Pasan las horas desde el baño de puñetera realidad de las urnas, y no deja de asombrarme la nula capacidad para asumirlo y mirar hacia adelante. Hay que joderse con la intolerancia a la frustración que gasta el personal. Lo penúltimo, para bochorno y al tiempo autorretrato, plañideras insinuaciones de pucherazo programado a gran escala. Muchos de los que se despatarraban con razón de los conspiranoicos del 11-M andan ahora berreando por las esquinas que la mortificante victoria del PP obedece a turbias maniobras de las cloacas del Estado. No faltan diarios comprometidos que difunden las especies, y hasta se ha puesto en marcha una petición de firmas en internet para que —cito textualmente— “las autoridades españolas y europeas” hagan una auditoría sobre las elecciones ante el hecho de que “los resultados no se corresponden en absoluto con ninguna de todas las encuestas”. Pueden creer que a la hora de escribir estas líneas se habían sobrepasado las 140.000 adhesiones y seguía subiendo la cosa.
Que sí, que conocemos cómo las gastan determinados responsables del orden y la ley. También son palmarios los casos de carretadas de ancianos —ojo, asimismo amorosos abuelitos llevados de a uno por sus nietos alternativos— a ejercer determinado voto inducido. Todo eso merece su denuncia, su investigación y, aunque esto ya es esperar peras del olmo judicial español, su castigo. Sin embargo, roza el patetismo indecible convertirlo en fraude sistemático para explicar una pura y dura bofetada electoral que tiene un origen bastante más probable. Por ejemplo, una estrategia equivocada sostenida contra viento y marea.