José Antonio Aguirre ante el Comité Americano del Premio Nóbel

Jueves 9 de abril de 2020

En su día leí algo que cuento en la presente crónica sobre la presencia del Lehendakari en el hotel Waldorf Astoria durante la guerra mundial y de cómo había pronunciado un discurso ante el Comité del Premio Nóbel. Aquello me había impactado pues el que el presidente de un país perseguido y que había perdido una guerra fuera tan respetado como para buscar su opinión y considerar que su palabra les interesaba  me gustó mucho como vasco. Son cosas que te suben la moral, por lo que la primera vez que fui a Nueva York, amén de visitar los lugares emblemáticos, quise ir al hotel Waldorf Astoria una de las referencias mundiales en hostelería de lujo.

Y allí fui como mi hermano Jon en un viaje en que íbamos casi de mochileros, por lo que entrar  en aquel templo de lo exquisito, imponía. Entramos, vimos su imponente hall y nos fuimos al bar central a tomarnos una coca cola. El camarero nos miró con cierta distancia pero estar allí como si fuéramos los Rockefeller me sirvió para meterle la chapa a mi hermano menor sobre la importancia que había tenido el Lehendakari Aguirre en aquellos años boreales para haber estado allí.

Y es que el 27 de Agosto de 1941, después de 24 días de navega­ción, llegaba a Río de Janeiro el doctor José Andrés Álvarez Lastra y su familia a bordo del mercante sueco «Vasaholm». La irregularidad de su situación le empujaba a abandonar el Brasil cuanto antes. Su llegada era conocida en Nueva York y en Buenos Aires por sus amigos. Pero guardaban todos, un secreto absoluto, porque una indiscre­ción podría causarle perjuicios por tratarse de un caso de falsedad de documentos para encubrir la personalidad del Presidente Vasco.

Nada más llegar le comunicaron al Lehendakari una grata noticia. Mr. Stevenson, a quien conocía de la guerra en Euzkadi ya que había sido cónsul en Bilbao y a quien había escrito una carta a Moscú, estaba de Cónsul General en Río de Janeiro. Cuando le visitó lo re­conoció a pesar del bigote. Los dos hombres se estrecharon en un abrazo emocionado. Por medio de él llegó a la emba­jada de los Estados Unidos en la que le pareció al Dr. Álvarez necesario y correcto explicar su situación. Como no tenía documentos que acreditasen que era verdaderamente Agirre, Stevenson los suplió. Fue acogido con verdadera simpatía. De la embajada quedaron en avisarle tan pronto como recibiesen las instrucciones de Washington.

Pasaron unos días. Le llamaron de Nueva York por telé­fono. Llegaba la noticia que le habían anunciado. Había si­do designado para explicar una cátedra en la Universidad de Columbia.

Aquel mismo día le llamaron de la embajada estadounidense, porque el embajador señor Caffery quería tener una conversación con el Presidente perseguido. En la reunión le comunicó que acababa de recibir instrucciones por las cuales le había sido concedida, así como a su familia, la residencia permanente en los Estados Unidos. Le felicitó asimismo por su designación en la Universidad de Columbia.

Al Lehendakari le pareció que el mundo había dado la vuelta.

En los Estados Unidos Agirre escribió su libro «De Gernika a Nueva York pasando por Berlín» donde contó las pe­ripecias de su huida por la Europa ocupada por el nazismo alemán. Termina su narración con un importante llamado al que denominó «Mensaje de Gernika a las Américas». A pe­sar de estar dirigido a aclarar posiciones y puntos de vista determinados de aquel momento político, conserva hoy, en los aspectos fundamentales, una extraordinaria vigencia. Ojalá no esté lejano  el día en que con este libro publicado por la edito­rial vasca EKIN se haga el guión de una película llena de aventuras y de diáfano mensaje de las ideas allí explicadas.

En marzo de 1943 el interés por los problemas de la Europa en guerra seguía creciendo en los círculos políticos, intelectuales y económicos del país. Ya empezaba la preocu­pación de lo que había de realizarse el día de la restauración de la libertad en la sociedad de la post-guerra.

Y se trabajaba pensando en el futuro. Con este fin se constituyó en New York una oficina de «Ayudas y Res­tauración de Europa” después de la guerra. La dirección de ese organismo fue puesta en manos del ex-Gobernador de New York, Lhemans, uno de los hombres de confianza del Presidente Roosvelt. Técnicos de todas clases eran prepara­dos para esa compleja labor. Las Universidades principales fueron encargadas de esa misión, y con ese objetivo desfila­ron por esas aulas todos aquellos técnicos o personalidades que podían orientar sobre los problemas europeos.

En la Universidad de Columbia bajo el título de «Inter­nacional Administration» funcionaba uno de esos gabinetes de preparación. El 11 de Marzo de dicho año correspondió al Presidente Agirre dictar una conferencia sobre los proble­mas benéficos y religiosos en Europa con relación a las ideas totalitarias y los diferentes problemas nacionales de Europa.

Habló Agirre durante una hora y, durante tres cuartos de hora más contestó a las diferentes cuestiones que se le plantearon.

Fue despedido con una prolongada ovación —a pesar de la naturaleza técnica del lugar y de la materia— y recibió una carta de la Dirección de dicho Instituto que comenzaba  así:

«Deseo expresarle mi profundo agradecimiento por la interesante conferencia que dio Vd. ayer a nuestro grupo. Estos señores han venido oyendo durante los últimos seis meses, a varios oradores, pero puedo asegurarle, y con ello no exagero, que ninguno ha tenido una acogida tan entu­siasta como la suya. Varios miembros del grupo han venido a visitarnos con el especial objeto de expresarnos su gratitud por la oportunidad que han tenido de oírle a Vd. En resu­men, varios de ellos han manifestado su deseo de tener otra oportunidad de entrevistarse con Vd., con objeto de hacerle preguntas sobre determinados asuntos que les interesan».

En la misma carta solicitaban de Agirre nuevas conferen­cias que fueron pedidas por los técnicos que asistieron en la mencionada.

También recibió el Lehendakari una afectuosa invitación del Conde Coudenhove-Kalergi para que asistiese al Congre­so de Pan Europa que se iba a celebrar en los salones de la Universidad de New York al poco tiempo.

La organización de Pan Europa fue creada en 1923 por el Conde Coudenhove-Kalergi. Fue Presidente de Honor de la misma el gran Arístides Briand y contaba entre sus aso­ciados a la mayoría de los políticos más destacados de la época entre ellos a Churchill, Edén, Benes, etc. Durante el período de la amenaza nazi y de la tímida política de apaci­guamiento de las enclenques democracias el deseo de la Federación europea sufrió un gran quebranto. Pero la guerra y la preocupación del futuro dieron un impulso a la idea y una fuerte autoridad a la organización.

Por aquellos mismos días se recibió en la Delegación del Gobierno Vasco de Nueva York, la visita de una Comisión de Periodistas uruguayos en viaje oficial por los Estados Unidos, donde habían recorrido y visitado diversas instala­ciones de guerra. En la visita a la Delegación rogaron al Pre­sidente Agirre unas palabras de saludo para el Uruguay que fueron retransmitidas por radio aquella misma noche en la emisión especial que los periodistas uruguayos tenían conce­dida todos los días de su estancia en los Estados Unidos.

Ante el Comité Americano del Premio Nóbel

A finales de 1944 la II Guerra Mundial parecía estar to­cando a su fin. El avance aliado en toda Europa pronostica­ba la estrepitosa caída de un Reich que según los nazis iba a durar mil años pero que en ese momento amenazaba ruina inminente.

Las posibilidades de un cambio en la Península Ibérica se acentuaban y el mismo franquismo trataba de capear el tem­poral que se le venía encima cambiando su agresivo lenguaje y haciendo concesiones a las «decadentes democracias».

José Antonio de Agirre creyó llegar el gran momento pa­ra el pueblo vasco. Después de años de espera y lucha se abrían nuevamente las posibilidades para los vascos. Su tra­bajo, ya considerable de tiempos atrás, se vio recargado co­mo consecuencia de las inquietudes que en víspera ya del fin de la contienda internacional, suscitaba el mundo de la post­guerra.

Sus días eran de agobiadora intensidad. El 10 de Di­ciembre de 1944, después de las obligadas clases de su cá­tedra en la Universidad de Columbia, hizo uso de la palabra en la Universidad de Nueva York exponiendo una interesan­te tesis sobre la influencia de las dictaduras en el continente americano. A continuación participó, juntamente con las personalidades más relevantes del mundo intelectual, en un trascendental acto organizado por el «The América Nobel Comitee» para celebrar solemnemente el cuarto aniversario de las actividades de dicha entidad.

Efectivamente, el «The América Comitee» fue fundado el año 1941 como consecuencia de la suspensión en Europa del Comité encargado de adjudicar los premios a las mejores obras merecedoras del galardón establecido por el filántropo Nobel. Desde ese mismo momento, en las mismas fechas en que los tribunales de Estocolmo y de Oslo acostumbraban reunirse para decidir respecto al valor y derecho a premio de los trabajos en competencia, se reunía en Nueva York el «The America Nobel Comitee» para recordar la institución creada por el insigne hombre de ciencias sueco, proclaman­do que su internacionalismo y sus afanes intelectuales por la paz, el trabajo y el progreso no habían sido olvidados a pe­sar de la guerra. Y así, anualmente, se celebraba un acto, en él participaban las más destacadas personalidades de la cul­tura en sus diferentes manifestaciones.

En el cuarto aniversario, los vascos tuvieron la satisfac­ción de ver cómo los esfuerzos de su Presidente, eran debi­damente apreciados. El hecho de la presencia de un líder en exilio, como lo era Agirre, requerido para intervenir en el acto, constituyó una honrosa distinción, para su persona y para la causa que representaba.

Los oradores, que según su especialidad o preocupación privativa sirvieron al tema «Educación para la paz en el mundo de la postguerra», fijado previamente como obliga­ción, fueron los siguientes:

Sigrid Undset, Premio Nobel de Literatura 1918.

Sir Norman Angel, Premio Nobel de la Paz 1933. Doctor Halvdan Koht, antiguo Primer Ministro de No­ruega y Premio Nobel de la Paz.

Doctor Jhon V. Studebaker, subsecretario de Educación de los Estados Unidos.

Doctor José Antonio de Agirre, Presidente del Gobierno Vasco en el exilio, y profesor de la Columbia University. Waldemar Aempffert, editor de Ciencia del «New York Times».

Doctor Hemrik Dam, premio Nobel de Fisiología 1943. Doctor Edward A. Doisy, premio Nobel de Medicina 1942.

Doctor Herbert Casser, premio Nobel de Física 1944.

Doctor Isidor Rabi, premio Nobel de Física 1927.

Hon P. Williams Fulbright, senador por Arkansas y autor del «Fulbright Resolution».

Ken Cooper, director de la Associated Press.

Edgar Cobac, Presidente de la Mutual Broadkasting Sistem.

Darril F. Zanuck, productor de la renombrada película «Wilson».

Los discursos fueron radiados y recogidos en discos. Es­tos, además de su aplicación para la película que se filmó, sirvieron, según propósito del Comité organizador, para presentarlos a los tribunales Nobel de Estocolmo y Oslo en testimonio de afecto al Organismo Internacional instaurado por el químico sueco y también como una serie de valiosas opiniones y resoluciones, demostrativas de la preocupación de la época en los medios intelectuales surgida por la necesi­dad que tenían de adoptar para el futuro enérgicas medidas encaminadas a evitar las guerras. Como se sabe, esta pre­ocupación constituyó la postrera obsesión del donante.

Más de 1.500 personas llenaron totalmente los amplios y lujosos locales del Bellvedere Room del hotel Astoria. Allí se congregó lo más distinguido en ciencia, arte y política de la cosmopolita ciudad de Nueva York y sería inútil registrar nombres prestigiosos, pues su enumeración  obligaría a extendernos demasiado.

Sí queremos consignar con satisfacción que el Lehendakari Agirre llamó poderosamente la atención del auditorio, como quedó demostrado por el hecho de que se le tributara el más caluroso de los aplausos al terminar su discurso, cuyo moti­vo central fue la defensa de la libertad de los pueblos y de los individuos, grandes o pequeños, como único medio para de­terminar en todos un sentido de responsabilidad, sin la cual no caben conciertos individuales no colectivos y sí el fascis­mo y la esclavitud.

Es una bonita y desconocida historia  de prestigio que conviene recordar.

El primo pirata del Lehendakari Agirre y su exquisito Delegado

Miércoles 8 de abril de 2020

Hay temas que dan para varias películas porque hay historias vascas desconocidas que merecen o un libro, o un documental o una serie porque además, se trata de gentes que sirvieron a una causa como el de la libertad en tiempos de guerra. Se trata del primo del Lehendakari Agirre, Juan Gómez Lekube, más conocido como el Cojo Gómez, que fue todo un pirata en los mares, ríos y lugares de contrabando entre Colombia y Panamá y que gracias a la fidelidad a su primo y al Delegado del Gobierno Vasco en Colombia, Francisco Abrisketa, que tenía una red de informadores de curas, monjas y misioneros dominaron toda esa zona vital con información hacia los aliados. El Cojo Gómez y el Lehendakari ilustran la cabecera de este trabajo. Se diría que tienen un aire.

De esa historia me habló mucho Patxi Abrisketa, un abogado economista egresado en Deusto, que fue muy activo en la Juventud Vasca de Bilbao en tiempos de la República y en tiempo de guerra fue el encargado de las industrias movilizadas y que, exiliado en Colombia fue el Delegado de Aguirre antes de irse a Washington a trabajar en el Banco Interamericano de Desarrollo, el servicio de  Estadística de la OEA, y a su vuelta a Colombia, profesor en varias universidades en Bogotá, creador de la cátedra de estadística de este país, miembro de la Sociedad Bolivariana y con una Biblioteca  vasca que llenaba su casa de Bogotá. Allí le conocí al presidente Virgilio Barco, que era su vecino y quien me habló de sus parientes enterrados en la Catedral de Santiago siendo asimismo Patxi el hombre clave para abrir puertas cuando en mayo de 1983 organizamos tres días de estancia del Lehendakari Garaikoetxea, con visita al Palacio de Nariño donde le recibió el presidente Belisario Betancourt.

Patxi era la llave de todas las puertas. Y era la memoria histórica. Había hecho lo mismo cuarenta años antes, en 1943, cuando el Lehendakari Agirre visitó Bogotá y fue recibido por el presidente López Pumarejo, ese señor alto de la foto, y por el ex presidente Eduardo Santos, ese señor al que el Lehendakari Agirre señala junto a la esposa del escritor Germán Arciniegas, Dña. Gabriela en una comida oficial. Y es que los dos viajes fueron de primerísimo nivel, porque hay que decir, además que la presencia vasca en Colombia, sobre todo en el Departamento de Antioquia, es muy señalada.

Hablar pues con Patxi y organizar cosas con él era un gusto y un aprendizaje. Lástima que no haya hoy hombres universales como aquellos y con vidas tan interesantes e intensas.

En 1982, miembros de la Colectividad  Vasca auspicia­ron la traducción al euskera de «Crónica de una Muerte Anunciada» de García Márquez, bajo el título de “Heriotza Iragarritako Baten Kronika». Allí estuvo Patxi con el editor Katarain, el de la “Oveja Negra”, moviendo el cotarro.

Como he comentado, se daba entonces la particularidad de que en Bogotá existía una de las bibliotecas privadas vascas más extensas, en la cual se guardaban por encima de 9.000 libros, folletos y publicaciones sobre temas vascos. También era muy valiosa la colección de libros sobre Euzkadi que tenía en la capital de Colombia el aboga­do gasteiztarra, José Luis de la Lombana. De este personaje, con Josu Erkoreka editamos un libro con su intervención  en Nueva York contra la guerra civil española en el Madison Square Gardens, contextualizando el momento.

El gobierno vasco nacido en 1936, tuvo su Delegación en Colombia. Por este orden, fueron delegados Francis­co de Abrisqueta, Andrés Perea Gallaga y Fernando Irusta. La delegación canalizó, a través del gobierno de Aguirre, valiosos servicios indirectos en la II guerra mundial, que contribuyeron a la custodia de zonas estratégicas del área geográfica del Caribe y del Pacífico colombiano y panameño.

A estas labores contribuyó una figura vasca de aventura y leyenda. Luis Gómez Lekube, getxotarra. Su vida de bucanero, de corso del siglo XX ha dado lugar a  varios libros y a una  biografía en inglés («A Wanted Man El Cojo Gómez in Colombia», by Kay Hummel).

El «Cojo Gómez», que cojo era desde que los carabineros colombianos le partieron de un bala­zo una rodilla, dominó por años las selvas impenetra­bles del Chocó que separan a Colombia de Panamá. Dominó por la violencia de sus armas, los nudos que desarrollaban sus embarcaciones contrabandistas rápidas («Euzkadi» iba a llamarse el yate panameño que pilotaba en aguas del Pacífico) y la lealtad de los cholos, los indios cunas, que le creían invulnerable a la metralla. No así de los negros moradores de case­ríos costeros. A tres «morenos» los compraron para que ultimaran a Gómez Lekube en un playón de pes­cadores y lo echaran al mar, el de sus travesías de matute, al mar que lo tragó como a pirata del siglo XVIII en algún ataque a Portobello o Cartagena de Indias.

Porque conocía de a pie la jungla y por lancha las bahías, le llamaron cuando los dos países fronterizos convinieron sus límites entre manglares y ciénagas, y cuando se trató de vigilar el canal panameño de los submarinos alemanes y de las radios japonesas. Tre­ce expedientes judiciales a un lado y otro de la frontera le fueron sobreseídos al Cojo Gómez, el contra­bandista sigiloso, querido, temido y odiado, el pirata de las dos costas, la colombiana y la panameña, para que así se aviniera a prestar un servicio dentro de la ley, cuando otro Lekube, suu primo, le pidió que ayude a la causa aliada: «Por Euzkadi, lo que me pidas».

En 1942 hizo una visita oficial a Colombia, el presi­dente José Antonio de Aguirre. Era parte de una larga gira por Sur América que tuvo notable resonancia política. Su presencia constituyó un verdadero acontecimiento que atrajo a lo más selecto de los dirigentes y del estudiantado bogotanos a sus conferencias del Teatro Colón y de la Universidad Nacio­nal. Las autoridades dieron al presidente vasco altas distinciones protocolarias, entre las que no faltó la invitación en Palacio a la mesa del presidente Alfon­so López Pumarejo.

Es una pena que guionistas, directores y productores vascos no conozcan estas historias  que bien merecerían que las viésemos todos en pantalla pues son cosas que ocurrieron y que tenían el móvil de la defensa de los intereses vascos. Si conoce alguno, hágasela llegar por favor.

De Areilza, el gran camaleón, a Agirre el líder con principios

Martes 7 de abril de 2020

Se perfectamente quien fue José María Areilza. Lo digo para anticiparme a cualquier crítica en relación a juntar dos personalidades tan distintas como Aguirre y  quien fuera el primer alcalde de Bilbao tras la ocupación militar. Con Josu Erkoreka escribí un libro, ”Dos Familias Vascas” y a mí me tocó estudiar a Areilza, un personaje del mundo de Neguri y con un pasado siniestro y a quien conocí, aunque previamente supe de él, no solo por el discurso criminal del Coliseo Albia en 1937, sino lo que me contó D. Manuel de Irujo y que luego se ha hecho viral, como se dice ahora.

Irujo estaba harto de que tanto Areilza como Dionisio Ridruejo, dos ex falangistas, fueran a finales de los sesenta los abanderados de la democracia en España, y, ¿qué hizo cuando le pidió estar con él?. Muy sencillo. Reprodujo el texto de la intervención de Areilza en el Coliseo y luego le recibió tras escribir un artículo con ese impactante y descriptivo título. ”Los conversos a la cola”.

Posteriormente le conocí a Areilza cuando quiso mediar con ETA y tras varias entrevistas con Xabier Arzalluz y Gorka Agirre y, asimismo, cuando quiso desmontar la casa Torre de Zamudio y llevársela a Madrid, cosa que impidió una pareja activa de afiliados al PNV. Posteriormente hablé varias veces con él en distintas reuniones y en una le dije iba a reproducir en un libro su semblanza de Agirre, cosa que agradeció, pero al poco me escribió una carta diciendo si podía cambiar una frase de la parte final del trabajo. Donde ponía que Aguirre se había equivocado quitar esto y poner lo que leerá usted a continuación. Previamente en el centenario de  Sabino Arana  en 1965 había redactado un folleto sobre Sabino  porque él, que era muy listo, captó en su anemómetro que con semejante pasado como el que tenía al servicio del régimen no tenía lugar en la democracia y como buen camaleón hizo todo lo posible para que nos olvidáramos sobre quien había sido.

He elegido estas fotos tan significativas. La del Lehendakari Agirre en Lehendakaritza, con Basaldua y Rezola, una presidencia que estaba en el hotel Carlton, y la otra, la foto de la ignominia que tuve que comprar la de Areilza bajo el balcón del hotel. Caído  Bilbao, el trofeo que le supuso a Areilza como alcalde franquista ir al Carlton, previa eliminación del cartelón de Lehendakaritza y sacarse una foto vestido de falangista y levantando el brazo. Ere era Arteilza, pero también lo que escribió sobre José Antonio en su libro, ”Así los he visto”. Es largo pero es bueno. Decía así:

«Me unían con José Antonio de Agirre relaciones de buena vecindad. Vivía yo desde 1932 en un barrio residen­cial de Getxo, cercano al Abra de Bilbao. José Antonio tenía su domicilio a pocos metros de mi casa y utilizaba el mismo tren suburbano, esperándolo en idéntica estación. Nuestra parroquia común era obligada plataforma de coin­cidencia dominical. El Párroco, don Ignacio, aunque de fi­liación carlista, mantenía hacía los feligreses una actitud de­cidida de neutralidad católica. Eran los años de la República y de la polémica antirreligiosa. José Antonio había pasado de la Alcaldía de su pueblo, para la que fue elegido el 14 de Abril en nutrida votación, a ocupar un escaño en el Congre­so como diputado de Bizkaia por el distrito rural. Había si­do, además, elegido por Nabarra. Era ya conocido en las Cortes por sus intenciones vasquistas y también por su ro­tunda postura frente al anticlericalismo del Gobierno, en lo que coincidían sus esfuerzos y discursos con el resto de la lla­mada minoría vasconabarra en la que se alineaban carlistas y monárquicos nabarros y alabeses. En las fiestas de mayor relieve, como Semana Santa o Corpus, el palio de honor de seis varas era repartido por el párroco con hábil zorrería. José Antonio Agirre y yo llevábamos las varas delanteras; yo a la derecha y él a la izquierda. Decían las malas lenguas que las otras cuatro iban a parar a un consejero de cada uno de los Bancos locales entonces en abierta rivalidad y a dos fe­ligreses de la zona campesina, uno carlista y otro nacionalis­ta, dando así un perfecto equilibrio al que llamaban palio de la coalición. Después de la ceremonia solíamos reunimos un rato en la sacristía y entre bromas y veras anudamos él y yo una normal y civilizada relación de amistad a pesar de nuestras bien distintas actitudes políticas.

Eran los tiempos en que Vizcaya se había incubado, len­tamente, la atroz tragedia que estallaría después. Todavía la convivencia humana predominaba sobre la pasión política. Aún los valores de la formación religiosa indiscutida de un gran sector de la opinión pública del País, la del nacionalis­mo vasco, lo definían como un movimiento de la derecha católica, de inspiración democrática, con fuerte y acusado sentido de avance social. En el derrumbamiento del 31, el nacionalismo salió reforzado con numerosos avances electo­rales en los municipios de la provincia. José Antonio pensó en aprovechar aquél triunfo para arrastrar a los demás sec­tores de la derecha burguesa asustada y desalentada, al reco­nocimiento de una plataforma común en la que junto con la confesionalidad católica y la defensa del orden social se reivindicara un estatuto de autonomía para la región vasco-nabarra. Tomó Agirre la iniciativa del proceso, junto con otros tres alcaldes de elección popular en Estella, en cuya plaza de toros tuvo lugar la proclamación del proyecto que se denominó más tarde con ese nombre. Carlistas y Monár­quicos fueron en conjunción estrecha con los nacionalistas a ese combate en que se buscaban también objetivos diferen­tes. Los unos trataban de encontrar aliados para acabar con la República; los otros, de poner un valladar a la marea an­tirreligiosa; los de más allá, de sumar adictos al propósito de la autonomía regional.

Es difícil de explicar ese clima a los que no lo hayan vivi­do» Yo fui testigo del acto de Estella, pintoresco, popular, ferviente, con sus desfiles municipales por el ruedo en un abigarrado y contradictorio folklore en que se exhibieron banderas de toda clase, menos de la República, y en la que Agirre y seis oradores más hablaron en términos, a veces tan distintos y hasta contrapuestos, que no se definía bien cuál era el denominador común. En aquellos mismos días hubo otro acto, en Gernika, multitudinario. Agirre habló sobre autonomía y estatuto en su estilo peculiar, premioso y fogo­so a un tiempo. Luego hablaron un carlista y un integrista; notable personaje de larga proyección ulterior el primero; canónigo de futura promoción episcopal el segundo. El tradicionalista, llevado a su pasión en la defensa del orden reli­gioso amenazado, habló literalmente de «cortar las amarras» con el resto de España, si la península se empeña­ba, mayoritariamente, en darse una República laica, anticle­rical y atea. Y de hacer en el rincón pirenaico euskeldun, una tierra católica, derechista, con un concordato particular negociado con Roma. Todo ello entre el delirante entusias­mo de la multitud. El canónigo, castelarino en su estilo, tampoco se paró en barras. Calificó con el mejor repertorio de la zoología peyorativa a los que «al otro lado del Ebro» representaban una raza liberal y maldita y querían imponer al País Vasco una normativa jurídica contraria al catolicis­mo integral. Oyendo aquel torrente oratorio, uno sacaba la impresión de que Agirre era el autonomista moderado, mientras los otros eran capaces de llegar a las más delirantes secesiones en aras de sus fervores cristianos. Cuando se ana­liza, leyendo los primeros documentos, el origen del na­cionalismo sabiniano, a fines del pasado siglo, se hallan raíces ideológicas tan idénticas a esa formulación que la se­mejanza induce a meditación.

El camino iniciado por José Antonio Aguirre tenía su más visible repercusión en las generaciones jóvenes. El procedía del campo de las juventudes católicas diocesanas que en el paréntesis de la Dictadura albergaron anchos sec­tores del nacionalismo entonces en obligada clandestinidad. Empezaron a formarse en esa época los primeros núcleos de «mendigoizales», con aire paramilitar, especie de requetés de la ikurriña bicrucífera, que se reunían en asambleas y fes­tivales mitad montañeros y mitad religiosos. Recuerdo ha­ber asistido a uno de estos actos en el santuario de Iciar lle­vado a la curiosidad, dada mi condición de veraneante en las cercanías. Habló Agirre a tres o cuatro mil jóvenes tocados de impedimenta montañera, en la plaza inmediata al San­tuario. Bajaron luego los muchachos, en grupos, carretera abajo con sus makilas, cantando hacia el pueblo de Deva, atiborrado de veraneantes. Entre ellos se hallaba un caballe­ro ya entrado en años y en carnes, de estatura mediana, ves­tido con sencillez y de porte marcial inconfundible, semioculto tras las gafas de sol. Miraba, aquel espectador soli­tario, el desfile con visible atención. Un amigo al que en­contré entre el público me susurró al oído: «Es el general Orgaz. Ha venido de incógnito, desde San Sebastián, para ver la calidad y el número de estos mozos que al fin y al cabo son de derecha, católicos militantes y tienen mucho de co­mún con el requeté». Creo recordar que a los pocos días de este episodio celebró el general una larga entrevista con Agirre para ver de llegar a una base de entendimiento con aquel sector del País Vasco que representaba más de un ter­cio del cociente electoral —en Bizkaia casi el 45— y pertenecía ideológicamente al campo antirrevolucionario.

Pero aquella hipotética aproximación se hizo más difícil cada vez, hasta terminar en violenta y abierta ruptura. La dialéctica interna del sistema republicano llevaba en sí la gé­nesis de ese enfrentamiento. El problema catalán se planteó como un condicionamiento originario del régimen con lo que antagonizó a casi toda la derecha del resto de España, que a su vez comenzó a mirar con hondo recelo al autonomismo vasco. Se vio éste congelado en el Parlamento por la izquierda en una primera etapa, desde 1931, por su catolicis­mo abierto —el «Estatuto vaticanista», lo llamaba Prieto con sorna y en una segunda etapa, desde 1933, por radicales y cedistas que lo veían como un nuevo problema de riesgo secesionista, aunque en su origen fuera el movimiento de in­discutible raíz derechista. Y ello empujó a los líderes del na­cionalismo a buscar un apoyo en la izquierda por entender que, en definitiva, solamente de ahí podrían venirles solu­ciones constitucionales a sus deseos de autonomía y des­centralización. Era una reacción que dentro del contexto político de aquellos años resultaba lógica y probablemente inevitable.

Aunque situado en el campo contrario y luchando en candidaturas opuestas, tuve yo muchas conversaciones con José Antonio Agirre —y también con sus compañeros dipu­tados, Ramón de Vicuña y José Horn— sobre esa problemá­tica que me parecía sumamente peligrosa y, a la larga, perju­dicial para el país. Agirre estaba lanzado a la acción proselitista y confiaba en el gran apoyo popular que nunca le faltó. Tenía ante las masas del país extraordinaria capacidad de convocatoria. Era un hombre sencillo y directo; creyente y practicante, sincero y discreto; de una vida personal ejemplar. Estaba convencido de su razón y entregado a lo que estimaba su tarea vocacional. Tenía escasa talla; su cuerpo atlético de deportista y espaldas anchas; nariz y per­fil típicamente vascongado, a lo Pepe Arrúe; pelo rizoso ti­rando a rubio; mirada sonriente y directa. Cuando jugaba en el Athletic, de interior derecha, practicaba un juego segu­ro y sin florituras, tirando bien a gol, con limpia nobleza siempre. Había tres jugadores del mismo apellido en aquella delantera y los hinchas los distinguían por sus motes. Un va­te local y cronista deportivo del equipo, los describía así:

Tres ases tiene el Athletic

 que relumbran más que el sol

Agirre, el del chocolate,

el que patina en Begoña,                                           

y el que tira cada centr

que cada centro es un gol.

Este último, naturalmente, era el célebre Agirrezabala, el «Chirri» internacional de la leyenda, que entonces estu­diaba en la Escuela de Ingenieros en la que yo también cur­saba. Cuando José Antonio Agirre debutó en el Parlamento constituyente del 31, lo atacó Prieto diciendo que había pa­sado sin transición de la delantera del Athletic de Bilbao a la delantera del nacionalismo vasco. Fue un chiste de mal gus­to hecho por un hombre obeso y antideportivo. En Estados Unidos, en Gran Bretaña, en muchos países nórdicos, la correlación entre el deportista que luego deviene hombre público es frecuentísima. En Francia, el reciente y notorio caso de Chaban Delmas es un ejemplo, entre tantos, de esa vinculación. Todavía en 1931 el fútbol era visto por algunos como ejercicio frívolo y en ningún caso como palestra de entrenamiento físico para cualquier actividad profesional futura. Pero fue precisamente Indalecio Prieto, en gran me­dida, el que supo entenderse luego con el nacionalismo y con José Antonio Agirre para buscar con ellos común platafor­ma de comunes soluciones autonomistas.

La revolución de Octubre, en la que se rompió el intento de convivencia dentro de la República, de las fuerzas de la derecha democristiana que intentaba sinceramente ofrecer una alternativa legal al régimen por ese lado, reveló clara­mente ese nuevo rumbo que llevaría el partido, poco a poco, hasta situarse no lejos de quienes intentaban la revolución social por razones bien ajenas a ese propósito. Me encontré con Agirre un domingo en misa, al terminarse la sublevación de Barcelona y hallándose todavía en trance de liquidación la revuelta asturiana. Estaba sinceramente emocionado y dolido, pues el otro diputado a Cortes por la provincia de Bizkaia Marcelino Oreja, de filiación tradicionalista, había sido asesinado, pocas horas antes, en Mondragón. Vino a mí, José Antonio, para decirme todo el horror que le causa­ba el alevoso crimen y en que altísima —y merecida— estima tenía al joven ingeniero de Caminos, también ferviente cató­lico, y a pesar de las inevitables diferencias ideológicas había coincidido con él en muchas ocasiones en las Cortes, en de­fensa del interés religioso al discutirse la Constitución. Ore­ja, era, además, un vasquista convencido que hacía de ese matiz, foralista, base fundamental de sus propagandas, dis­cursos y escritos. También se identificaba con Agirre en to­mar posición decidida en favor de una política social de avanzado contenido, inspirada en las directrices pontificias.

Agirre se quejó de que a pesar de la actitud de gentes como Oreja Elósegui, en el campo de la derecha nacional, en Biz­kaia, había otros sectores de absoluta intransigencia en or­den a un programa autonómico común y que la coyuntura del Estatuto de Estella que agrupó a casi todas las fuerzas católicas del país frente al peligro común había sido «la gran ocasión política».

José Antonio era tenaz y obstinado en sus argumentos, pero siempre correcto y respetuoso con el interlocutor. De aquella larga conversación de Octubre del 34 le quedaron —como a mí— un montón de dudas sobre si era posible todavía llegar a un entendimiento mínimo que consiguiera salvar lo esencial que nos unía y que, de paso, representaba evidentemente la mayoría numérica y electoral de las cuatro provincias juntas, y también de cada una por separado, frente a los sectores marxistas y republicanos, especialmente poderosos en Bizkaia y en Gipuzkoa. Tuvimos, para exami­nar el delicado problema, varias conversaciones más, alguna de ellas en el despacho del síndico de la Bolsa bilbaína José Camina. Yo le señalé que la mayor dificultad no nos provenía del acatamiento a la República que ellos propugna­ban y nosotros no, sino del constante equívoco en que se movía el partido en sus propagandas en el problema de la unidad nacional. Agirre me respondió que su lema era bien claro: «Dios y La Ley Vieja», y que ellos, en Estella, en 1931, propugnaron por la abolición de la Ley de Octubre de 1839 que después del convenio de Vergara parecía en su tex­to respetar los Fueros, pero, al añadir la frase «sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía», destruía con ella, en su raíz, el principio de la autarquía foral. Esta había sido, en realidad, la tesis de siempre del tradicionalismo, mantenida y explicada elocuentemente durante más de un siglo por los grandes tribunos de la causa, desde Aparisi has­ta Vázquez de Mella, definidor este último, exhaustivo y audaz, de la esencia del sistema foral en la vieja Monarquía española y cuya restauración juzgaba consustancial con cualquier intento de volver a las formas políticas tradicionales.

Pero a pesar de esa afirmación de Agirre, las circunstan­cias políticas fomentaban en su lógica interna más pasiones disolventes que razones para el entendimiento. Nacionalis­tas y carlistas con pensamiento común, o al menos con bases de partida comunes, llevaban en cambio su juego dialéctico a posturas extremas, inaceptables entre sí. De estos contac­tos que relato habían salido, sin embargo, negociaciones, en ocasión, por ejemplo, de verificarse en noviembre de 1933 el plebiscito en las tres provincias de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa para someter a aprobación del sufragio popular el pro­yecto de Estatuto para el País Vasco que luego habían de ir al Parlamento. La verdad es que fuera del nacionalismo —que nunca fue mayoritario en el país —los otros grupos veían con escaso entusiasmo el propósito: las izquierdas por­que seguían pensando que de establecer el régimen estatuta­rio, sería un reducto político de mayoría electoral católica y derechista; y los sectores de la derecha porque no les gustaba en bastantes aspectos el lenguaje que el proyecto utilizaba. En un último esfuerzo de conciliación, al que no fueron aje­nos la influencia y el consejo eclesiásticos, se nos pidió que recomendáramos el voto favorable, en el plebiscito, a nuestros seguidores en Bizkaia, aún estableciendo al mismo tiempo todas aquellas reservas a que nuestra propia ideología nos obligaba. Así lo hicimos en un documento público, que satisfizo hondamente a José Antonio Agirre y los demás dirigentes del partido que lo consideraron punto de partida de posibles alianzas electorales futuras, y que nos valió también feroces críticas de nuestros amigos más intransigentes, a quienes aquella moderada invitación nuestra pareció una peligrosa inconsecuencia, aunque ofrecía quizá ventajas tácticas para el entendimiento electo­ral que luego no se produjo.

De poco sirvieron, en realidad, aquellos intentos conci­liadores en medio de la vorágine que se inició con la disolu­ción de las Cortes, el Gobierno Pórtela, y la campaña electo­ral consiguiente. El clima de odios y rencores en que se de­senvolvió aquella etapa de comienzos del año 1936 en toda España, la violencia desatada de discursos y mítines entre derechas e izquierdas, los incidentes cotidianos que se mul­tiplicaban en la nación entera, todo ello hizo que el mínimo acuerdo que se buscaba entre los católicos en el País Vasco no resultara posible y que los nacionalistas y la derecha na­cional distanciaran totalmente sus posiciones haciéndose así, la lucha, triangular, con el resultado de que la victoria había de ser para la izquierda en Bilbao y su distrito. José Antonio Agirre se encontró conmigo, por casualidad, en plena campaña y aunque luchábamos enfrente —él por la zona rural y yo por la capital— nos saludamos amistosa­mente, comentando las perspectivas de la inminente jorna­da. —»Gil Robles se equivoca— me dijo. El Gobierno divi­dirá a la derecha con su actitud electoral centrista y el Frente Popular triunfará. Volveréis a pensar en el nacionalismo co­mo valladar, igual que en 1931″. «Si ese pronóstico es cier­to, la derecha en España no se resignará», le repliqué. La victoria frente-populista del 16 de febrero creó en el na­cionalismo un clima de tensión creciente. Había un sector, conservador, que adivinaba el inevitable enfrentamiento ha­cia el que marchaba el país. Existía otro, de nacionalismo más extremista, que entendía aprovechar la coyuntura por difícil que fuera, para aprobar el Estatuto en las nuevas Cor­tes —aunque fuera preciso con la izquierda vencedora— y, una vez establecido, defenderlo como un bastión moderado en el orden social. Esa fué después de muchas vacilaciones la tendencia que predominó. José Antonio Agirre era hombre de extremada juventud. Tenía treinta y dos años en aquel crítico trance. Pienso que su entusiasmo era tan grande co­mo su notable falta de malicia. No calibró acaso la reacción formidable que en un gran sector de la sociedad española provocaría el caótico Gobierno de Casares Quiroga bajo la presidencia, lejana, fría, intelectual, de Azaña, que asistía desde la azotea de su torre de marfil crítica a la creciente des­composición de la autoridad del Estado y de la coexistencia cívica. Pensó quizá que el problema vasco se podía aislar del contexto general del que formaba inevitablemente parte. Y además es preciso reconocer que en el engranaje dialéctico de las Fuerzas antagónicas, que se encontraban en marcha desde febrero de 1936, en España, no tenía desde su posi­ción especifica de leader de la opinión nacionalista, gran margen de maniobra para escoger opciones. El clima de aquella España, en vísperas del enfrentamiento, tenía algo de fatalista y de irremediable. Parecía que un destino supe­rior, implacable, empujaba a hombres y grupos a ocupar las posturas que habían de mantener al levantarse el telón y co­menzar la tragedia.

En las ajetreadas negociaciones y contactos entre mili­tantes y civiles que precedieron al Alzamiento, sin embargo, el tema del nacionalismo vasco y de su posible actitud si­guieron vigentes hasta el último momento. No faltaron enla­ces, propuestas y generosos intentos para lograr su adhe­sión, o al menos su neutralidad pasiva ante el eventual y es­perado golpe de estado. Casi nadie pensaba entonces en una guerra y mucho menos en una guerra civil de tres años. Al regresar yo de Madrid, del entierro de Calvo Sotelo, comprendiendo la inminencia del estallido, pensé en hacer, el día 17, una última gestión directa cerca de las dos perso­nas que me parecieron más asequibles al intento: el jefe de la minoría parlamentaria José Horn, al que me unían lazos de cercano parentesco, y don Ignacio de Rotaeche, que tenía un gran prestigio dentro de la organización y era hombre de sereno criterio, me encontré con que el primero se hallaba gravemente enfermo (falleció a los pocos días) y no podía re­cibir visitas y el segundo, encamado también, se hallaba en Zeanuri, en su casa solariega, y no podría verme hasta el lu­nes, día 20 de Julio. Me recomendó que viera a José Anto­nio Agirre. No lo encontré durante todo el día por hallarse él ausente de Bilbao, adonde según me dijeron regresaría al anochecer. Comprendí que ya era tarde porque la radio francesa había dado la noticia del levantamiento de Melilla y de movimientos de tropas en el Protectorado.

El sábado 18 de Julio fué una jornada de tensa y apa­sionada espera a la escucha de la radio y del teléfono que nos traía noticias confusas, lejanas y contradictorias. Lo pasé en casa de unos amigos de Bilbao en contacto cercano con el núcleo militar comprometido que daría la señal de la inten­tona en Bizkaia. Pasamos las horas que faltaban hasta la madrugada del domingo, 19 de julio, escuchando las aren­gas del Gobierno y los decretos de destitución de generales de mando, que nos iban dibujando el mapa provisional y cambiante de la sublevación. De Pamplona y Vitoria llega­ron noticias concretas y viajeros con detalles de los primeros acontecimientos y sucesos. El domingo amaneció espléndi­do, y para disponer bien del día, pensé en oír misa lo antes posible. Mi albergue nocturno estaba próximo a la parro­quia de San Vicente en Albia, y allí escuché la misa de siete, consciente de la gravedad de aquellas horas. A poco de em­pezar el sacrificio, entraron en la iglesia por la puerta lateral que daba al pórtico, una serie de hombres con señales evi­dentes de insomnio y rostros contraídos y sombríos que parecían venir de alguna reunión. Eran los directivos del BBB, órgano superior del partido nacionalista en Bizkaia, que habían estado deliberando toda la noche en la sede del partido, Sabin Etxia, el caserón que levantaba su vieja traza ochocientas en el solar contiguo, examinando las primeras noticias de la rebelión en Pamplona y de sus inmediatas re­percusiones hacia los directivos y afiliados nabarros del PNV. Salí de la iglesia por la puerta del fondo y compré a un vendedor «El Liberal y Euzkadi», órganos respectivos del socialismo y del nacionalismo. Había vigilancia de guardias de asalto y civil, en las calles, pero poca gente en ella y nin­guna milicia armada todavía. Lo que diría Indalecio Prieto, en su periódico desde Madrid, sobre la sublevación recién iniciada, me lo figuraba. Pero lo que publicaba el diario na­cionalista me interesó más. Allí aparecía, en efecto, en re­cuadro y en primera página, una declaración oficial. El par­tido, al parecer después de una larga y tensa discusión, to­maba la posición de solidarizarse con el Gobierno de la Re­pública y de combatir a su lado, en la lucha que se avecinaba «Entre la democracia y el fascismo». Era un compromiso cerrado, sin salida, que significaba para la derecha católica en el País Vasco, la guerra fratricida con todas las consecuencias. Lei y releí el texto, parado ante las escaleras del templo, sintiendo un escalofrío de emoción al comprender que algo se desgarraba en aquellos momentos en las entra­ñas de nuestro pueblo.

En esto observé que muy cerca, en un grupo, los directi­vos del nacionalismo también leían la prensa con ansiedad y comentaban entre ellos las últimas noticias. José Antonio Agirre me vio y comprendió sin duda mi pesadumbre al ver que la suerte estaba definitivamente echada. Me saludó de lejos sin que hiciéramos nada por conversar ni el uno ni el otro. Las palabras habían dejado paso a las armas. Y las ra­zones a la violencia. La guerra como una riada de inconte­nible dolor y de muerte —y también como un torrente dialéctico de odio y de rencores— iba a separar nuestras existencias. Agirre falleció en el exilio en París, repentina­mente, en los años 60. Su sepultura sencilla y emotiva se halla en el cementerio de San Juan de Luz. Era un vasconga­do de alma noble y limpia y de auténtico espíritu cristiano cualesquiera fuesen sus opiniones políticas. Dijo en público, en plena guerra todavía, en 1938, perdida ya Bizkaia para él y los suyos, aquellas palabras «Maldito sea aquel que en su corazón tenga un sentimiento de venganza», que honran la memoria de un hombre.

Visitando Gernika después de la guerra, pensé que en la Casa de Juntas, en la que tantos episodios de nuestra tierra se desarrollaron, se podrá un día colocar una lápida con la estrofa del autor de las «Voces de Gesta» que dice:

La ofrenda del odio quede sepultada

 junto al viejo roble de la Tradición.

 Y que la paz florezca sobre un orden basado

 en la justicia.

Hasta  aquí Areilza, un hombre culto que escribía muy bien y hubiera sido un buen dirigente de una derecha democrática si no hubiera apostado desde el inicio por una dictadura feroz y sanguinaria. Con su escrito hacía buena la expresión aquella de que la hipocresía es el homenaje que hace el vicio a la virtud. Aguirre y Areilza. Uno murió en el exilio, otro fue ministro en la transición. Dos bilbaínos pero de distinta calidad humana.