¿Habrá periódicos mañana?

Un periódico es un libro cada día. Sumen noticias, columnas, sueltos, esquelas, anuncios… y verán cómo les salen las cuentas que hace ya mucho tiempo me calculó un veterano de este oficio de tinieblas que había pasado tres cuartos de su vida esprintando contra la hora de cierre. Una úlcera salvaje, dos pulmones abrasados a fuerza de trujas y una hernia fueron todas las medallas que había cosechado en esa impía competición de la que más de un miércoles salió perdedor. Es curioso que me acuerde de su relato y que, sin embargo, no guarde memoria ni de su nombre ni del diario -¿Hierro, La Gaceta del Norte?- en el que se dejó la piel por un sueldo que se le acababa la penúltima semana del mes. Así, anónimo pero vívido en sus enseñanzas, ha vuelto a mi mente hoy, que Noticias de Gipuzkoa, una de las cabeceras del Grupo que acoge mis trinos desafinados, cumple cinco años en los kioscos. Todo un lustro de libros que comienzan la jornada como novedades y la acaban en el montón de papel para reciclar o aguardando turno como fondo en el cajón de arena del gato.

Lo nuevo es casi viejo

Me gusta tener presente ese destino, en absoluto innoble, de las nubes de palabras que a veces nos ha costado tanto poner en fila india con cierto sentido y alguna intención. Convertidas en tinta sobre pulpa y, más que probablemente, sin que nadie se haya tomado el trabajo de pasar sus ojos sobre ellas, nos desvelan el secreto de nuestra profesión: lo último que hayamos contado se empieza a marchitar en cuanto sale de nuestros labios o de nuestros dedos y tarda dos parpadeos en ser definitivamente viejo. Y si te lamentas, como estoy haciendo yo ahora, vendrá Tagore a recordarte que las lágrimas no te dejarán ver que, en el fondo, estás siendo partícipe de algo muy parecido a un milagro. Se llama comunicación, y desde hace más de un siglo, varios ejércitos de sabios han tratado de explicarlo sin gran éxito, como prueba que unas teorías hayan ido sucesivamente echando por tierra las anteriores.

La última de las profecías de los nigromantes, y siento citarla en medio de un cumpleaños, da por hecho que a los diarios de papel les quedan tres alientos mal contados. Es cierto que lo llevo escuchando desde hace diez años, pero en esta ocasión tiene mucha pinta de ir en serio. Debería escribirlo con alarma y un nudo en la garganta, pero me puede más la curiosidad por saber qué vendrá después. Internet es la respuesta obvia. Tal vez demasiado obvia. A lo peor muere antes el periodismo que los periódicos de papel. O está muerto ya.

El imposible pacto de silencio

De niños jugábamos a sellarnos los labios y mantenernos mudos durante todo el tiempo que fuéramos capaces… que no solía ir más allá de un par de minutos. Era plantear el juego y que a todos, incluidos los tímidos que no hablaban casi nunca, nos entraran unas irreprimibles ganas de romper aquel silencio que se nos hacía eterno por la falta de costumbre. Auguro un éxito similar al pacto de discreción que ha pedido Iñigo Urkullu dos veces en la última semana, según sus propias palabras, como “mejor ayuda para lograr la paz”. Soy el primero que, aún percibiendo la sombra de una calculadora, veo encomiable la propuesta y, si fuera el caso, trataría de mantener a distancia el caliz monotemático, así tuviera que escribir columnas o montar tertulias sobre papiroflexia o macramé. Pero me temo que no vamos a tener la oportunidad de ponernos a prueba.

No. Podemos quitarnos cualquier vicio, menos el de largar, generalmente por boca de ganso, sobre nuestro viejo, doloroso y -¡ay!- familiar conflicto. Suena terrible, porque estamos hablando de asesinatos, de amenazas, de torturas, de arbitrariedades, de injusticias… Ocurre que, una vez convertidas en rutina por la fuerza de los años que llevamos desayunando, comiendo y cenando con ellas, resultan inverosímilmente manejables porque conocemos de memoria cada una de sus aristas. Dominamos al dedillo todos los protocolos que hay que seguir tras un atentado, una ilegalización, un comunicado o una denuncia de malos tratos. Da lo mismo a qué lado de la línea estemos: siempre hay un repertorio del que echar mano, a favor, en contra o entrambasaguas.

Lo que “interesa a la gente”

Sé que no pinto un panorama muy halagüeño, pero es el que me ha tocado documentar en años de trasiego con la actualidad. En las no pocas veces que he dejado sobre una mesa de charla -sobre todo, con políticos- esos otros asuntos que, cuando nos ponemos estupendos, decimos que son “los que le interesan a la gente”, he visto cómo languidecían y se agotaban en un par de turnos de palabra plagados de generalidades. Al final, había que tomar el atajo más próximo para volver al cómodo lugar común de las declaraciones y contradeclaraciones en espiral. Ahí siempre hay algo que decir.

Mientras no perdamos el miedo a movernos en terrenos no trillados, el silencio pactado que propone Iñigo Urkullu no será una opción asumible. Hasta entonces, si es que ese día llega, seguiremos abrazados al mullido fetiche de los tópicos manidos sobre nuestro viejo, doloroso y -¡ay!- familiar conflicto.

¿Quién incendia EITB?

Pensaba que las pútridas confesiones de Felipe González habían cubierto mi cupo de retortijones estomacales por un tiempo largo, pero el destino disfrazado de página de El Correo Español me deparó ayer otra catarata de bilis turbia. Como todo es empeorable, en esta ocasión el causante del terremoto intestinal no era un expresidente de gobierno aburrido de hacerse rico fuera del poder, sino un triste y dócil meritorio ascendido a furriel de la televisión pública vasca. Sí, esa misma que, entre la prepotencia y la candidez, ha sido degradada en la página 262 de los presupuestos del departamento de Cultura -Tu quoque, Blanca?- a la categoría de detergente de conciencias al servicio del rollito de primavera que comparten PSE y PP.

Investido por la autoridad que da haber fulminado la mitad de la audiencia en año y medio, que ya hay que emplearse a fondo para conseguir un hito así, sostiene el chusquero de Fort Txori que “La izquierda abertzale y sectores radicales del PNV están incendiando ETB”. El subconsciente no existe, pero insiste: 73 años después, vuelven a ser los rojos y los separatistas los que prenden fuego a Gernika. Menos mal que esta vez es sólo una metáfora, parida, eso sí, tea en ristre, porque si alguien se retrata como ducho pirómano es el gris mayoral del rancho grande.

Mansos y radicales

O no conozco mi querida antigua casa, o la lectura de la largada ha tenido que provocar un humo tan negro como el del día de nochevieja de 2008. Lo más suave que berrea el malquerido capataz sobre las y los profesionales de EITB -él se olvida de la “I”, puñetera manía- es que son un hato de mansurrones corderos que pacen hacia otro lado mientras los ejemplares más montaraces de la cuadra, la mayoría, según da a entender, convierten la pradera herciano-catódica en una Gomorra de abertzalismo furibundo.

Recuerdo haberme puesto como una hidra cuando, en la misma semana, tuve que escuchar sucesivamente que EITB era “el GAL mediático” y “el brazo periodístico de ETA”. El matiz del tamaño de la abadía de Westminster es que ambas gachupinadas venían de fuera. Esta vez la brea hirviendo, aunque ha sido lanzada desde casa del vecino (nada que objetar a la entrevista ni al entrevistador, por cierto), la ha arrojado alguien de dentro. Ahora caigo en la cuenta de que no he escrito ni su nombre. Tanto da. Sólo es un ordenanza interino al que le dieron la gorra de plato y el silbato después de que otros quince o veinte la rechazaran. Bien mirado, está haciendo su trabajo. Incluso bien, si lo piensan.

Políticos, periodistas… ¿y amigos?

Esta vida de navaja suiza que llevo me ha obligado a rechazar con todo el dolor de mi corazón la invitación para participar en el Fórum Telepolitika, que mañana y pasado reunirá a un puñado de apasionados de la comunicación pública en la renovada y coquetona Alhóndiga de Bilbao. Si, como a mi, les gusta meter la nariz en el doble o triple fondo de la política, les recomiendo vivamente que se den una vuelta por el antiguo almacén de vinos o, en su defecto, que traten de buscar las noticias sobre el encuentro. Además de como entretenimiento, les servirá como vacuna, siquiera mínima, ante la epidemia de coladores de gatos por liebres que asola el menú informativo.

Para que se hagan una idea del tipo de asuntos que se abordarán, les cuento que a mi me habían propuesto una ponencia que respondiera a esta sugerente pregunta: “¿Qué debe hacer un político para caerle bien a un periodista?” Si no les parece mal -y si sí, sospecho que también-, voy a utilizar lo que me queda de esta columna para darle media vuelta al goloso interrogante.

De saque, y a la gallega, contesto con otra pregunta: ¿Por qué tiene que esforzarse un político en resultarle simpático a un periodista? En un mundo ideal, no habría motivo. Bastaría una relación natural; cordial, si llega al caso, pero manteniendo siempre una sana distancia. Sana para ambos, pero sobre todo, para los destinatarios de los respectivos mensajes, que en definitiva son los mismos: ustedes, sí, ustedes.

Otra vez el ego

Mucho me temo, sin embargo, que una vez descendemos a la realidad, al barro de todos los días, las cosas no funcionan así. Y lamento decir que en la mayor parte de los casos la culpa es de los de nuestro gremio, y más concretamente, del ego talla XXL que gastamos. Por alguna extraña razón, la presunción de cercanía personal -no digamos ya de amistad- con un político o una polítca opera en el oficio como una suerte de condecoración. Como tal se exhibe ante el resto de la tribu, y no son pocas las veces que he asistido a patéticas competiciones para dirimir quién goza de mayor grado de proximidad o es distinguido con confidencias más suculentas.

Ahí está la respuesta. ¿Qué debe hacer un político para caerle bien a un periodista? Poca cosa, la verdad. Reírle tres gracias, pasarle la mano por la espalda, invitarle a un café y a unas pastas en su despacho, enviarle una postal autografiada por navidad, hacerle partícipe de cualquier simulacro de off the record bajando la voz. No hay mucho más misterio. Esa es la tarifa oficial.

Hubo reunión, pero no la hubo

Bajé hace un tiempo del pedestal a la gran deidad del periodismo Ryszard Kapuściński y, metido en gastos de sacrílego, últimamente me he atrevido a darle la vuelta a una de sus sentencias universales. Decía el polaco, y así se titula su catecismo más famoso, que los cínicos no sirven para este oficio. Yo pienso exactamente lo contrario. Creo que son las almas blancas y puras las que no tienen bola que rascar en el quehacer este de tratar de enterarse de cosas y contárselas a los demás. Sin un cierto grado de retorcimiento en el colmillo, sin conchas de galápago o resbaladizas plumas de pato, sin la malicia para marcar a la derecha con el intermitente antes de girar a la izquierda, no hay forma de resguardar el estómago de úlceras en el mester de juglaría contemporáneo. A veces, ni aún así, que por algo los plumillas estamos entre los mayores consumidores de antiácidos.

Voy de la teoría a la práctica. Tomar esa distancia aparentemente caradura me está ayudando a no terminar hecho un ocho en el penúltimo enredo de las reuniones entre el PSE y la Izquierda Abertzale ilegalizada, de sus consecuentes repercusiones en el pacto sociopular y, en el mismo rebote, en el actual escenario político. Y ahí les acaba de quedar escrita la palabra clave: escenario. No olviden nunca que esto es una función donde tiene que haber arlequines, polichinelas, pierrots y demás personajes, algunos hasta repetidos.

Antón Pirulero

Basándome en esa premisa, que ya es tramposa de origen, soy capaz de pensar al mismo tiempo y sin contradicción que el famoso encuentro se celebró y que no tuvo lugar jamás. Lo primero me consta porque lo ha publicado este mismo periódico y, de propina, el de la acera de enfrente. Lo segundo es más difícil de explicar, así que dejémoslo en que me lo trago porque me conviene, igual que de niño me resultaba más ventajoso creer en los Reyes Magos que no hacerlo. Lo de “La verdad os hará libres” es un buen eslogan, pero no mejor que “El algodón no engaña” o “Si quieres tener salud, come pipas de la Cruz”.

Dejémonos, pues, de grandilocuencias. Sólo estamos una vez más en otra edición de Antón Pirulero, donde cada cual tiene que atender a su juego para no pagar prenda. El PSE y la Izquierda Abertzale tienen que reunirse y decir que no lo han hecho. Al PP le toca ofenderse muchísimo y amenazar con romper la Santa Alianza, sabiendo que de momento no lo hará porque afuera hace frío. Los periodistas cínicos debemos hacer como que el asunto carece de trascendencia aunque la tenga por arrobas.

A favor de los profesionales de EITB

Empiezo a teclear esta columna con plomo en las yemas de los dedos y la duda de si llegaré a poner el punto final o si en la décima línea se me presentarán los implacables agentes de la autocensura a pedirme que borre todo y cambie de tema. La única vez hasta ahora que he escrito aquí sobre mi antigua empresa, sólo para enarcar las cejas por el enésimo tuneo del mapa del tiempo, recibí media docena de patéticos anónimos insultantes. Sí, patéticos, porque sus mediocres redactores -de esos que no distinguen “haber” de “a ver”- no tuvieron en cuenta que un mensaje enviado a través de internet lleva adosada y bien visible una cosa llamada “dirección IP” que permite adivinar el origen sin necesidad de llamar al CNI. Todos, menos uno cuya autoría también tengo identificada, venían del rancho grande. Un par de ellos, qué triste, contenían la marca de presuntos seres humanos que hasta anteayer me palmeaban la espalda.

Por algún misterioso fenónemo físico, las críticas dirigidas a los comportamientos de algunos miembros de la actual Dirección de EITB, cuando llegan al edificio de Capuchinos, acaban impactando en las trabajadoras y los trabajadores. Yo mismo padecí ese molesto prodigio en mi último año en la casa. No fueron pocas las veces que me tomé como afrenta personal una página sobre las malas audiencias o, incluso, sobre la sombra de sospecha en no sé qué contrato a una productora. Va contra cualquier lógica, pero me consta que es así. Sé lo que se siente cuando el nombre de tu casa, a la que quieres a pesar de todo, sale en los papeles con los ojos bizcos o los pies zambos. Por eso me he largado este cansino preámbulo: quiero dejar muy claro que no escribo contra quienes sigo considerando mis compañeras y compañeros.

Jasone y Maite

De hecho, escribo a favor, muy pero que muy a favor, de las personas que continúan manteniendo actitudes que algún día agradecerá esta sociedad que merece unos medios de comunicación públicos dignos de tal denominación. Personalizo en Jasone y Maite, que han sido expedientadas por hacer exactamente lo que debían: en un caso, negarse a firmar una pieza que le habían dado precocinada, y en el otro, denunciar la tropelía.

Trae menos problemas hacerle caso a un jefecillo inquisidor que a la propia conciencia. No sé qué represalia aguarda a las dos periodistas que han dado el paso al frente, pero estoy seguro de que ambas la tendrán por buena. Y con ellas, el resto de profesionales que ante ésta u otra Dirección no están dispuestos a tragar cualquier cosa.

Los otros 267

Una de las razones por las que me hice periodista es la tremenda curiosidad que me despertaba lo que venía después del colorín-colorado de los cuentos infantiles. En mi precoz escepticismo, siempre sospeché que la parte de verdad interesante de esas historias empezaba, justamente, donde terminaba el relato canónico. Algo me decía que la vida conyugal de Blancanieves o Cenicienta con sus respectivos príncipes azules tenía mucha más miga que la fantasiosa precuela que había quedado impresa. El tiempo y el oficio me han demostrado, trasegando ya con hechos reales, que por bien que aparantemente se resuelvan, tarde o temprano a sus protagonistas felices se les atragantan -sigamos con el ripio- las perdices. Desde Gabino el de los catorce al profesor Neira, pasando por Ingrid Betancourt, es interminable la lista de los pasajeros de la felicidad que han acabado estrellados en el muro de la fama.

Pueden hacer sus apuestas. La mía es que los siguientes que van sin frenos directos al despeñadero de celebridades efímeras son los 33 mineros rescatados -por Dios en persona, según algunas versiones- del vientre de la mina de Atacama. Sorprende, en su caso, la celeridad con la que están pasando del gaseoso estado heroico a la plasmática condición de villanos, que al fin y al cabo es la más humana de todas. Aunque me emocioné tímidamente cuando supe que vivían y seguí con cierta atención su regreso a la superficie hasta que al sexto o séptimo empecé a sentirme Bill Murray en El día de la marmota, otra vez vuelvo a tener la impresión de que lo más noticioso arranca ahora.

Lo que nos hemos perdido

En esta ocasión, sin embargo, no me intriga tanto lo que pueda ocurrir en el futuro con los protagonistas del cuento de hadas. Llevamos vistas las suficientes ediciones de Gran Hermano u Operación Triunfo como para imaginar que, según la nariz del representante que se echen, unos se mantendrán un tiempo de reyecitos del mambo y otros inaugurarán antros o presentarán desfiles de moda de quinta. Nada que nos sorprenda. Me resulta mucho más interesante lo que iba sucediendo en los arrabales del milagro y no hemos sabido o querido ver.

Por de pronto, anteayer nos enteramos de que, además de los 33 sepultados, en la mina trabajaban otras 267 personas. No han cobrado un puñetero peso desde el derrumbe, hace más de dos meses largos. Para ellos no ha habido focos, ni palmaditas cómplices del campechano presidente Piñera. Gran paradoja, los técnicamente más fáciles de rescatar siguen atrapados… ¡en la superficie!