folios sobre cualquier chorrada. Claro que lo peor es el victimismo ramplón del “nos atacan porque vamos ganando”. Y la cosa es que cuela.

Frente asesino

Asquean ya las lágrimas de cocodrilo y los lutos de pitiminí, como si fuera la primera vez que el Frente Atlético se cobra una vida y estuviéramos descubriendo ahora que el llamado deporte rey da cobijo y coartada a incontables matones fascistas. “No representan al Atlético de Madrid”, farfulla el presidente del equipo que lleva tres décadas amparando —cuando no promoviendo y alentando— a los integrantes de esta mugre sanguinaria y descerebrada. ¿De qué estadio, sino del Calderón, son las gradas que vemos pobladas de rojigualdas con el pollo y toda la quincallería iconográfica totalitaria que, por ejemplo, en Alemania supondría a quien la portara ir de cabeza a la cárcel? ¿En qué campo, más que en el de la ribera del Manzanares, cuando juega la Real (o incluso Athletic u Osasuna), unos malnacidos jalean a mala hostia el nombre de Aitor Zabaleta, asesinado hace 16 años por uno de sus criminales?

Así que menos excusas birriosas, camisa vieja Cerezo, que esos tipejos ejercen, con su bendición, de siniestros embajadores de su club. Peor que eso: son su mimado brazo armado, la Legión Cóndor para acojonar a los rivales en el césped y a sus seguidores en el graderío y en las calles. Desde su nacimiento han contado no solo con su respaldo y el de sus antecesores en el palco, los franquistas recalcitrantes Jesús Gil o el patriarca Vicente Calderón. También las plantillas han alimentado a la bestia. Soy incapaz de recordar —y si lo hay, rectificaré gustosamente— un solo jugador o entrenador colchonero que haya dicho media palabra contra los fanáticos facciosos que les dan su aliento desde el fondo sur.

Corruptos son los otros

Rajoy en el Congreso de los diputados clamando contra la corrupción y anunciando un ramillete de medidas para —¡a estas alturas!— erradicarla. Es Hannibal Lecter promoviendo la dieta vegana, Simeone abogando por el juego limpio o el director general de Mediaset despotricando sobre la telebasura. Otro récord sideral de la hipocresía pulverizado, sí, pero cuidado, que el presidente español y la santa compaña de la gaviota no son los únicos participantes en estas nauseabundas olimpiadas de las jetas de alabastro y los morros que se arrastran por el suelo.

Bien sé que esta columna me quedaría de cine y sería jaleada con entusiasmo si la dedicara en su totalidad a sacudir al Tancredo de Pontevedra, espolvoreando una gracieta sobre la laminada Ana Mato por aquí y una carga de profundidad sobre cualquier otro zascandil pepero por allí. Mil contra uno a que la mayoría de escritos que verán sobre la cuestión en la prensa no adicta serán del género atizador. No digo que no procedan ni que carezcan de sentido, pero sí que estos textos de carril no van más allá del desfogue momentáneo. Cuando se pasa el efecto balsámico de los adjetivos punzantes contra el pimpampum oficial, todo sigue exactamente igual que antes. Y ahí incluyo lo muchísimo que no se quiere ver ni decir sobre determinados chanchullos, trapicheos y pillajes cuyos perpetradores resultan cercanos. O, peor todavía, la defensa a muerte de esos comportamientos impresentables negando evidencias estruendosas y refugiándose en patéticas soflamas victimistas. Como decía Sartre sobre el infierno, los corruptos y las corruptas son siempre los otros.