Tras la impotencia por el asesinato machista número ene, de nuevo la repulsa. Cada vez expresada con fintas y jeribeques verbales más hipnóticos. Aunque es inevitable lo de lacra que hay que erradicar, se van incorporando a los floridos discursos nuevos palabros que quieren decir mucho y se quedan en parrapla. Puros formulismos para llenar silencios, para cubrir el expediente, quizá también para tranquilizar la propia conciencia en la creencia de que un poco de blablablá es menos que nada. Ocurre que luego va la realidad y nos descojona el teorema, que salta por los aires junto a nuestras impecables intenciones. Otra muerta más, y otra, y otra, y otra. Y hay que repetirse o insistir, como decían atinadamente mis periódicos de referencia. De hecho, cualquiera que siga a este humilde plumilla sabe que la columna presente es prácticamente un calco de ni sé cuántas escritas en parecidas circunstancias.
En este punto, pregunto si es mucho pedir que esa insistencia trascienda las frases hechas. Ya no voy a abogar para que se actúe con firmeza, sin miramientos y dejándonos de rollitos pseudogarantistas siempre a beneficio del matón. Qué va, me conformo con algo más simple. Por ejemplo, en lugar de gastarse la garganta con la letanía de la educación, ¿qué tal si me acompañan a echarle unos salivazos dialécticos a aquellos de mis presuntos colegas que, fieles a su vomitiva costumbre, han vuelto a convertir en espectáculo amarillo chillón o marrón mierda el último crimen? Puede que sirva de poco, porque lo seguirán haciendo, pero qué menos que hacerles saber que son unos —¡y, ay, unas!— indeseables.