Los grandes cantamañanas de la democracia se delatan en las derrotas. Cuando las urnas, incluso las que están a miles de kilómetros, se les ponen de culo, los ciudadanos que las llenan dejan de ser el pueblo sabio y soberano para convertirse en un hatajo de ignorantes que se echan en brazos del populismo. Es lo que estamos leyendo y escuchando sobre los griegos en las últimas horas… y —cuidado con las contradicciones— lo que muchos de los que ahora brindan a salud de Tsipras dirán ante la que parece inevitable próxima victoria del Frente Nacional en Francia.
Con lo que en ocasiones nos cuesta entender lo que pasa a un palmo de nuestras narices, resulta sorprendente que haya un conocimiento tan profundo de lo que acontece en lugares que ni se han pisado. Debo confesar que, aun documentándome y preguntando mucho, me he sentido diminuto ante la erudición sobre sociologia y demoscopia helenas que he contemplado a mi alrededor. ¡Con qué desparpajo se hablaba de las distintas tendencias del KKE, las costumbres de los electores de las periferias del Peloponeso o el perfil ideológico difuso de To Potami!
A mi me llega justito, y más por intuición que por dominio de la materia, para simpatizar con la amplia victoria de Syriza. No me vendré arriba con lo del miedo cambiando de bando ni anunciando un demoledor e imparable efecto dominó que sacudirá Europa. Me parece, sin más y sin menos, un fenómeno interesantísimo del que ser contemporáneo, y por encima de todo, la decisión cien por ciento respetable de unos ciudadanos dispuestos a asumir las consecuencias —ojalá sean para bien— de lo que han votado.