Pasado imperfecto

Qué profunda emoción, recordar el ayer, cuando todo en Las Ramblas me hablaba de amor… a la república que duró un suspiro. Venga, va, pongamos que fueron tres horas. Las que pasaron entre el descorche deslavazado de media docena de botellas de cava y el anuncio en labios marianos de la aplicación del 155 y la consiguiente convocatoria de elecciones. ¡Ay, aquel primer tuit de Rufián diciendo que antes pasaría un camello por el ojo de una aguja que una papeleta soberanista por el aro de los comicios impuestos! La CUP vio la apuesta y la subió a una quedada para comer butifarra el día de las urnas inaceptables. Total, para que al llegar la fecha de autos, ya con políticos encarcelados y expatriados, estuvieran todas las listas a la orden.

Y, miren por dónde, la cosa es que, contra el pronóstico de los convocantes y para su enorme pasmo, volvieron a sumar mayoría de escaños las formaciones que quieren darse el piro de la pérfida España. Lo irrenunciable entonces fue que el president designado fuera Carles Puigdemont. No había marcha atrás. Pero la hubo, y en ese lance, sí o sí, la vara de mando sería para Jordi Sánchez. Pero también hubo que apearse de esas trece, de modo que le llegó el turno a Jordi Turull, igualmente en condición de no negociable. De hecho, ni siquiera fue preciso negociar. El justiciero Llarena volvió a encerrar al tercer candidato, incluso a pesar de su discurso light a ver si colaba. Tras un nuevo intento fallido con Puigdemont, le tocó a Quim Torra, que por fin pudo acceder al cargo, pero puso en su alineación unos nombres vetados. ¿Cómo piensan que puede acabar el episodio?

Perplejidad infinita

Seguimos para bingo. Una descomunal cantada del gran latigador de la judicatura que atiende por Pablo Llarena provoca que la Fiscalía de Bruselas mande a la papelera la orden de entrega de los consellers expatriados en la capital de Bélgica, que lo es también, por cierto, de la Unión Europea. Los beneficiados por la anchoa se hacen un selfi partiéndose la caja con unas birras matutinas en la mano. Los perjudicados, osease el Tribunal Supremo, se ponen de morros como niños malcriados con nula tolerancia a la frustración y lamentan “la ausencia de compromiso de la Justicia belga”. Por si no fuera bastante descuajeringue con haber sido los autores de la metedura de pata y con la propia rabieta, inmediatamente después de hacer los pucheritos, los altos togados reconocen que todavía no han leído el fallo que están poniendo a caldo.

Esto, y siento que el esquema de la columna sea calcado al de la de ayer, casi al mismo tiempo que nos enteramos de que el ya president a todos los efectos de la Generalitat, Quim Torra, es un señor que hace año y medio se presentó en Ferraz cargando unas bolsas de plástico para formar parte de la claque callejera de Pedro Sánchez en los días en que fue depuesto como secretario general del PSOE. Eso, mientras no dejan de aparecer artículos del susodicho desbordantes de rancio esencialismo. Sin embargo, el procesismo de salón insiste en la martingala oficial de “los cuatro tuits sacados de contexto” y nos acusa de viles colaboracionistas del unionismo a los que no sabemos disimular el inenarrable escándalo que nos causa la elección de alguien con semejante trayectoria acreditada.

Procés, punto seguido

Grandiosas noticias. Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, líderes de los otrora bastiones del bipartidismo español —actualmente, tercera y cuarta fuerza, según Metroscopia—, se fotografían a las puertas de Moncloa con un palo y una zanahoria. Dicen que por ahora levantan la bota del 155, pero que al primer mal gesto de los perversos soberanistas, les vuelven a calzar el cepo, menudos son ellos. Y por si las moscas, pactan que en el ínterin controlarán las cuentas de la taifa traidora. Desde la pradera de San Isidro y junto a Begoña Villacís vestida de chulapa (se lo juro), el figurín figurón Rivera hace como que echa las muelas y aboga por “extender un 155 duro” para que los disolventes con mayoría en el Parlament se enteren de lo que vale un peine.

En otra viñeta del (tragi)cómic, el recién investido president (gracias a la abstención de la CUP, no lo olvidemos) peregrina a Berlín para que no quepan dudas sobre su obediencia al hombre que lo señaló como portador interino de la vara de mando. Qué papelón para los amigos del Procés, incluyendo los que habitamos en este trocito del mapa entre el Cantábrico y el Ebro, tener que contemporizar con la infame bibliografía presentada por Quim Torra.

Alguien con más capacidad de análisis que servidor quizá tenga a bien explicarme el porqué de semejante elección. Y ya puestos, sería magnífico conocer el motivo de la feroz defensa del personaje por parte de quienes se pasan la vida señalando xenófobos y racistas por doquier. Claro que si hay algo por lo que pagaría a gusto es por los pensamientos íntimos, allá en su lejana celda de Estremera, de Oriol Junqueras.

Catalunya, sobre la bocina

Si no hay Llarenazo que lo impida —no descartable, ojo—, todo apunta a que mañana habrá un president investido en Catalunya, e inmediatamente después, un govern. Todo, a apenas una semana para que la carroza se volviera calabaza, es decir, para la convocatoria automática de otras elecciones. La primera pregunta es si para este viaje han sido necesarias semejantes alforjas como las que llevamos coleccionadas en los últimos seis meses. Ocurre, me temo, que la respuesta no va a salir de la reflexión, sino del corazón, o sea, de las tripas, que son desde hace mucho los motores del soberanismo y del antisoberanismo.

Empezando por los segundos, a ellos plín, pues duermen en el cómodo Pikolín que supone dejar a los otros cocerse en su propio jugo, cárceles, expatriaciones y procesos judiciales incluidos, mientras crecen el encabronamiento y/o la apatía de la sociedad. Qué más quieren las huestes de Naranjito que seguir medrando en la encuestas a costa de aparentar que son el freno y el látigo del separatismo. En cuanto a Rajoy, si algo le incomoda, es lo mencionado: que el pastel se lo está comiendo otro. Más allá de esa faena, el catalán no es su problema.

Y en cuanto a quienes van a investir al president número 131, es de probable que argumenten que la culpa de esperar al último minuto ha sido de los villanos del otro lado. Puede que no sea incierto, pero el solo hecho de señalarlo implica reconocer quién llevaba la manija… y quién la va a seguir llevando. Por lo demás, desde el 21 de diciembre, ha habido unas cuantas oportunidades de encontrar una solución como la que ha acabado cayendo por su propio peso.

Más allá de la denuncia

Con indescriptible candidez, se incurría una y otra vez en la manida metáfora del choque de trenes. Si ya hace tiempo se vio, como poco, la desproporción en el tamaño y la potencia de cada convoy, ahora acaba de quedar muy claro que lo que falla es la comparación. Lo que el soberanismo catalán tiene enfrente es un muro que, por lo menos hasta la fecha, se ha demostrado infranqueable. El unionismo español ha salido victorioso en prácticamente cada envite. Incluso cuando ha palmado alguno, como fue tener que tragarse las urnas que persiguió con denuedo, la reacción se tradujo (literalmente) en una soberana paliza.

Anoto aquí al margen que la somanta del 1 de octubre fue lo más parecido a una fuente de legitimación internacional. Consistió en unas horas de fotos y vídeos corriendo por ahí, cuatro osados dirigentes de segunda fila expresando su protesta y, tristemente, no mucho más. La Europa oficial y el resto de cortadores planetarios del bacalao corrieron a hacer piña con los que habían mandado a repartir leña. Ídem de lienzo cuando empezó la primera razzia de encarcelamientos y fugas para evitar dar con los huesos en la trena.

Ahora que ha llegado la segunda fase de la operación represora cabe, por supuesto, la denuncia más contundente. En los medios a los que uno tenga acceso, en la calle, en las redes sociales. A grito pelado, con insistencia, sin desmayo. Completamente de acuerdo. Pero inmediatamente después de la protesta —o, mejor, al mismo tiempo— procede asumir de una vez que no basta con tener toda la razón o la mayor parte. Esta batalla no solo es cuestión de Justicia. También de realismo.

El traidor traicionado

Caray con las 155 monedas de plata de Rufián. Han resultado de ida y vuelta. Ahora el que se siente vendido es el que fue acusado de vendedor. La sospecha de traición es un clásico en cualquier grupo. Pura condición humana. O condiciones, en plural, porque lo habitual es que se junten la desconfianza hacia los otros y la inseguridad respecto a uno mismo. Siempre es más fácil echar la culpa a los demás, y no es improbable que la tengan. Solía decir Leopoldo María Panero que el problema de los paranoicos como él era que al final había alguien que los perseguía de verdad.

En el caso que nos ocupa, el de Carles Puigdemont, la sentencia es cierta en varios sentidos. En el literal, porque hay una justicia injusta que va tras él por tierra, mar y aire (Zoido dixit), pero, además, en otros metafóricos. También tiene el aliento en su nuca de la propia leyenda que se ha forjado, impeliéndole a ser el héroe que seguramente nunca sospechó que sería. Y para empeorar la situación, termina de acorralarlo el mismo peso de sus actos. Era cuestión de tiempo, y no de mucho, que llegara al final de la escapada.

Diría que la conciencia —¿o consciencia?— de todo eso es lo que le llevó a escribir los ya celebérrimos mensajes a su (descuidado) amigo Comín. Tal y como se disculpó, un humano momento de debilidad de alguien sometido a enorme presión, pero de igual modo, un arranque de lucidez y de sinceridad. Si no pusimos pegas a la difusión del “Luis, sé fuerte” de Rajoy ni al “Compi-yogui” de Letizia Ortiz, no cabe desviar el debate para evitar lo sustancial del episodio. En cuatro palabras: “Esto se ha terminado”.

¿Todo sigue igual?

Tirando del clásico manido, la ciudadanía catalana ha hablado. Otra cosa es que vayamos a ponernos de acuerdo sobre lo que ha dicho. Por lo que voy viendo en los apenas minutos que han pasado desde que el escrutinio ha quedado visto para sentencia, casi todos pueden cantar su trocito de victoria. El que más, claro, Carles Puigdemont, a quien ya nadie podrá discutirle que es el líder del independentismo. Será difícil toserle, aunque tampoco está muy claro cuál es su futuro. ¿La cárcel? Con el batacazo que se ha pegado el PP, Rajoy le tendrá más ganas que antes.

En cuanto a Esquerra, para declararse ganador, deberá contarse en bloque. Es verdad que los soberanistas vuelven a ser mayoría absoluta. Pero con menos votos, y de nuevo dependiendo de una capitidisminuida CUP, que va a hacer valer sus cuatro escaños como si fueran oro.

Al otro lado, el constitucionalismo encabezado sin la menor duda por Inés Arrimadas dará por cautivo y desarmado al Procés. Lo que no podrá será hacer efectiva su victoria numérica. El éxito no le dará para ser presidenta. De los Comunes y el PSC, poco que decir. Poco pintaban y menos parece que van a pintar. No están los tiempos para los grises. O para las medias tintas, no sé bien.

¿Estamos donde estábamos el 27 de septiembre de 2015? La tentación es pensar que sí, pero luego uno se consuela pensando que no nos bañamos dos veces en el mismo río y que la experiencia es un grado. Muy pronto vamos a saber si se ha aprendido algo por el camino o si estamos condenados al día de la marmota en un bucle infinito. ¿Reservo hotel para dentro de seis meses? Más de uno me lo recomienda.