Domingo 14 de junio de 2015
EL Grupo Parlamentario del PNV en las Cortes Republicanas no se agotaba en José Antonio Aguirre e Irujo, sino que tuvo muchos diputados más. Uno de ellos, elegido en 1933, fue Juan Antonio Kareaga, abogado, profesor en la Universidad de Deusto, afiliado en esta organización, al que llamaban familiarmente Juanón. Buen orador y de buena planta, solía decir que los jelkides, cuando fallecían, no solían ir ni al cielo, ni al purgatorio, ni al infierno, sino que se pasaban toda la eternidad en el limbo cantando el Agur Jaunak.
Quería ejemplificar con su socarronería lo ingenuos que habíamos sido frente a una derecha tan dura y radical, a la que habíamos respetado y salvado sus vidas para obtener como respuesta de ella que aquellos sublevados contra la legalidad republicana nos tildasen de responsables de todos los males “por auxilio a la rebelión” por lo que nuestros mayores habían caído fusilados o estaban encarcelados o en el exilio.
Pero no todos los jelkides fueron pasto del limbo. Los hubo también de uña en el rabo, como algunos de aquellos diputados a los que llamaban de “la minoría de cemento”, guapetones como Kareaga o feos como Robles Arangiz, particularidad recogida -“Me han venido los diputados vascos y uno es feísimo…”- en las memorias de Manuel Azaña. Sin embargo aquel feo diputado era un líder sindical como la copa de un pino y su trayectoria avaló un trabajo magnífico en ELA.
Aquellos jelkides tenían claro el quinto mandamiento -No matarás- y habían tratado de ser consecuentes con él en años en los que la religión guiaba sus vidas. Lo malo es que ha pasado mucho tiempo y parece que recordar estas cosas son propias del abuelo Cebolleta. Y, sin embargo, hacerlo sigue siendo más actual que nunca porque aquella herida se cerró en falso y la transición y la Ley de Memoria Histórica no pusieron las bases para que quedara claro quién había sido quién. Tampoco los gobiernos de Euzkadi que hemos tenido han hecho gran cosa por recoger un legado y una historia, por lo menos oral y documental, de lo que fue aquello. El día a día y la falta de sensibilidad ante asunto tan grave han dado esta cosecha. Desgraciadamente, la historia la escribe el vencedor y se la cree el vencido. Sobre todo si el vencido no ayuda a que la verdadera historia se sepa.
Por eso, ahí tenemos al dirigente del PP y exjuntero vizcaino Carlos Olazabal, con su lanza en ristre y rocín andante subvencionado, tratando de sembrar, de manera continua, sospechas sobre la conducta de aquella buena gente, distorsionando la historia en sus aparentes libros de documentos, también con el último que acaba de editar, jaleado en La Razón, ABC y El Correo Español el pasado abril, poco antes de iniciarse la campaña electoral.
Dice Olazabal que él no es historiador, lo que constituye la única verdad, y que él solo recopila, pero no opina, lo que es rotundamente falso. Cojo el título de la entrevista que, como no podía ser menos, le dedicó El Correo Español el día del aniversario del bombardeo de Gernika: ”Mussolini aconsejó a Franco que pactara con el PNV la autonomía de Euskadi”. Y en ABC: “Hubo elementos del PNV que financiaron el alzamiento de Franco (Fíjense que dice alzamiento y no sublevación). Lo que diga Urkullu me importa un bledo. Están en el mito, no en la verdad documental”.
Este comentario, como ha recordado el historiador Luis de Gezala, venía a cuento de la respuesta que Urkullu, siendo presidente del EBB, dio a su primera obra (de la misma editorial del PP), titulada Pactos y traiciones. De San Sebastián al Pacto de Bilbao, en la que se despachaba a gusto contra ese “estilo de publicismo neofranquista y demonizador del nacionalismo vasco”. En la entrevista, Olazabal se permitía sugerir incluso que la Fundación Sabino Arana oculta documentación o no la expone, opinión a tener en cuenta proviniendo de alguien que, como todos los investigadores, ha tenido libre acceso a los fondos documentales y que pertenece a un partido político, el PP, cuyo gobierno ha cerrado el acceso a archivos públicos y sus fondos, algunos de siglos de antigüedad, con el argumento de la “seguridad nacional”. Al respecto, el historiador Gezala se revuelve con referencia a títulos de capítulos como el comentario de “el PNV colabora con la conspiración” y “Franco y Aguirre, dos caminos paralelos”.
Olazabal, en su libro, dice aportar pruebas de una reunión de Leizaola con Franco en Salamanca en abril de 1937, siendo don Jesús consejero de Justicia y Cultura del Gobierno presidido por Aguirre, para ver cómo se tenían que rendir. No aporta ninguna prueba. Y, preguntado por el papel del PNV, dice que primero jugamos con la derecha, luego con el Frente Popular y al final tomamos una decisión por territorios. “El PNV de Guipúzcoa pactó sublevarse si lo hacían los carlistas, y mantenerse neutral y asegurar el orden público si lo hacían los militares. Cumplió en Álava y en Navarra. Pero no en Vizcaya ni en Guipúzcoa”… Y así todo. En este cúmulo de falsedades e interpretaciones torcidas o con medias verdades, Olazabal lanza infundios y pergeña teorías peregrinas editadas para hacer daño. Y ante eso quiero recordar a aquel ejército sin armamento, sin mandos profesionales, cercado y tratado con la hipocresía inglesa y francesa del Pacto de no intervención, aislándoles de mala manera. Quiero recordar aquellos siniestros y terribles bombardeos para minar la moral de la población, que tuvo que enviar a sus niños al extranjero. Quiero recordar las peticiones de ayuda en el vacío y quiero recordar que a una sublevación militar la bautizaron como “Santa Cruzada”. Quiero recordar asimismo a jóvenes ilusionados defendiendo una causa y cómo en dos meses tuvieron que crear una administración y lo primero que hicieron fue fundar la Universidad Vasca. Quiero recordar cómo Irujo trató en Madrid de que en los consejos de Ministros no se dictaran penas de muerte y se humanizara la guerra y deseo recordar cómo Franco tuvo ayuda militar de fascistas italianos y nazis alemanes así como de su Guardia Mora.
Y no quiero que se olvide cómo los burukides del PNV se echaron a suertes en la playa de Laredo quién se quedaba, presumiblemente en la cárcel (algunos, fusilados como Azkue y Markiegi) y quién se iba fuera a seguir la lucha, salvando las figuras del presidente del EBB y del presidente del Gobierno, y cómo Juan de Ajuriaguerra, artífice del Pacto de Santoña con los italianos, volvió de Baiona para seguir la suerte de las tropas vascas. Se pudo quedar en la Euzkadi continental, pero con su ejemplo mantuvo la moral de los suyos. Los jefes seguían la suerte, la mala suerte, de los gudaris. Para que ahora nos hablen de cercanía.
Y me detengo en la carta-orden que los miembros del EBB, encarcelados como él, le obligaron a dejar su huelga de hambre con estas letras: “Reunidos en El Dueso, hoy 9 de septiembre 1937, Arzelus, Markiegi, Alberdi, Unzeta, Artetxe y Solaun, acuerdan comunicar a Ajuriaguerra que en evitación de un conflicto mayor que pudiera ser más perjudicial para todos, debe desde este momento deponer su actitud y empezar de nuevo a alimentarse”. Preguntado posteriormente si pensaba morirse de hambre, Ajuriagerra contestó que no: “Pensé simplemente que los militares me fusilarían sin contemplaciones”.
Pronto, los oficiales y miembros del partido pasaron a disposición del Juzgado Militar por el delito de rebelión armada. Ante el capitán juez instructor, Ajuriaguerra hizo el historial del pacto y las condiciones de rendición que no se habían cumplido con los italianos. Y a continuación se negó a contestar las preguntas del juez, declarando no reconocer la competencia del Tribunal que pretendía juzgarle. Instado por tres veces, se mantuvo en su negativa. Entonces, el juez sacó su pistola:
– “Ante esto ya declarará usted”, le dijo.
– “Puede usted disparar, pero me niego a toda declaración”, le contestó impertérrito Ajuriaguerra.
Y al Juez no le quedó más remedio que levantar el Acta.
Esta gente escribió con oro la historia del PNV que pretende manchar Olazabal. Y es hora de que se cuente bien y con solvencia. Así como en Alemania no se tolera que se ponga en cuestión el Holocausto, aquí las instituciones deberían estar más volcadas en algo tan propio de una identidad como la historia bien contada, sin dejar el campo a las manipulaciones que, como la de Olazabal, pululan por las librerías.
Y para ello hemos de pasar del limbo al ataque, a la respuesta, a contar la historia tal y como fue para que no se vuelva a decir que la historia la cuentan los vencedores y se la creen los vencidos.