Fiscalidad

A la fuerza ahorcan. Cuando las arcas públicas amenazan con ser criadero de telarañas, se cae en la cuenta de lo obvio: quita y no pon, se acaba el montón. No queda otra que abrir el melón de la fiscalidad. La cuestión es que de una vez por todas se haga en serio, porque hasta ahora en cada ocasión en que esa palabra-fetiche se ha venido a los labios de los que viven de nuestro voto, ha sido más bien parrapla que firme determinación de cambiar algo. O te venían con el asustaviejas de que subir los impuestos era asfixiar a los cuatro emprendedores aún dispuestos a echarse al ruedo o con la letanía del “que paguen más los que más tienen”. ¿A nadie le escama que entre los que más fervorosamente silabean el latiguillo de marras se encuentren tipos y tipas con el riñón forradísimo? Señal de que saben sus cuartos a salvo de la normativa vigente y de cualquiera otra que pueda dictarse en el futuro.

Conviene recordar que, a diferencia, por ejemplo, de la malhadada Ley Hipotecaria, que coma arriba o abajo sigue siendo la que se promulgó en 1909, la legislación tributaria ha tenido meteduras de mano sin cuento en los últimos años. En cada ejercicio la Hacienda central y las forales se han ido dando un festín de toques y retoques a diestra y siniestra. Este año te podías desgravar esto; al siguiente, no había lugar. Ahora este porcentaje; luego, el otro y después, el de más allá. Todo ello, dejando siempre un inmenso territorio a la discrecionalidad o a la interpretación así o asá. Pregunten a tres funcionarios distintos si un autónomo puede incluir como gasto los bonobuses y tendrán tres respuestas diferentes, ninguna vinculante, por cierto; lo que hagan será bajo su responsabilidad.

Hacía ahí encaminaría este humilde contribuyente el primer objetivo de cualquier reforma que piense acometerse. Debe haber un criterio uniforme que impida que pagar impuestos sea una lotería o un juego de pillos.

Y de calidad

Sanidad pública… y de calidad. Enseñanza pública… y de calidad. Medios de comunicación públicos… y de calidad. Y así, con cada servicio que esperamos que nos preste la administración, no como gracia o sopa boba, sino porque la pasta sale de lo que curramos y de lo que consumimos, que directos o indirectos, siguen siendo impuestos. Hablamos de derechos y por ese lado no cabe ninguna discusión, pero el arribafirmante es un tanto tiquismiquis o tal vez un obtuso mental y no acaba de entender lo que encierra el segundo apellido de la letanía recurrente. ¿Qué diantre quieren expresar quienes tienen permanentemente la totémica palabra en sus bocas o en sus pancartas?

Incapaz de meterme en todas las cabezas y hasta con dificultades para permanecer en la propia, únicamente alcanzo a maliciarme un par de teorías al respecto. La primera y más simple es que se trata de un mero colorante verbal. Se añade para que la frase —o la reivindicación, si es el caso— quede más lucida y vistosa, pero realmente no aporta sustancia alguna. Es lo que corresponde a estos tiempos de blablablá y consignas prèt-à-porter donde el continente gana al contenido por goleada. ¿Qué es la calidad?, me preguntas clavando en mi pupila tu pupila azul. Pues cómo decírtelo, pequeño saltamontes: calidad es, ya tú sabes, un comodín, lo que tú quieras que sea, y si no quieres que sea nada, pues tan amigos.

La otra hipótesis es aun peor que esta basada en la vaciedad del lenguaje. Porque pudiera ocurrir también que muchos de los cacareantes del palabro tengan alma de señorito y allá donde dicen calidad estén diciendo lujo. Suena antipático, lo sé; incluso, pelín neoliberal y si me apuran, reaccionario. Me arriesgaré a parecerlo y, si hace falta, a los cuarenta mil latigazos con que se penan estos atrevimientos. Ocurre, lisa y llanamente, que defiendo lo público sin necesidad de ponerle segundo apellido. Y que nos dure.

Más allá del IBI

El PSOE, que se ha alojado en Moncloa durante 21 de los últimos treinta años, se acuerda ahora —vaya por Dios y el Espíritu Santo— de que la Iglesia no paga el IBI. Como con tantísimas cosas que dejó de hacer cuando pudo, ha convertido su atronadora omisión en ariete antimariano. No deja de tener un punto chistoso que personajes a los que hemos visto dando lametones a anillos cardenalicios o sumisamente arrodillados ante un tipo con báculo se vistan de comecuras. Colaría si lo hicieran guiados por la convicción, pero ni a las piedras se les escapa que tras este repentino fervor laicista hay ocho de ruido y cero de nueces. El problema no es ya que el PP le haya desplazado del Gobierno, sino que con su torpísimo estreno de legislatura, le esté birlando también el papel de oposición. En esas, para hacerse notar no queda otra que sacar la artillería demagógica de mayor calibre y apuntar a las sotanas. Por lo que sea, son un pimpampún muy pero que muy resultón.

Si el embate fuera algo más que una pose, no se quedaría en un impuesto que, suponiendo un buen pico, no deja de ser calderilla al lado de la torrentera de millones que van directamente de las arcas públicas a la buchaca eclesial. El melón que hay que abrir es de la financiación. A calzón quitado y sin apriorismos ni maximalismos. Simplemente, echemos cuentas y veamos qué actividades de la Iglesia tiene sentido subvencionar —hay decenas de ellas imprescindibles para la sociedad— y qué caprichos y vicios se deberían pagar de su cepillo. No es lo mismo un comedor de Cáritas o el huerto que trata hacer realidad una misionera en Mozambique que montarle un Star Tour a Ratzinger para que criminalice el uso del condón.

¿Entramos ahí? Sospecho que no hay lo que tiene que haber. Y nadie me malinterprete, porque tan sólo me refiero a las ganas de acometer un debate serio y sosegado sobre un asunto que, sencillamente, tendemos a dejar estar.

Perdón de saldo

Una vez que parece que por aquí arriba nos vamos a librar del bochorno de la amnistía fiscal, siento una enorme curiosidad por ver lo que dará de sí allá donde sí se aplicará. A ojo de los cuberos económicos del Gobierno español, emergerán de las tinieblas 25.000 millones de euros —pagaría una caña y un pincho de tortilla por saber cómo se calcula eso— de los que, en virtud del mordisquito penitencial del 10 por ciento, quedarán en las arcas 2.500. Acostumbrados a las cifras estratosféricas que escuchamos, eso suena a pedrea miserable. ¿Merece la pena entregar la dignidad y los principios de la justicia recaudatoria a cambio de ese plato de lentejas? Hay quien ha decidido que sí, y como tiene mayoría absoluta y la vergüenza escasa, los demás, a tragar.

Supongo que nos lo ocultarán celosamente, pero me temo que el chasco será comprobar que no se rascará ni eso. Alguien que no se paró en barras para arramplar con mil no se conformará con novecientos, y muchos menos, si al señalarse como antiguo pecador intuye que se está cerrando la puerta a futuros desfalcos. La conciencia no es el fuerte de los depredadores. ¿Y el patriotismo al que han apelado Rajoy, Guindos, Montoro y Soraya? No contesto a eso porque el ataque de risa me impediría terminar la columna.

Tiene toda la pinta de que la única utilidad de esta ocurrencia será alimentar aun más la instaladísima idea que sostiene que pagar impuestos es de imbéciles o de pardillos agarrados la nómina. Por si no fuera suficiente con las fórmulas escrupulosamente legales para llevárselo crudo —siempre a partir de unas ganancias muchimillonarias—, se institucionaliza un perdón de saldo para quien ni siquiera se ha tomado la molestia de rellenar un par de impresos. O, peor aún, cuando a algunos los pillan con la mano en el tarro de mermelada, salen en tromba sus compañeros de partido a clamar por su sacrosanto derecho a la confidencialidad.

Tener y no tener

Calcando el tono de los que al ver una urna en el 77 se preguntaban si para eso ganaron una guerra, los ultramontanos que gustan de llamarse liberales ladran su rabia por las esquinas ante la trece-catorce que les ha colocado Rajoy. Qué ignominia la del gallego, que antes de las elecciones negó setenta veces siete que subiría los impuestos y cuando aún estaban celebrando su victoria, les atizó en su primer consejo de ministros con un tributazo en el entrecejo. Y para más recochineo, echando mano como argumento justificatorio de la vieja letanía del rojerío a medio desteñir: “se trata de que paguen más los-que-más-tienen”. ¡Hala! ¡Donde más duele!
Es comprensible su cabreo y su decepción con el que barruntan estafador y marxista sobrevenido, pero en el pecado de haberle votado llevan la penitencia. Ya son lo suficientemente mayorcitos para saber que el énfasis con que se avienta una promesa electoral es inversamente proporcional a la intención de cumplirla. Ahí están como pruebas el “OTAN, de entrada no” de Felipe en 1982 o el “no pactaré con el PP ni jarto de grifa” de López en 2009. Toda la vida se ha hecho campaña con poesía y se ha gobernado con prosa. No iba a ser Don Mariano la excepción.
Por lo demás, lo que demuestra el crujir de dientes de los plañideros es que son quieros que no pueden. Si de verdad se contaran entre el selecto club de “los-que-más-tienen”, no perderían un segundo lamentando un mordisco que no les va a rozar ni los calcetines. ¿Alguien ha escuchado quejarse a Botín, Rato, Florentino Pérez o Amancio Ortega? Por supuesto que no, y si lo hicieran, sería aguantando la risa, porque saben que ni aunque les calzaran un 99 de tipo impositivo a sus rentas teóricas les iban a sacar del bolsillo un puñetero clavel. Para algo se inventaron las SICAV y otra media docena de trapisondas financieras con las que defraudar al fisco de manera escrupulosamente legal.

Debate fiscal de pega

Dicen que se ha abierto el melón del debate fiscal. Ojalá fuera cierto, pero lo que nos muestran los titulares y las informaciones que sostienen esa especie es el mismo ping-pong demagógico de siempre. De un lado, el mantra liberaloide según el cual bajar los impuestos es la única receta para crear riqueza y empleo. De otro, la letanía bermeja sustentada en el principio difuso “que paguen más los que más tienen”.

Los defensores de la primera martingala tienen un morro que se lo pisan. A ellos les llega de sobra para mandar a su Borjamari al Pijo’s College o, si les sale un uñero, para tratárselo en una clínica de cinco estrellas. Les importa una higa que haya quien no pueda pagarse un cuaderno o el Bisolvón. La mayoría cree en su fuero interno que los que están en esa tesitura es porque se lo han buscado y por eso no están dispuestos a rascarse la cartera. No les entra en la cabeza que el estado social no tiene nada que ver con la beneficencia. Por descontado, la única riqueza y el único empleo en el que piensan es en el suyo.

En cuanto a los que pretenden que la justicia redistributiva consiste en subir el tipo impositivo a las grandes fortunas, su pecado es la ingenuidad que les hace concebir tal propósito como posible. Si vamos a la normativa vigente, veremos que la progresividad que reclaman está ya contemplada. Se pueden apretar aun más las tuercas por la parte alta de la tabla, pero sería inútil porque los que manejan esos pastones se van a escapar exactamente igual que ahora.

Y no, no es necesariamente porque le peguen al fraude con fruición. Les basta echar mano de cuatro argucias perfectamente legales sobre el papel para apoquinar como un mileurista o, si tienen un asesor un poco vivo, todavía menos. Si el debate fiscal quiere serlo de verdad, tendrá que fijar su foco en el desmantelamiento de esa perversa ingeniería. Sólo así será posible que paguen más lo que más tienen.

Tribulaciones de un fumador

Gran alarde de imaginación del Gobierno español para achicar con vasos de chupito el océano deficitario que conduce al temido rescate: subamos el impuesto sobre el tabaco. Dicho y hecho. Aunque en el primer anuncio habían amagado una moratoria hasta el inminente cambio de calendario, el nuevo sablazo se aprobó el funesto viernes 3 de diciembre, de matute junto al Decreto Ley que puso malitos de acostarse a los mártires de las torres de control aeroportuarias. Como los yonkis del trujas no tenemos la capacidad de paralizar nada que no sean nuestros pulmones o, un mal día, nuestras alquitranadas arterias, nos quedamos incluso sin la pírrica victoria de haber protagonizado los titulares del día siguiente. Un breve perdido en cualquier sitio de los papeles -lo ideal, junto a las esquelas- dio cuenta del edicto de los genios de las matemáticas: entre treinta y cincuenta céntimos más por cajetilla. El Estado de Alarma nos resultó una broma a los que hemos vuelto a ser sometidos a toque de queda en los bolsillos. El martes pasado el precio ya estaba actualizado en los estancos.

Con alguna razón se nos dirá que buena parte de la culpa es nuestra, por ser incapaces de poner a escuadra para siempre al vicio que nos mata y, como extra, nos saquea la hacienda. Ojalá fuera tan fácil como planteárselo, creérselo y levantarse al día siguiente sin la necesidad de atizarse una dosis cada media hora. Lo de la fuerza de voluntad es un bello concepto, pero hasta el más talibán de los expertos en deshabituación tabáquica les echará abajo ese mito. Contra la química sirve de poco luchar a pecho descubierto. Dicen los tratados -los escritos por especialistas, no por vendepeines- que quienes han dejado de fumar sin esfuerzo de un rato para otro no eran fumadores.

Siete mil millones

Ya les conté aquí mismo que no me cuento entre los botafumeiros andantes que se creen con licencia para emponzoñar al prójimo. De hecho, no tengo ni un cuarto de argumento que oponer a la vigente ley sobre el tabaco, ni a la vuelta y media de tuerca que se nos viene encima. Sé de sobra que hasta ahora se me ha permitido hacer lo que no debía y asumo con deportividad que se acabe el recreo.

Sin embargo, eso sólo no finiquitará el problema. Hablan los datos. Los que certifican que el número de fumadores ha aumentado en los últimos cuatro años, pero sobre todo, los que ponen negro sobre blanco cuánto ingresamos cada año al Estado: siete mil millones de euros. Como lo dejemos todos de golpe, prepárense de verdad para el rescate.