Algo sí hemos aprendido en materia de acciones y reacciones. No hace tanto tiempo, la sentencia del caso Bateragune habría sido seguida de una o varias noches de cristales rotos y contenedores humeantes. Esta vez la cosa parece que se ha quedado en unas pintadas aquí o allá y, lo mejor de todo, en palabras. Muchas de ellas, cierto, todavía del viejo catecismo de soflamas cuarteleras. Pero las importantes, las que han sembrado de zozobra y confusión la acera de enfrente, venían impregnadas con otro barniz. “Que nadie abandone el camino” tiene, aunque no lo parezca, muchísima más potencia expresiva que el rudimentario “Egurra!” con que se llamaba a agitar el avispero en los días que queremos dejar atrás.
La mala noticia —que es buena según se mire— es que en el otro lado no van a renovar el lenguaje ni las formas. Seguirán con la retahíla verbal incendiaria, que es la que pone a su parroquia, y por descontado, aumentarán la dosis de carbón de la llamada maquinaria del Estado, mayormente por la parte del émbolo judicial. ¿Será la ilegalización de Sortu el siguiente paso? Nadie lo descarte. Ocurre que si se produce, una vez más nos encontraremos ante el regador regado. Como comprobamos en mayo —y también en 2001, no lo olvidemos— el Dios de las urnas escribe con renglones torcidos. No hay mejor campaña electoral que la te hacen a coste cero los del equipo contrario.
En el desarrollo de esta ecuación falta, como de costumbre, despejar la incógnita de las tres letras. Desde hace un año vengo sosteniendo que su traducción numérica es cero. Tal vez entre sus naipes quede algún basto, pero como se les ocurra echarlo a la mesa, saben de sobra que no sería precisamente al contrincante oficial al que harían la cusqui. Al contrario: los tahúres del búnker recuperarían buena parte de lo perdido en las bazas anteriores. Por eso es tan urgente que quien mejor puede hacerlo saque a ETA de la partida.