Respeto asimétrico

Una vez en Roma, haz como los romanos. Esa es la recomendación que tiene media docena de versiones en diferentes idiomas… y que habrá que cambiar. Como poco, será necesario añadir que la aseveración no se aplica a los altos dignatarios iraníes. Y menos, si como acaba de ser el caso del actual presidente, de nombre Hasán Rohaní, se llega a la ciudad eterna con un pastizal bajo el brazo.

En concreto, el fulano llevaba 17.000 millones y pico de euros para fundirse en unos bisnes petroleros con un puñado de empresas italianas. Ya lo dejó escrito Quevedo: poderoso caballero es Don Dinero. Ese parné es suficiente, no ya para que se evaporen los escrúpulos ante las incontables vulneraciones de los derechos humanos que perpetra el régimen de Teherán, sino para ponerse de hinojos ante los usos dizque culturales del sujeto, y haya que tapar chuscamente las estatuas de los Museos Capitolinos que muestran alguna parte del cuerpo desnuda.

Me hago a un lado para no ser embestido por la previsible manada de Miuras progresís con su afilada cornamenta de lecciones sobre el respeto y la cortesía hacia el diferente. Lo siento, pero no trago con esa martingala asimétrica que siempre termina igual: con los laicos y/o los católicos tragando quina. Ya está bien, y más cuando el objeto de tanta deferencia obsequiosa es una teocracia que sigue colgando homosexuales de las grúas y pisoteando con denuedo los derechos de las mujeres. Pero el que paga manda. Y qué tristeza que ese lema lo practiquen de igual modo los más rojos del barrio y los reaccionarios capitalistas que acaban de resituar a Irán en el eje del bien.

Debate en tú menor

Del presunto debate definitivo vi treinta segundos. Es lo bueno de la cultura audiovisual de mi tiempo. Medio minuto da para un Quijote completo y cuarto y mitad de La Divina Comedia. Suficiente, en este caso, para comprobar la escasa calidad del paño. Soraya SdeS con sonrisa de estreñimiento (¿Pon dientes, que les jode?), Rivera frotándose las manos como si quisiera prenderse fuego allí mismo, Sánchez tirando de repertorio de vendedor de enciclopedias de Argos Vergara. Completando el cuarteto, el que me dio la impresión de estar más cómodo: Pablo Iglesias Turrión, polemista profesional, capaz de defender con idéntica vehemencia contenida arre o so, y tuteando despreciativamente al resto de los que componían la francachela.

Un momento. Deténganse en ese detalle, si es que lo era. Yo, quizá pasándome de suspicaz, lo encuentro más bien una categoría que caracteriza fielmente tanto a los contendientes como a la contienda. Extiendo, de hecho, el desprecio y la falta de respeto hacia los teóricos destinatarios del intercambio dialéctico, es decir, las ciudadanas y los ciudadanos. Quienes se tengan por tales y no por meros telespectadores a los que les da igual la final de Masterchef que una confrontación de ideas entre personas que aspiran a presidir el gobierno de un Estado tendrían motivos para sentirse un tanto molestos por ese colegueo chusco.

No digo yo que no haya que romper con ciertas rigideces artificiosas de la pugna política. Es verdad que el oigausté canta a naftalina, pero no se puede debatir sobre el futuro de un país como quien discute los ingredientes de la pizza que se va a encargar.

Pitar o no pitar el himno

Pitar o no pitar el himno español mañana en el Camp Nou, he ahí el dilema. Anoten, de saque, la profundidad de tal preocupación. Anoche soñé que todas nuestras cuitas eran así. ¿Dónde hay que firmar? Pero nada, ya que la cuestión artificialmente palpitante está ahí, entremos al trapo. Eso sí, reconozco que yo lo tengo que hacer en zigzag y con traje de neopreno porque he inventariado tantas razones a favor como en contra. O bueno, por ahí; tampoco las he contado, porque ya les digo que a mi el asunto ni mucho fu ni poco fa más allá de lo que puede amenizar una sobremesa tonta o una charleta de barra. Y vale, también como material de aluvión para una columnita al trantrán, avisando al respetable que esta vez —y supongo que otras— no se pierden gran cosa si abandonan aquí mismo la lectura.

Empezando por los argumentos favorables, me inclino por silbar la Marcha real porque sí, (o porque por qué no), por los beneficios de soltar adrenalina y el ensanchamiento de pulmones. Por el cabreo sulfuroso que se van a pillar un montón de tipejos y tipejas. Por el mal rato que pasará el Borbón joven, al que le pagan también por comerse estos marrones. Por ver cómo se las ingenia Telecinco para tapar el sol con un dedo. Y por la puñetera calavera de los jetas de la comisión antiviolencia, que amenazan con hacer pagar a los clubs la verbena.

En cuanto a los motivos para mantener silencio, los resumo en uno: si yo tuviera querencia por un himno, me cogería un rebote del quince si una multitud se ciscara sonoramente sobre sus notas. Respeto, creo recordar que se llama la vaina. Pero haga cada cual lo que quiera.

Grecia, respeto

Los grandes cantamañanas de la democracia se delatan en las derrotas. Cuando las urnas, incluso las que están a miles de kilómetros, se les ponen de culo, los ciudadanos que las llenan dejan de ser el pueblo sabio y soberano para convertirse en un hatajo de ignorantes que se echan en brazos del populismo. Es lo que estamos leyendo y escuchando sobre los griegos en las últimas horas… y —cuidado con las contradicciones— lo que muchos de los que ahora brindan a salud de Tsipras dirán ante la que parece inevitable próxima victoria del Frente Nacional en Francia.

Con lo que en ocasiones nos cuesta entender lo que pasa a un palmo de nuestras narices, resulta sorprendente que haya un conocimiento tan profundo de lo que acontece en lugares que ni se han pisado. Debo confesar que, aun documentándome y preguntando mucho, me he sentido diminuto ante la erudición sobre sociologia y demoscopia helenas que he contemplado a mi alrededor. ¡Con qué desparpajo se hablaba de las distintas tendencias del KKE, las costumbres de los electores de las periferias del Peloponeso o el perfil ideológico difuso de To Potami!

A mi me llega justito, y más por intuición que por dominio de la materia, para simpatizar con la amplia victoria de Syriza. No me vendré arriba con lo del miedo cambiando de bando ni anunciando un demoledor e imparable efecto dominó que sacudirá Europa. Me parece, sin más y sin menos, un fenómeno interesantísimo del que ser contemporáneo, y por encima de todo, la decisión cien por ciento respetable de unos ciudadanos dispuestos a asumir las consecuencias —ojalá sean para bien— de lo que han votado.

Ni lo uno ni lo otro

Cuando murió Pieter Botha, el asesino sin matices que gobernó Sudáfrica en los años más duros de la segregación y la represión contra la población negra, Nelson Mandela no dudó en mostrar sus condolencias. Podía haberse quedado en un “Descanse en paz, que Dios le perdone”, pero el hombre que pasó entre rejas todo el mandato del bautizado como Gran Cocodrilo dejó escrito lo siguiente: “Mientras para muchos Botha será recordado como un símbolo del apartheid, también le recordamos por los pasos que dio para preparar el camino hacia el pacto que fue negociado pacíficamente en nuestro país”. El gobierno de entonces —finales de 2006—, compuesto en su totalidad por víctimas del matarife, no escatimó en mensajes conciliatorios ni gestos de duelo.

Confieso que, en mi pequeñez de espíritu, soy el primero en no comprender tamaña consideración a un hijoputa de marca mayor. La registro, sin embargo, como término (extremo) de comparación con algunos de los comportamientos artificiosamente displicentes que ha provocado la muerte de Adolfo Suárez. Mientras los adoradores tardíos se salían de madre con las natillas fúnebres, otros han sentido la necesidad de aparecer como los más malotes de la cuadrilla y de marcar paquete iconoclasta. Lo revelador es que ambas reacciones tienen su origen en un desconocimiento sideral —fingido o no— del personaje y de los hechos. Al mito del Prometeo que regaló a los celtíberos el fuego democrático se ha opuesto el contramito del franquista contumaz que prolongó la vida del régimen anterior con un birlibirloque. Y la cosa es que Suárez no fue exactamente ni lo uno ni lo otro.

Respeto

De entre todas las formas de comunicar una muerte, me quedo con una de la cultura anglosajona. Tan escueta como impactante. Simplemente, al nombre de la persona fallecida se le añade una palabra: Respect, es decir, respeto. No diré que a partir de ahí sobra todo lo demás, pero sí que es optativo. Hay quien derrota por el panegírico porque es lo que le sale de dentro, quien no es capaz de expresar lo que siente, y quien lisa y llanamente no tiene demasiado que decir… o comprende que no es el momento de hacerlo.

El elogio fúnebre —ahí iba yo— no es obligatorio. Añado incluso que si es forzado o desmiente clamorosamente lo que se sostenía sobre el difunto cuando todavía respiraba, puede resultar un insulto póstumo, además de un ejercicio de fariseísmo que canta la Traviata. Tuve muy presente esta idea en las tres horas y media vibrantes del programa especial que le dedicamos en Onda Vasca a Iñaki Azkuna en cuanto tuvimos constancia de su fallecimiento. Aunque la ocasión parecía propicia y hasta por una ley no escrita de la profesión se hubiera disculpado, mi obsesión era que no se nos fuera la mano con el almíbar. Por sentido de la contención, sí, pero sobre todo, porque no me cuadraba con el protagonista real de ese tiempo de radio, que era el primero que sabía —me lo dijo un día de viva voz— que en su (inmensa) personalidad también iban de serie un puñado de imperfecciones. Naturalmente, en los muchísimos testimonios que recogimos primó lo laudatorio, lo emotivo, lo entrañable, lo sentido, que además lo era sinceramente. Pero no obviamos lo menos amable. Lo hicimos por y con respeto.

Ni el momento ni el lugar

Es tan fácil —o debería serlo— como imaginarse la situación inversa. A unos minutos del txupinazo, baja del cielo una gigantesca bandera rojigualda que obliga, por primera vez en la historia, a retrasar el inicio de la fiesta. ¿Qué nos habría parecido? ¿Qué habríamos dicho? Lo más amable, que no era el momento ni el lugar. Pero claro, no es lo mismo, ¿verdad? Nunca es lo mismo. La razón siempre nos acompaña, la nuestra es la causa buena y la de los demás, una porquería o, en los términos al uso, una fascistada.

Precisamente porque me asquea que me impongan unos colores que no siento como propios, jamás se me ocurriría pasar los míos por el morro de quienes, con todo derecho, tampoco se sienten representados por ellos. Sé en qué me convierte lo que acabo de escribir a ojos de los que expiden los certificados de vasquidad fetén. No me cuesta adelantar mentalmente muchos de los comentarios que seguirán a estas líneas en las ediciones digitales donde se publican. Abandono incluso la esperanza de encontrarme con un insulto o una invectiva que se salgan del repertorio oficial.

Pues asumiré ser un mal vasco, un traidor o lo que toque si por tal se entiende a quien, por incómodo que le resulte, se lo piensa dos veces antes de circular por el carril obligatorio, sea cual sea. Ya he anotado alguna vez que el primer derecho a decidir que reclamo es el individual. Solo autodeterminándonos como personas tendrá sentido que lo hagamos como pueblo. Y que conste que por grandilocuentes que suenen las dos frases anteriores, no son más que humildes opinones. Quizá equivocadas, eso tampoco tengo empacho en admitirlo. Me ha ocurrido en muchas ocasiones creer estar seguro de algo que luego se ha probado exactamente al revés de como lo veía.

Siguiendo ese principio del error probable, les cuento aquí y ahora que aunque la que se desplegó ayer en Iruña es mi bandera, entiendo que no fue ni el momento ni el lugar.