A estas alturas del marzazo creo que está escrito, dicho o vomitado casi todo. No abundaré demasiado —o procuraré no hacerlo— en la mala uva, los (terapéuticos) chistes biliosos ni en el análisis de lo que podría o debería ocurrir aún, que es algo que simplemente me resigno a contemplar, una vez comprobada las escasa utilidad de hacer quinielas y quimeras. Y ahí les apunto ya una de las enseñanzas que, más allá de la lectura puramente navarra, deberíamos extraer de la enésima repetición de un fiasco telegrafiado: en política los deseos no deben imponerse a los tercos hechos.
La candidez en las expectativas multiplica exponencialmente la decepción cuando estas no se cumplen. El cabreo infinito y la sensación de estafa son, en buena medida, el resultado de haber dejado que el corazón se ocupase de asuntos que debían ser de la cabeza. Me hace una gracia más bien triste cuando escucho a los representantes de los grupos que se han quedado compuestos y sin moción de censura asegurando que ya se olían la pifia. En la mayoría de los casos, bastaría que repasasen sus propias declaraciones de los días previos para comprobar hasta qué punto ellos y ellas también contribuyeron al embeleco. Que sí, que esta vez parece que va en serio, decían. ¿Eran intentos de provocar que su feliz profecía se autocumpliese? Sirva como atenuante, pero ojalá también como aprendizaje y recordatorio de una frase que está llena de verdad: la primera vez que me engañas es culpa tuya; la segunda es culpa mía. Fiarse de quien ha dado sobradas muestras de no ser de fiar conduce a consecuencias desastrosas. A la vista está.