Da exactamente igual que uno se empeñe firmemente en no ver el programa televisivo del momento. Antes bastaba con no sintonizar el canal en el día y la hora de emisión. Ahora, sin embargo, prácticamente hay que sacarse los ojos y poner en suspenso todos los sentidos. Y ni así. Por más precauciones que se adopten, el artefacto en cuestión acaba impactando contigo a través de sus mil y una formas de repicarse. Me pasó con las muy bien pagadas y perfectamente racionadas confesiones de Rocío Carrasco, y he vuelto a caer con el show patético de Miguel Bosé en la cadena más progresí del espectro radioeléctrico.
No les vendré con la vaina censora sobre a quién no se debe entrevistar. Después de haber asistido a conversaciones con los peores delincuentes del país o del plantea, me escandaliza lo justo (es decir, absolutamente nada) que se ponga un micrófono a una antigua estrella convertida en grotesco negacionista de la pandemia y difusor de memeces en bucle con voz de farlopa. Por bajo que sea el nivel de la audiencia, no creo que las bravatas de un pobre diablo acabado vayan a provocar una revuelta de mascarillas quemadas. Me da más qué pensar el hecho de que haya quien se pase por el arco del triunfo los escrúpulos más básicos y saque tajada —además en dos entregas— de los desvaríos de un infeliz.