En el adiós de Gesto

Era de esperar que en la despedida de Gesto por la paz se escucharan cargas de profundidad y que volara algún que otro reproche con telarañas adosadas. Al fin y al cabo, los viejos fantasmas siempre están ahí, y aunque hayamos invertido tiempo en domesticarlos, entra dentro de lo posible que ante determinados estímulos les vuelva a salir brevemente el instinto. Si de verdad estamos aprendiendo algo y si no vamos de boquilla en nuestro declarado empeño de no repetir los errores, esas recaídas deberían ser fugaces y dejar paso a sentimientos más nobles. Pero veo que no es tan fácil enunciarlo como llevarlo a la práctica. O simplemente es —y esto tiene peor remedio— que hay quien no está por la labor.

Eso es lo que percibo en las reacciones desmesuradamente agrias, algunas ruines sin matices y empapadas de bilis vengativa, que han acompañado al adiós de la plataforma. Nadie pedía sumarse a las loas —quizá también excesivas y un tanto desmemoriadas— que han salido de otros labios. Habría bastado el silencio o, por qué no, unas inocuas palabras de compromiso. No había ninguna necesidad de embarrar el campo descalificando en los términos más gruesos un trabajo que, contemplado con una mínima objetividad, ha resultado imprescindible para llegar a donde quiera que estemos. ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer lo obvio?

No niego que fui crítico con los primeros pasos de Gesto. Incluso, que al contemplarlos retrospectivamente, sigo viendo lagunas. Tampoco se me escapan los intentos de instrumentalización por parte de intereses oscuros. Sin embargo, creo que la evolución posterior, la opción valiente de situarse allá donde les podía alcanzar (y de hecho les alcanzaba) el fuego cruzado de tirios y troyanos, compensa con creces lo anterior. Y mucho más, el empujón hacia la calle a tantas y tantas personas que hasta entonces se guardaban dentro lo que sentían. Sin eso, seguiríamos en el viejo tiempo.

El tic justificatorio

Aparte de estar unos cientos de metros por debajo de las expectativas y quién sabe si de lo moralmente aceptable, el problema del llamado suelo ético es su enorme fragilidad. Basta una coma mal puesta en una frase, un adjetivo de más o de menos, un gesto de interpretación múltiple o, directamente, una pedrada lanzada a posta para que le nazca un bache con amenaza de convertirse en socavón. Aún sin estrenarlo, el terreno sobre el que supuestamente pensamos edificar la convivencia futura ya luce —o sea, desluce— unas cuantas grietas. Quiero pensar que no son daños importantes, incluso que entran dentro del presupuesto de una tarea tan endiabladamente complicada a la que, para colmo, nos enfrentamos con poca experiencia y demasiado mediatizados por lo que hemos sido, dicho y hecho en el pasado reciente. Quiero pensar también que, si no todos, sí una gran mayoría está dispuesta a desprenderse de vicios adquiridos y, desde luego, a no alimentar nuevos.

Entre estos últimos me empieza a preocupar el que da título a esta columna: el tic justificatorio. Ojalá sean solo cosas mías, pero últimamente voy percibiendo en ciertos discursos y actitudes un fondo de disculpa —a veces implícita; a veces explícita— de la violencia. De todas las violencias, sí, pero especialmente de la de ETA. Parece como si se estuviera instalando o tal vez emergiendo a la superficie la idea de que, a fin de cuentas, lo que ocurrió fue un mal necesario o, de cualquier modo, una respuesta proporcional y motivada por una provocación previa. En algunos casos, esa lógica perversa en sí misma va un paso más allá y, conforme el calendario nos aleja del último atentado, se abre paso una suerte de reelaboración amable de los días del plomo. Vendría a ser el equivalente de los que dulcifican el franquismo recordando que instauró la Seguridad Social. De ahí a la amnesia voluntaria hay un trecho muy corto, tengámoslo en cuenta.

Agonía de ETA

Me estoy haciendo tan cínico, que he abandonado la fila de los que hacen rogativas o exhortativas sobre, por y para la disolución de ETA. No diré que por mi como si se operan, pero viniendo de donde venimos, este barbecho prolongado y sin otra salida que la recalificación del solar se me antoja un mal menor de lo más llevadero. Incluso, dada mi cierta inclinación lírico-morbosa por los fenómenos crepusculares, le estoy encontrando su puntito a asistir desde butaca de patio a la patética y a la vez impúdica extinción de la bicha. Cualquiera con una gotita más de pundonor habría corrido la cortina del biombo para no dar tres cuartos de su agonía indecorosa al pregonero. Pero no; entre el exhibicionismo y el recato, la banda siempre ha optado por lo primero, igual cuando tenía la herramienta de matarile en perfecto estado de revista que en esta hora pre-póstuma donde las fuerzas le alcanzan justitas para autoplagiarse comunicados.

¿Que me fíe y no corra? Sí, ya sé que según se lean, algunas de las palabras de su última epístola a los filisteos —esa en la que se liaba con las agendas— pueden tomarse como un aviso a navegantes y mareantes. ETA amenazando, vaya sorpresa, ¿eh? Más bien, ninguna. En todo caso, la pereza de ver cómo vuelve la burra al trigo por enésima vez. Ya, ¿pero si no es al cereal dialéctico donde regresa, sino a las andadas que manchan el asfalto de sangre? Confieso que ni yo ni nadie nos atrevemos a descartarlo al ciento por ciento. Lo que no tengo tan claro, eso también lo digo, es a quién acojona más ahora mismo tal eventualidad. Ojalá no tengamos oportunidad de comprobarlo.

Más que ese retorno, que al fin y al cabo es hipotético, me preocupa una realidad contante y sonante que atisbo en derredor. En demasiadas conciencias y discursos las tres siglas siguen triunfando como comodín, asustaviejas o término para comparaciones odiosas. No se ha ido y ya la echan de menos.

Zabaleta y las convicciones

Palabras que caen como un directo sobre el plexo solar: “No se pueden equiparar mercenarios, como eran los del GAL y los del Batallón Vasco Español, con otro tipo de luchadores. Ni aquí, ni en Turquía, ni en Sudáfrica ni en ningún sitio. Y eso es lo que el Estado español no es capaz de abordar”. Suponen un golpe por lo que dicen —enseguida entro en eso—, pero también por quién las dice. Probablemente, lo mismo, salido de otros labios, me hubiera provocado un rechinar de dientes menor, un “¡ya estamos con la vaina!” o una mueca entre la resignación y la confirmación de la sospecha de que la cabra tira al monte. Sin embargo, que sea Patxi Zabaleta el autor de esas frases me llena de zozobra, alarma y… No quisiera escribir desengaño, pero ahí le ronda.

Tengo hacia Zabaleta un aprecio personal parejo al grandísimo respeto político que me inspira. Más allá de acuerdos y desacuerdos en esta o aquella postura, creo que ha demostrado de largo y pagando un alto precio que sus actos han estado guiados por una base ética difícil de ver en otros protagonistas de la vida púbica. Su influencia en la deslegitimación de la violencia de ETA es innegable. Estoy seguro de que gracias a sus declaraciones firmes, serenas y, por encima de todo, sensatas, muchas personas fueron capaces de vencer la inercia y dar el paso hacia donde estábamos los que creemos que el asesinato no es una forma aceptable de lucha sino la más inaceptable de todas.

De ahí, precisamente, nace mi perplejidad y mi desazón, porque ayer el coordinador de Aralar vino a decir exactamente lo contrario. Para ponerlo peor, aludió a unas presuntas convicciones que convertían en menos deplorables a unos verdugos que a otros. Qué territorio más peligroso. ¿No mataban Pol Pot, Pinochet o el mismo Hitler por un supuesto ideal? Creí aprender de Zabaleta que se puede morir por las convicciones, pero no asesinar por ellas. Sin excepciones.

Juicio a la Universidad

Hay un célebre enunciado con truco para poner en evidencia el funcionamiento imperfecto de los mecanismos mentales. Se le dice a alguien de corrido que Hitler ordenó exterminar a los judíos, los gitanos, los homosexuales y los carniceros. Nueve de cada diez personas sometidas a la prueba reaccionan preguntando por qué a los carniceros. De algún modo, se da por asumido que había motivos para perseguir a los otros grupos nombrados. Evidentemente, la sorpresa se manifiesta solo en el bote pronto y como fruto de la trampa. Basta medio segundo para que reaparezca la sensatez.

Cuento esto porque yo mismo acabo de morder un cebo parecido. Cuando leí que mañana van a juzgar a dos profesores de la universidad pública vasca a los que se acusa de prevaricación por haber matriculado a dos deportados de ETA, lo primero que me salió de ojo fueron los nombres. ¿Xabier Aierdi y Enrique Antolín? Pero si… Ahí mismo frené, porque me di cuenta de que lo siguiente era aceptar que si se hubiera tratado, pongamos, de Karmelo Landa, el asunto habría resultado medianamente lógico. Pues no, estaríamos ante idéntico atropello. Y el hecho de que el juicio tenga lugar en el presunto nuevo tiempo tampoco lo convierte en una arbitrariedad mayor. En el viejo habría sido igual de denunciable.

Antes y ahora, aquí y en la luna, independientemente de la filiación y la biografía de quien se siente en el banquillo o del signo zodiacal bajo el que se celebre, esta actuación judicial es un desmán. Como han expresado atinadamente los más de mil compañeros de la UPV/EHU que han firmado un manifiesto de apoyo a los encausados, cualquier docente podría haber corrido la misma suerte que Aierdi y Antolín, que lo único que hicieron fue cumplir una función que tenían encomendada. Por haberlo hecho están —qué ironía más siniestra— imputados por prevaricación y ante una petición de ocho años de inhabilitación. Y le llaman Justicia.

Expectativas

Garikoitz Aspiazu Rubina, más conocido en según qué círculos como Txeroki, se dirige solemnemente al Tribunal Especial de lo Criminal (le pongo mayúsculas para darle mayor empaque) de París que lo juzga, junto a otros ilustres de ETA, por un secuestro. En los prolegómenos, las aclaraciones. Primero, la de garganta para que la voz se proyecte como requiere un ceremonial así. Después, la de su papel en la función: actúa, viene a decir, no en su mismidad de ser humano con capacidad para pensar y expresarse por sí propio, sino en comisión de servicio. Es la organización toda la que hablará por su boca, anótese el matiz. En la lengua de Molière, Simone de Beauvoir, el inspector Clousseau y Sarkozy, por cierto.

Y se pone a ello. Bueno, en realidad, aún no. Antes de llegar al presunto solomillo del mensaje, o sea, al titular que aguardan —tampoco con excesiva ansiedad, no nos engañemos— Pirineos abajo un puñado de plumillas, procede otro ramillete de explicaciones. Quiénes somos, de dónde venimos, por qué hacemos lo que hacemos y estamos “humildemente orgullosos” de ello, en qué nos apoyamos para no reconocer a los togados de ahí enfrente… En fin, el ritual clásico, lo que marca el protocolo, que no por consabido ha de ser saltado. Mucho menos en esta ocasión tan señalada.

Muy comprensible, nos hacemos cargo, pero, ¿y la frase para destacar entre comillas? Un momento, que hay que vestirla un poco citando a Durao Barroso (Oh, la la!), Van Rompuy (Mon Dieu!) y, por intermedio de estos, a Jean Monet (C’est ne pas possible!). Luego, unas líneas más de contexto hasta que, por fin, en el penúltimo párrafo del documento de 826 palabras se proclama que “la organización lamenta el daño que les ha podido causar a todos los ciudadanos que, sin ninguna responsabilidad en este conflicto, han sufrido un daño a causa de la actividad de ETA”. Eso es todo. ¿Alguien esperaba más, acaso? Por lo visto, sí.

La ponencia

Ayer no se hablaba de otra cosa en las calles vascas. Por lo menos, en las de la demarcación autonómica. Venga arriba y abajo con la ponencia. Que si los de EH Bildu habían dicho tal, que si los del PP cual, pero que los del PNV y el PSE opinaban que pascual, si bien era cierto que el de UPyD —al que se citaba por el nombre y dos apellidos— había dejado bien claro que tracatrá… Cada esquina, cada farola, cada terraza cubierta o sin cubrir, cada cola de la pescadería, cada ascensor eran réplicas a escala del parlamento donde ciudadanos y ciudadanas cruzaban elevadísimos y documentadísimos argumentos favorables, contrarios o entrambasguas sobre la cuestión. Ni el precio de los abonos del nuevo San Mamés, ni si hay que echar a Montanier a pesar de la resurrección de la Real, ni si la nevada del martes fue la más gorda del siglo, como dijo Maroto, o solo una más. El único asunto de debate, charla, coloquio o comadreo era la ponencia. Así, en genérico, sin añadir lo de “paz y convivencia”, que a estas alturas no hacen falta más detalles porque aquí el menos versado tiene un doctorado en la cosa.

Lástima que no sea ni medio verdad. Lástima, en realidad, que sea totalmente falso, y que hasta estas líneas estén condenadas de antemano a la lectura del cada vez menos numeroso puñado de muy cafeteros que manifiestan cierto interés sobre la materia. ¡Pero eso es tremendo, don columnista! ¿Cómo es posible que a un cuerpo social se la traiga al pairo algo tan esencial como el cierre de las heridas del pasado, muchas aún sangrantes, y la construcción de un futuro a prueba de recaídas? Tengo mis teorías al respecto, no necesariamente condenatorias, pero me falta espacio para exponerlas. Solo sé que ocurre. Y estaría bien que se dieran por enterados y enteradas quienes ayer en el Parlamento vasco volvieron a hacer de la ponencia una excusa para lucirse… cuando lo triste es que casi nadie los miraba.