Sex Munilla

Pero, señor columnero… ¿Va usted a escribir sobre el libro de Munilla sin habérselo leído? En efecto. Es más, sin tener siquiera la intención de hacerlo. Concedo que es un atrevimiento, pero, desde luego, bastante menor que cascarse (uy, perdón) todo un tratado sobre sexo —y no precisamente el de los ángeles— cuando se supone que, por su propio ministerio, tal cosa debería conocerla de oídas. ¿O es que tal vez no es así? Ahí queda la pregunta. Basta, en cualquier caso, ver la portada del libro para intuir una obsesión morbosa que quizá no atente contra el sexto, pero sí contra el noveno. Hay reclamos de puticlubs de carretera bastante menos burdos: la palabra de las cuatro letras destacada en fucsia (o así) a cuerpo tropecientos, y debajo, en pequeñito, lo del alma y el cuerpo. Obvio interpretar la foto del ególatra monseñor —¿no es pecado capital la soberbia?— sentado en un banco con las piernas abiertas casi en canal.

Atendiendo a los (muchísimos) fragmentos literales que ha publicado la prensa, está bastante claro que el obispo de San Sebastián tiene un problema entre los bajos y la sesera, que es donde realmente habita el gustirrinín. Investido de la misma autoridad que le sirve a él para pontificar sobre altos y no tan altos instintos, es decir, ninguna, le recomendaría que lo hablase con su confesor. O, qué caray, que se suelte el refajo y el cilicio y disfrute de las cosas buenas que nos regaló Dios a los humanos. Sin forzar a nadie, entiéndase. Y como petición final, que deje de llenar páginas con su machismo estomagante, su homofobia estratosférica y su paranoia cerril. Ya huele.

Tantas mordazas…

De nuevo se me pasó el día mundial de la libertad de prensa. Y eso que esta vez coincidió, grotesca casualidad, con el de la madre. Qué oportunidad para hacer la loa cursi con doble tirabuzón. No crean, ya hubo algunos rapsodas tuiteros que se curraron el dos en uno, si bien la mayoría tiró por lo trillado. Que si la ley mordaza, que si los medios secuestrados en unas pocas manos, que si cuánto necesitamos periodistas valientes. No te joroba, como si no necesitáramos camareros o camareras con un par de narices que nos cobraran el cortado por lo que cuesta y no al precio abusivo que le ha puesto el dueño del bar. O mejor, empleados de banca aguerridos que concedieran créditos a quien los necesitara y tacharan impagos para evitar desahucios. Pero no, oigan; nadie reclama ese tipo de héroes. Parece existir un curioso consenso en que los únicos que se tienen que jugar el culo —quizá con los ciclistas— somos los que practicamos, o intentamos hacerlo, este oficio de tinieblas.

Lo tremendo es que una buena parte de los que nos exigen que seamos la hostia en vinagre de independientes lo único que pretenden es que escribamos o digamos exactamente lo que quieren leer u oír. Si lo hacemos, nos sacan bajo palio. Si no, empiezan a llover las tortas como panes. Es de llorar diez ríos que esos lectores y oyentes que reclaman la mayor de las purezas alberguen en su ser a un censor implacable o a un jefe de redacción cabrón de los que dictan cada línea. Claro que también es verdad que peor es cuando no pocos de este gremio, por canguelo o en busca del aplauso de aluvión, hacen piezas a medida de la parroquia.

Calimero Monedero

A medio camino entre la severa (auto)disciplina y el capricho diletante, me he tragado entera la conversación entre Fernando Berlín y Juan Carlos Monedero que a la larga (en realidad, a la corta) provocó el sacrificio más o menos ritual de este último. Medidos desde el saludo a la despedida, son apenas quince minutos. Lo apunto mostrando mi dedo corazón enhiesto a todos los lamelibranquios que ante los entrecomillados del diálogo que han reflejado los medios, sostienen que son mentira y que para comprobarlo “basta escuchar los 43 minutos” de la charla. Como ellos no lo han hecho, no saben los osados gañanes que el archivo que está circulando incluye otros contenidos del programa La cafetera. No es una anécdota, sino de nuevo, una categoría. Es el modus operandi habitual: la trola es la forma más efectiva de denunciar a los troleros. Lo peor es que cuela.

¿Pero decía o no decía lo que fue a los escandalosos titulares? Hombre, que algunas cabeceras aprovecharon para forzar la literalidad parece evidente. Pero no crean que tanto. Y hay un hecho difícilmente rebatible: si la cosa terminó en dimisión cinco horas después de haber porfiado que la adhesión seguía intacta, algo gordo vería alguien en la rajada.

Más allá de los lamentos y las cargas de profundidad a sus conmilitones, yo me quedo con las partes de la entrevista en que Monedero la coge llorona —¡Ay, Calimero incomprendido!— por la lluvia de bofetadas recibidas por estar en la primera línea de un partido. Con tono munillesco asegura que eso no se lo esperaba. Lo dice alguien, hay que joderse, al que le pagan millonadas como asesor político.

Sí, ¿pero cómo lo evitamos?

Novecientos muertos en el Mediterráneo. Cómo no participar de la congoja y del espanto. Por un ratito, aunque sea, hasta que empiece el partido de nuestro de equipo o venga el camarero con los entrantes. Lo difícil, para mi absolutamente imposible, es distinguir los sentimientos genuinos —y me incluyo— en la torrentera de golpes de pecho. Debo de ser un mal tipo, porque buena parte de los lamentos de las últimas horas me parecen parte de una coreografía o de un concurso de ocurrencias lastimeras o recriminatorias. Son tan plásticas, tan fotogénicas, las catástrofes ajenas… Se prestan tanto al engolfamiento estético, que se diría que, en realidad, ocurren para que ese artista-protesta que casi todos llevamos dentro pueda dar lo mejor de sí mismo. No ya a coste cero, sino además, sacando como rédito un toque de chapa y pintura para la conciencia y un ensanchamiento de ego. Cómo molan las dos docenas de retuits a tus incisivas y rechulas frases de denuncia. Y si van con foto, ni te cuento.

Me repugna, como a cualquiera, la hipocresía de los gerifaltes de la Unión Europea que andan convocando reuniones urgentísimas para no arreglar nada y soltando discursos plañideros tan babosos como faltos de crédito. Me sumo a los que se acuerdan de sus muelas y hago mía la peor de las invectivas que se les haya dirigido. Pero un segundo después pregunto absolutamente en serio y sabiendo a lo que me expongo cuál es el modo de que no vuelva a ocurrir. No hablo de grandes y nobles palabras de cuatro céntimos ni de cagüentales estentóreos, sino de las actuaciones concretas que se deben acometer. Yo lo desconozco.

Bendita corrupción

Venga, quitémonos la careta y soltémonos el refajo ético. Si la corrupción no existiera desde el principio de los tiempos (o como poco, desde la primera ventosidad que soltó un Neanderthal), sería un imperativo moral inventarla y cultivarla a todo trapo. De acuerdo, muy bien, pongan cara de qué se habrá fumado el juntaletras este, pero luego denle media vuelta a los mil y un prodigios que le debemos a la existencia y difusión masiva de las prácticas trapicheras. Ojo, o presuntas, porque parte de lo bueno es que lo de menos es que haya habido o no mangoneo testado y tasado. Con la duda (ni siquiera razonable), basta y sobra para montarle al de enfrente —corruptos siempre son los otros; anoten el catón— un psicodrama del recopón y medio. Y como en la tarea, casi arte, de darle candela al ventilador te eche una mano un fiscal con ganas de su cuarto de hora de Warhol o un suseñoría que guarde cuentas pendientes con el señalado, te llevas el premio gordo de calle. A la hora del archivo o la absolución los focos no suelen estar ahí.

Siendo esto así, como han sufrido en carnes propias y disfrutado en las ajenas miembros de todas las siglas, ¿qué más dará montar el pifostio con o sin motivo? ¿Qué importancia tiene que el pufo sea de cien millones de euros, de unos miles o de cero patatero? Ninguna. Insisto en que lo que marca la diferencia no es el qué ni el cuánto, sino quién está envuelto en el marrón, sea este real o inventado. Sé que la mayoría de los que juegan a esto conocen el mecanismo del sonajero. No les tendré en cuenta que leyendo estas líneas hagan aspavientos y renieguen… como Judas.

Osasuna y el cinismo

No se cansa de hacer horas extras el gendarme de Casablanca. Ahora en la vieja Iruña: “¡Qué escándalo, qué escándalo! ¡Aquí se amañan partidos!”. Me pregunto si cuela y a quién. Fíjense que a este humilde escribidor de tontunas, aun estando a 150 kilómetros y habiéndose quitado mucho de la farlopa futbolera, le había llegado el chauchau ya hace un buen rato. Creo recordar que fue en medio del baile del abejaruco electoral que terminó con la victoria de Luis Sabalza literalmente por incomparecencia de rivales. Pudo ser incluso antes, en tiempos de la gestora que hubo de lidiar con el marronazo del descenso y el monumental pufo económico, sobre el que también el personal se hizo de nuevas, por cierto. Y no piensen que la confidencia me vino rodeada de candados ni me fue susurrada. Se comentaba a viva voz en las redacciones periodísticas de toda la navarridad. ¿Que por qué no se publicaba? De eso, solo les puedo ofrecer una intuición. Era cabrón buscar las pruebas concretas, pero más lo era la eventualidad de encontrarlas. Nadie quiere aparecer como el que le da la puntilla al club de los amores del terruño. Que inventen (o sea, que investiguen) otros.

Así fue. Un medio foráneo levantó la apestosa liebre y comenzó el rasgado ritual de vestiduras, no sin un primer impulso negador por parte de muchos aficionados. Diría que más o menos los mismos que celebraron el sonrojante rescate de Osasuna con un pastizal público. A todo esto, ¿podrían asegurar los tres partidos promotores de esa salvación de birlibirloque que cuando la aprobaron en el Parlamento no habían oído hablar del dinero que no aparecía?

Miénteme, Juan Carlos

Puesto que tengo ojos y oídos, no le discutiré a Juan Carlos Monedero que hay una campaña de linchamiento mediático contra su persona y su partido. Las acometidas son tan burdas como brutales, eso no hay quien lo niegue, del mismo modo que es evidente que quienes ordenan y ejecutan las andanadas no buscan nada remotamente parecido a la verdad, sino dañar un proyecto que consideran muy peligroso para sus intereses.

Empecemos a anotar ya en este punto, sin embargo, que tal objetivo, lejos de cumplirse, se vuelve contra los atacantes convertido en un constante aumento de la simpatía hacia Podemos y su cúpula. De ese efecto boomerang o pan con unas tortas, algo sabemos por aquí arriba o en Catalunya, donde el número de soberanistas ha subido al ritmo de los toscos exabruptos desde la trinchera de enfrente. Y tampoco se le escapa el fenómeno al propio aludido, que cuando le preguntaron sobre las posibles consecuencias negativas de su marrón para la formación emergente, contestó con media sonrisa que hasta la fecha, las embestidas habían hecho crecer el proyecto y que esta vez no tenía por qué ser diferente.

Sobran, por lo tanto, el regodeo en el victimismo y la sobreactuación en plan Calimero incomprendido. Primero, porque un tipo que es la rehostia en vinagre de la asesoría política —le pagan como si tuviera el Nobel de Veterinaria— era plenamente consciente de dónde se metía y de lo que le acarrearía. Segundo y más importante, porque como una parte de los demás tampoco nacimos hace tres cuartos de hora, tenemos meridianamente claro que el otro día Monedero nos mintió mirándonos a los ojos.