Amarillo gana

Pero entonces llegó el doctor, conduciendo un cuatrimotor, ¿y saben lo que pasó? Según la canción infantil, que todas las brujerías del brujito de Gulugú (o de Culubrú, en otras versiones) se curaron con la vacuna del galeno. En el caso que nos ocupa, más prosaico y dramático, fueron dos los doctores que llegaron, los ases de la antropología forense Francisco Etxeberria y José Maria Bermudez de Castro, y sacaron los colores a unos anacletos de la pestañí española que literalmente no distinguen los restos óseos de unos ratones de los de unos niños. Ante la apabullante evidencia, que incluía la edad exacta de las criaturas calcinadas, todo lo que se le ocurrió decir al grotesco ministro de Interior es que el mejor escribano echa un borrón. Hemos visto los suficientes capítulos de CSI y Bones —réstenle las necesarias exageraciones de la ficción— para hacernos una idea de la impericia que hay que atesorar para cometer una cantada de ese tamaño.

¿Que no hubo mala intención? Está sobradamente probado que muchas veces la ineptitud resulta más letal que la maldad. Sólo hay que pertenecer a la condición humana para imaginar el innecesario sufrimiento añadido causado por la chapuza a una familia a la que ya no le puede caber más. En segunda pero insoslayable derivada están las toneladas de carroña gratuita y con sello oficial que ha recibido la bandada de anarrosas que desde el minuto uno robaron el asunto de la agenda informativa y lo convirtieron en pienso putrefacto para engordar la audiencia. El infame espectáculo que debió desinflarse hace meses ha tenido mil prórrogas y cien mil penaltis gracias, en buena medida, a la metedura de pata de la que se dice policía científica o, como poco, de los que emiten sus comunicados de prensa.

A esta hora sigue el festín en las cloacas mediáticas. Cada energúmeno pidiendo la horca para el todavía presunto autor del crimen es una décima más de share. Amarillo gana.

Desconectar

Hubo un tiempo en que a los diez días de comenzadas las vacaciones me entraba una cierta morriña del teclado y el micrófono, y a los quince, estaba que me subía por las paredes del monazo. Se me hacía eterna la holganza y, como a veces me pillaba en lugares recónditos, para combatirla era capaz de pegarme una kilometrada hasta encontrar un kiosco donde surtirme de cinco periódicos en el idioma que fuera. Habrá compañeros de retén estival que recuerden mis inopinadas llamadas telefónicas a redacción, así como al despiste, que empezaban siendo un qué tal os va la vida y acababan como un detalladísimo boletín informativo sólo para mis oídos. Con eso tenía para ir tirando durante unas horas… hasta que delante de una de esas maravillas con cinco estrellas en las guías de viaje, empezaba a preguntarme qué se me había perdido a mi allí y mi mente comenzaba a fantasear con que era septiembre avanzado y yo nadaba entre historias que contar.

Ya no me pasa. No sabría decir desde hace cuánto, pero el gran descubrimiento de los últimos veranos —junto a que soy capaz de ponerme bermudas y sandalias— es que puedo vivir de espaldas a la actualidad sin sentir otra cosa que pequeñas y cada vez más infrecuentes punzadas de curiosidad sobre lo que estará ocurriendo. Más que eso: en ocasiones, huyo deliberadamente de cualquier artilugio susceptible de ponerme al día o cambio de conversación cuando algún bienintencionado me pregunta sobre esto o aquello con lo que abren los telediarios. Por fin voy entendiendo ese verbo, “desconectar”, que me sonaba a herejía o imposible metafísico.

No les cuento todo esto con ningún propósito definido. De hecho, es prácticamente un autoplagio de la columna de regreso de hace exactamente un año. Tómenlo como unos ejercicios de calentamiento para devolver a los dedos y las neuronas la flexibilidad perdida por falta de uso. Aguarda, mucho me temo, un curso muy duro.

Lo que no es noticia

La noticia de un perro maltratado por su dueño se convierte en un dos por tres en la más leída de las ediciones digitales de los periódicos. Nada que oponer. Hace falta ser de piedra para no sentir una mezcla de ternura hacia el indefenso animalito y rabia hacia el hijoputa con pintas que lo ha torturado. Imposible no acabar la lectura con el estómago encogido y lágrimas en los ojos. La pena es que toda esa humana emotividad se nos quede en el congelador a la vista del enésimo coche bomba que ha despanzurrado a cincuenta o sesenta personas en un lejano conflicto del que tenemos una noción voluntariamente difusa porque hay cosas que es mejor no saber.

No señalo, no acuso, no quiero provocar más incomodidades añadidas a las que ya arrastramos. Simplemente constato y, de hecho, si tratara de buscar responsables de esta sensibilidad brutalmente asimétrica, debería mirarme primero el ombligo. Aunque sea en una parte infinitesimal, yo, que trabajo haciendo centros de mesa con la actualidad, también tengo algo que ver. Cuando decides qué cuentas en el informativo o de qué hablas en la tertulia, también estás determinando lo que dejas fuera. La omisión es otra forma de elección, nada inocente, por cierto.

A fuerza de excluir de la alineación inicial de lo contable o comentable ciertas cuestiones, que tienden a ser las mismas, acabas siendo cómplice de una especie de división en castas de la realidad. La clasificación es tan caprichosa que el perro maltratado, la bocachanclada de tal o cual político o hasta el último video chorra que triunfa en Youtube merecen honores de portada y, sin embargo, sólo rastreando entre la escarabilla informativa se entera uno de que [Enlace roto.]. Media docena de párrafos en una fría nota de agencias casi invisible es todo lo que mereció la noticia. Lo normal, ¿no?

Libertad de prensa

El calendario oficial, que es una versión exagerada del zaragozano, dice que hoy toca elevar nuestras preces por la libertad de prensa. No dejen que les confundan haciéndoles creer que es otra jornada para que los periodistas nos miremos el ombligo o la agarremos llorona. La cosa les incumbe también —diría incluso que especialmente— a ustedes, que son los destinatarios de nuestros ejercicios en el alambre. Supongo que preferirán que los chupitos de información u opinión que les servimos desde este lado de la barra no estén rebajados o, peor todavía, adulterados. Si es así, esta también es su batalla.

Calma, no les estoy pidiendo que se pongan el uniforme de camuflaje y se vengan a las trincheras. De hecho, si lo hicieran, comprobarían que están vacías. A buena parte de los plumillas de este trozo del mundo —lo que viene siendo Occidente palmo arriba o abajo— es más fácil pillarnos en la máquina de café despotricando contra lo mal que está todo que localizarnos en cualquier sitio donde se esté peleando de verdad. Tendría gracia que lectores, oyentes o espectadores nos sacaran las castañas del fuego. No; bastará con que mantengan una actitud vigilante y crítica sobre los materiales que les despachamos. Pero sin subirse a la parra, claro. No nos exijan más heroísmo que a cualquier otro profesional de lo que sea. ¿Acaso quien atiende la ventanilla en un banco es co-responsable de los desahucios que ejecuta la entidad? Hagan el paralelismo correspondiente con nuestro oficio de tinieblas y saquen sus propias conclusiones.

La mía, por si les sirve de algo, es que pertenezco a un gremio con parecida proporción de buena y mala gente que los demás. Aunque el estereotipo romántico que nos persigue nos atribuye la capacidad para mover montañas a favor o en contra, lo cierto es que vamos que chutamos si de vez en cuando cambiamos de sitio una piedrecita. ¿Libertad de prensa? ¿Dónde? ¿Cuándo?

Filtraciones

Ocho de cada diez mercancías que nos cuelan bajo la etiqueta “periodismo de investigación” son más falsas que los Rolex de quince euros que se pueden apañar en el mercadillo de mi barrio. Mola mucho tirarse el moco con lo de “en informaciones a las que ha tenido acceso este medio” o ir de Sherlock Holmes, pero quien conoce un poco el percal sabe que tras buena parte de las super-mega-maxi exclusivas no hay más que un sobre con unas fotocopias —ahora también se llevan los pendrives— o una llamadita telefónica en confianza. A buenas horas iba a llegar donde llegó el Watergate si no es porque había una garganta profunda con ganas de largar.

Por tanto, menos ponerse estupendos y exquisitos. Filtraciones, las hay, las ha habido y las habrá. Y sí, casi todas son interesadas, que para eso somos humanos llenos de carencias y bajezas. Por el vil metal, en devolución o a la espera de un favor, para hacerle la cusqui a un prójimo o por puro vicio, que hay mucho cotilla. Unas pocas, justo es reconocerlo, pueden incluso atender a un fin no necesariamente innoble, como desvelarle al mundo desde el obligado anonimato que alguien ordenó torturas sistemáticas. O que uno de los que va de campeón mundial de la integridad y la lucha contra el fraude fiscal trató de despistar cien mil euros a Hacienda y se compró un casuplón billete sobre billete, ¿les suena?

Es gracioso que en este último caso, en lugar de preguntarse de dónde saca para tanto como destaca el aludido, las plumas amigas no sólo carguen contra el desconocido mensajero, sino que, además, le pongan nombre, apellido y el logotipo de una hoja de roble. Abundando en lo que escribí el viernes, se ve que hay presuntos y presuntos. Mañana o pasado, cuando les llegue por el conducto habitual el sobre correspondiente —probablemente, un contraataque—, no se andarán con tantos remilgos y mohines. Lo publicarán jurando que es un pedazo de scoop.

¿Fijación?

Exactamente igual que El Corte Inglés o Eroski incluyen en el presupuesto una estimación de los productos que les van a afanar, cada vez que dedico una columna a López & Cía doy por descontados los tres o cuatro recaditos desabridos que inevitablemente me llegarán por diferentes vías. Aunque algunos van trufados de insultos gruesos y referencias a mi parentela, no me quitan el sueño. Los aparto de mi mente del mismo modo que se retira un pelo de la sopa, con una mueca de asco que se pasa dos cucharadas más tarde. Sin embargo, entre los recibidos en las últimas semanas —mayormente en Twitter— hay una palabra cuya repetición me ha llevado a pensar: fijación. “Tienes fijación con López”, me dicen los remitentes, amparados en el semianonimato que permite el invento social de moda.

¿La tengo? Rotundamente no. Son muchos los defectos que me adornan, pero ese no está en el catálogo. De hecho, pocas cosas me provocan una pereza mayor que tener que cascarme mil novecientos caracteres sobre el penúltimo desafuero del ínclito o su séquito. Hay que ser Rachmaninov para hacer 24 variaciones sobre el mismo tema sin dormir a la parroquia, y servidor está a milenios luz de esa brillantez. No imaginan la cantidad de asuntos estimulantes (en su mayoría perecederos y por tanto, irrecuperables) que dejo sin hincar el diente por tener que ponerme el buzo para entrar de nuevo en el jardín de Nueva Lakua.

Si tanto me cuesta, no debería hacerlo, ¿no? Parece lo más lógico y es una gran tentación, pero eso supondría reconocer la victoria de los que son insistentes liándolas pardas porque esperan que los demás nos cansemos de ponerlas en solfa. Buena parte de las impunidades se sustentan en la reiteración en los desmanes y el abandono por agotamiento de los que los señalaban. Callarse, aunque sea porque te has quedado sin fuerzas y sin adjetivos, se convierte en otra forma de complicidad. Por ahí no paso.

Hello, New Hampshire

Si hoy vuelve a ser martes y todos nos hemos hecho tan sobrinos del Tío Sam como parece, toca aplicarse en New Hampshire, allá en la esquinita superior derecha del mapa del Imperio, concretamente en la región de Nueva Inglaterra. Su capital es Concord, con unos poquitos miles de habitantes menos que Portugalete y unos cuantos más que Errenteria. Como en USA cualquier ente animado o inanimado debe tener un apodo, lo llaman “el estado del granito”. Además de por eso, es conocido porque en las matrículas de sus coches se puede leer el lema “vive libre o muere” —una exageración como otra cualquiera— y, sobre todo, porque es el trocito del paraíso de las oportunidades que abre las primarias en año electoral.
Vaya, veo manos levantadas. ¿Eso no era en Iowa, donde los dichosos caucus que nos metieron desayuno, comida y cena la semana pasada? Pues no, aquello fue, digamos, el aperitivo o si lo prefieren, el ensayo general. Las primarias, lo que se dice primarias con todos sus sacramentos, arrancan hoy en este lugar donde en enero el termómetro está siempre en negativo. Luego vienen Carolina del Sur, Florida, Nevada, Maine, el supermartes a primeros de marzo y todo un no parar hasta agosto, que es cuando los partidos —en este caso, sólo el Republicano— nombran al verdadero candidato y ahí empieza la segunda parte de la chapa, que será el cuerpo a cuerpo entre el designado y Obama.
No se preocupen si se han se han perdido. Hasta el 6 de noviembre tienen diez meses por delante para sacarse el cursillo con sobresaliente. Y ahí es de donde partía y adonde quería llegar yo. Por alguna razón que no termino de explicarme, a los medios de comunicación nos ha dado cansina con lo de las elecciones en Estados Unidos. ¿Acaso no hay asuntos más urgentes y, desde luego, más cercanos a los que dedicar los menguantes recursos informativos de que disponemos? Parece que no y así nos luce el pelo.