Hética

No, lo que ven encabezando estas líneas no es ninguna barbaridad. Aunque su uso no es frecuente, esa palabra existe desde hace siglos en el idioma castellano. La encontramos, por ejemplo, en el célebre trabalenguas infantil de la cabra (hética, pelética, pelimpimplética…) y también la utilizó Cervantes en el Quijote para subrayar lo escuchimizado y poca cosa que era Rocinante. Y es justamente en ese sentido —“Muy flaco y casi en los huesos”, según la tercera acepción del diccionario de la RAE— como me ha venido a la cabeza estos días al escuchar una y otra vez el término que suena igual pero se escribe sin hache.

Esa ética a la que tanto y tan campanudamente se está apelando en relación al caso del consejero Ángel Toña se me antoja escuálida, sin gota de carne ni sustancia. Es otro de esos significantes vacíos con que se engolfan los que además de ser populistas, lo llevan a gala y teorizan sobre lo fácil que es timar a sus (futuros) votantes.

En nombre de la ética, tipos que no la distinguirían de una onza de chocolate reclaman la cabeza de alguien que se condujo de acuerdo con unos principios éticos. No es improbable que, yendo a la literalidad del código supuestamente vulnerado, la comisión que debe decidir sobre el asunto acabe mostrando el pulgar hacia abajo y Toña tenga que irse a su casa. Si así fuera, y ya que no habría más bemoles que aceptarlo, deberíamos establecer exactamente ahí el listón de la exigencia para el desempeño de una responsabilidad pública. De entre el bando de los íntegros sermoneadores —¡panda de fariseos!— no quedaría en su puesto ni el que reparte las cocacolas.

Dobles varas

No, la columna de ayer no pretendía ser una encendida soflama sobre la igualdad. Cuando a los hombres nos da por elevar la nota del discurso de género, además de rayar en lo patético, acabamos practicando uno de los machismos más repugnantes que se me ocurren: el paternalismo. Francamente, si yo fuera mujer, creo que me repatearía el hígado que un tío viniera a darme un par de palmaditas comprensivas en la chepa mientras me susurra lo muchísimo que simpatiza con mi causa. Y ya que estamos, tengo la convicción de que tampoco me haría demasiada gracia que me reservaran por decreto un número equis de plazas donde fuera, de tal modo que si llegara a ocupar una, nunca sabría si la he obtenido por mis méritos o me ha tocado en mi calidad de cuota monda y lironda. Otra cosa es que a nadie le amargue un dulce o le venga mal una ventaja, pero entonces no lo vistamos de justicia social. Paridad obligatoria, listas-cremallera o discriminación positiva me parecen, en el mejor de los casos, buenas intenciones de esas que alicatan hasta el techo el infierno.

Pero ya digo que no iba de eso (o no específicamente) lo que escribí hace 24 horas. Ni siquiera de Grecia, Tsipras o Syriza, aunque el punto de partida estuviera en el gobierno con pleno de pitilines que ya ha empezado a tomar medidas —varias, de ovación cerrada, por cierto— en tierras helenas. El quid estaba, o mi propósito fue ponerlo ahí, en el deprimente relativismo moral, en la puñetera e hipócrita doble vara de medir que conduce a deplorar o justificar el mismísimo fenómeno en función de las simpatías que se dispensen hacia sus protagonistas.

Bipartidismo, según

El gran profesor de Ciencia Politica y más que notable investigador de la misma materia, Pablo Iglesias Turrión, tendrá para varios tomos cuando se ponga a darle media vuelta a sus propias andanzas o las de su formación, valga la redundancia. Seguramente, le encantará explicar el rotundo y demoledor éxito en la implantación social y, en el mismo paquete, las expectativas electorales. En apenas un año (el pasado sábado se cumplió), salto de la casi nada al casi todo, y con perspectivas favorables, que anotaría una agencia de calificación de activos financieros. Quizá mi memoria esté como un queso de Gruyere, pero soy incapaz de nombrar un precedente cercano de semejante irrupción. Puede haber algún caso con dos o tres concomitancias, pero nada que se parezca al fenómeno de los redondeles morados.

Bien es cierto que junto al récord de difusión, conocimiento y simpatía, habrá que citar otra plusmarca también sin parangón. Díganme qué formación ha sido capaz, en doce de meses y sin alcanzar el gobierno, de incumplir tantas promesas solemnes de primera hora. Empezando por lo de la organización horizontal y casi etérea que va camino de un centralismo jerarquizado que ríase usted del PCUS o el Movimiento Nacional, siguiendo por la renta básica universal, el impago de la deuda y, junto a otro puñado, la claudicación más reciente: la derrota del malvado bipartidismo.

Sí, eso ya no solo no está entre los objetivos, sino que se aspira exactamente a lo contrario. Proclama Iglesias que en las próximas elecciones generales las dos únicas opciones serán PP y Podemos. Y eso no es bipartidismo, qué va.

Derecho a ofender

Una de tantas derivadas perversas de la matanza de Charlie Hebdo es —y no lo señala por primera vez este humilde plumilla— el manoseo grosero hasta la náusea del concepto de libertad de expresión. Favorecidos por el poder hipnótico de la sangre ajena, los agarradores de rábanos por las hojas han tomado sin permiso los cadáveres de los dibujantes asesinados y los enarbolan como mártires de algo que llaman, con una jeta de alabastro, derecho a ofender.

Lo formulan así, a la brava y con esa chulería tan progresí, como la facultad inalienable que tienen determinados seres humanos para zaherir, vilipendiar, afrentar o, más llanamente, tocar las pelotas a quien les apetezca. Por supuesto, sin pararse en barras ni miramientos: si a alguien (con el certificado de ofensor autorizado en regla, se entiende) le pide el cuerpo tildar de asesino, ladrón, violador o pederasta a un mengano al que tiene ojeriza, o incluso sin tenérsela, puede y debe hacerlo sin temer ninguna consecuencia que no sea el aplauso borrego de los que disfrutan con los linchamientos, que por desgracia, son legión. Va de suyo que a la persona receptora de la descarga dialéctica no le queda otra que joderse y aguantar. Se abstendrá de obrar a la recíproca, so pena de ser considerada floja de tragaderas, vengativa, fascista y, en resumen, enemiga de la libertad de expresión.

En uso de la que reclamo para mi, me atrevo a señalar que se me ocurren muy pocos planteamientos tan reaccionarios como este, que no es más que una ruin y cobarde apología del maltrato verbal ejercido a discreción, unidireccionalmente y sin posibilidad de defensa.

Islamofilia

Firmo en donde ustedes me digan contra la islamofobia. Lo haré, en buena medida, para que no me den la charla ni me linchen dialécticamente, aunque piense con el tal Houellebecq que la palabra de moda en las bocas y conciencias más delicadas no es ni de coña sinónimo de racismo. O sí, pero como suele ocurrir, únicamente en las mentalidades libidinosas —y por tanto, autoculpables— de los que ven materia denunciable a la vuelta de cada esquina. Puro Freud de todo a cien: transfieren sus cuitas propias a los demás. Es cuando menos gracioso, rayando lo descacharrante, que el término paralelo y recíproco, es decir, cristofobia, no tenga ni la mitad de predicamento o directamente se desdeñe por nombrar algo de todo punto normal y asumible por cualquier criatura con los certificados de progresismo oficial en regla. Pero para no enredarme más, por la paz un avemaría (perdón por la fascista referencia católica), entrego mi cobarde persona a la lista de ciudadanos intachables.

Ahora bien, conste que ese es el tope de mi claudicación. Ni con aceite hirviendo conseguirán que me apunte a la islamofilia rampante que, para mi gran pasmo, venden al por mayor individuos e individuas que suelen presumir de ser la recaraba del laicismo. Manda muchas pelotas que los mismos que reclaman (bien reclamado) a los de las sotanas trabucaires que se metan en sus asuntos, cantan las mañanitas de una fe que, aun en su versión más moderada, trata a las mujeres como escoria o abomina —y cosas peores— de los homosexuales. Por ahí este servidor no va a pasar. Sí, soy un tipo intolerante. Concretamente, con la intolerancia.

¿Libertad de qué?

Espero que la riada emotivo-exibicionista haya bajado lo suficiente como para poder señalar, siquiera con sordina y la mayor de las humildades, que la matanza de Charlie Hebdo atañe —menuda perogrullada— al derecho a la vida y a la dignidad humana más básica. Se me escapa por qué siendo tan fácil la identificación de lo que estaba en juego, se ha pretendido reducirlo a una cuestión de libertad de expresión. ¿Quizá porque lo ponía a huevo para el lucimiento estético a la hora de manifestar el rechazo? Me temo que algo de eso hay. De un tiempo a esta parte, los fondos de las protestas, es decir, las injusticias que las provocan, se convierten en excusa para el derroche creativo. Más importante que la reivindicación son la pegatina, el avatar, la escarapela, o el lema resultón en que se plasma. Qué farde de lápices molones y de eslóganes chachivoluntaristas. ¿De verdad cree alguien que la risa mata al terror o que un carboncillo es capaz de derrotar a un Kaláshnikov? Así nos lucirá el tupé… mientras seamos capaces de conservarlo, claro.

Pero no quería llegar ahí, sino a otro fenómeno hermano o medio primo, como es la sacralización bufa de la mentada libertad de expresión. Ya señalé el otro día la patulea de hipócritas que se han sumado a la martingala, y en la cabecera de la manifestación de París, copada de bribones, tuvimos la irrebatible prueba del nueve de la impostura que se gasta. El corolario es que a esa libertad tan manoseada le ocurre lo mismo que a la presunción de inocencia, que habiendo nacido como protección para los decentes, termina sirviendo como salvoconducto a los canallas.

Manga de farsantes

Ahora que vamos despacio, vamos a contar hipócritas, tralará. No tengo el menor problema en encabezar el censo con mi humilde persona. Lo hago, no porque albergue conciencia de renuncio, sino por pura higiene preventiva; por acción u omisión, todos somos culpables, y si no es así, vendrá alguien a señalarnos como tales. Me ofrezco voluntariamente para el acollejamiento ritual, pero inmediatamente añado a lista de farsantes a esos que, tras la matanza de París, andan echando loas a la libertad de expresión al tiempo que promulgan leyes mordaza o aprovechan las ya existentes para castigar la difusión de ciertos mensajes inconvenientes. Son los mismos, por cierto, que en época no lejana ordenaron cerrar medios de comunicación porque les salió de allá donde ustedes están pensando.

Cuidado, fondo norte. Congelen esa ovación que me iban a dispensar, no sea que alguno figure también en el inventario de impostores, que continúa con los que desde la misma cuenta de Twitter a la que han puesto como avatar el lema Je suis Charlie Hebdo suelen pedir el cierre de los medios de la caverna o el entrullamiento de Marhuenda, Inda y demás bocabuzones diestros. Eso, cuando no se aboga directamente por calzarles unas hostias o algo más contundente.

Y entrando en mayores, cómo olvidar a tanto digno que en las últimas horas no deja de adornarse con soflamas sobre los asesinos de las palabras, cuando apenas anteayer aplaudieron con las orejas (o callaron como piedras, que viene a ser muy parecido) ante los cadáveres de José María Portell o José Luis López de Lacalle, periodistas o cuentacosas apiolados por ETA.