Sector naval

Pertenezco a la generación y al entorno que asistieron a la primera muerte inducida del sector naval. También hubo por medio alguien que se decía socialista, pero no fue en la Europa que aún era plegaría, suspiro y anhelo donde se dictó sentencia, sino en Madrid. Por sus pelendengues, un gobierno que reunía una ralea de futuros imputados de tropelías económicas y matariles varios decidió soltar lastre industrial sin mirar lo que era viable o lo que dejaba de serlo. O mirándolo y actuando a sabiendas, que así las gastaban en aquellos días de plan ZEN y tentetieso.

Si alguien ha documentado la verdad, permanece sepultada por la parte épica de la historia, la única que nos han contado medio bien. Los microbuses azules en llamas, los currelas cubriéndose el rostro con un pañuelo y disparando la más variada metralla contra unos policías que respondían en proporción de cuarenta por uno, las manchas de sangre que tardarían años en desaparecer del asfalto… De la intifada a escala en el puente de Deusto quedan abundantes registros gráficos y de tanto en tanto nos los sacan en esos programas donde la rabia se domestica en nostalgia. Poco se explica, sin embargo, sobre por qué, vistiendo el mismo buzo, unos trabajadores se prejubilaron a millón y otros rasparon un puto paro que hoy es una pensión miserable para ellos o sus viudas.

Nos birlaron datos y sospecho que treinta años después, en el nuevo tantarantán a los astilleros, ahora sí despachado en la bruja piruja Europa, siguen ocultándonos información. Lo siento, pero no me trago que por 2.000 millones se vaya a ir a la mierda un sector que asegura que tendría la cartera de pedidos a reventar. Aunque tengo la peor de las opiniones sobre Almunia, no me cuadra que sea el único malo. Y no les digo lo que me escama que en la carambola solidaria estemos defendiendo a los especuladores, que son los que tienen que devolver las ayudas, ay, ilegales.

Dejarnos llevar

Saquemos la herramienta de medir gravedades históricas y procedamos a calcular cómo de tremebundo es el momento que atravesamos. Por los titulares, las tertulias y Twitter, se diría que vivimos instalados en la convulsión, la zozobra y el sindiós que preceden a acontecimientos extraordinarios. Al primer bote, la caída estrepitosa del Gobierno español ahogado en su propia mugre, e inmediatamente después, el desmoronamiento del putrefacto sistema que ha hecho de la corrupción y la inmoralidad los únicos comportamientos válidos para la consecución y la conservación del poder. Pues menos lobos. Si retiramos la espuma, el blablablá y las toneladas de impostura vertidas a diestra y siniestra, comprobaremos que esta bronca que parece el recopón de la baraja y la antesala de no sé qué nueva era, no pasa de serpiente de verano. Como siempre, se nos va la fuerza en el lirili y cuando llega la hora del lerele, tenemos mejores cosas que hacer.

No, de aquí no obtendremos nada en limpio. Y probablemente, ni falta que nos hace, porque en el fondo, esta mierda por la que tanto protestamos entre gamba y gamba es la que hemos elegido y la que bendecimos con nuestros actos cotidianos. Es una porquería manejable casi a placer. Nos permite ser simultáneamente y sin ningún problema de conciencia sus mayores detractores y sus mayores cómplices. Se rige, además, por los principios más simples: los malos o los equivocados son siempre los otros. Es más, nuestros malos son indefectiblemente buenos y nuestros equivocados, impepinablemente acertados. ¿Por qué? Pues por qué va a ser, porque sí, y el que nos pida que lo razonemos es un cabrón, un fascista y un enemigo del pueblo.

Hacemos que no pase nada y nos quejamos de que no pase nada. Lo anoto como constatación más que como crítica. Tal vez sea ese el sentido de nuestras vidas, dejarnos llevar mansamente y reservarnos el derecho de echar la culpa a los demás.

Alfredo siempre está ahí

Nos falta memoria. O ganas de acordarnos, que es peor. Bárcenas no difiere en gran cosa de Amedo, Roldán o cualquier otro de los célebres presidiarios que campaban a placer en las portadas explosivas de hace veinte años. Con querencia por la misma cabecera que ahora, por cierto, que somos tercos hasta en las reediciones de los episodios históricos más grotescos. Como aquellos, el atinadamente llamado cabrón es una criatura abisal de las cloacas gubernamentales y/o de partido, donde rindió enormes servicios de esos que no se pueden licitar en concurso público. Igual que ocurrió con los mentados, durante los primeros mil marrones que le fueron descubiertos, contó con la defensa desvergonzada a bloque de la parte contratante hasta que llegó el recodo del camino en que no hubo más remedio que sacrificarlo. Primero, con buenas palabras, promesas de pronto arreglo y, según acabamos de saber, SMS cariñosos a modo de palmadita en el hombro. Y después, es decir, en el instante procesal en que nos encontramos, con un desmarque barnizado de desprecio y ofensas sobreactuadas. El ciudadano sin tacha pasó a ser vil delincuente que chantajea al Estado de Derecho, o al eshtao, como lo pronunció Rajoy ayer con su prosodia característica.

Dense un garbeo por las hemerotecas, y comprobarán que tal cual sucedió con los ilustres entrullados de los noventa. Hasta donde le duró la cuerda a la resistencia felipista, Amedo, Roldán y compañía fueron campeones de la lucha antiterrorista y abnegados salvadores de vidas a costa de jugarse la suya. En cuanto empezaron a abrir la boca, devinieron en chorizos que amenazaban no ya a un gobierno sino a todo el andamiaje democrático con su camisita y su canesú.

Además de Pedrojota y su hoja volandera, en este paralelismo entre pasado y presente que les acabo de trazar, hay otro personaje que se repite, si bien en bandos opuestos: Alfredo Pérez Rubalcaba. Curioso, ¿no?

Su delincuente, señor Alonso

Si tuviera tiempo y una moviola, me vería marcha atrás a cámara superlenta los kilómetros y kilómetros de película del culebrón barcenesco hasta encontrar el fotograma exacto en el que el tipejo de la gomina se convierte en delincuente. A ojos de la oficialidad pepera, quiero decir. El resto de espectadores, más acostumbrados de lo que quisiéramos al género mafioso-politiquil, tuvimos claro desde su primera aparición en escena que el gachó no era trigo limpio. Sin embargo, la cúpula —o la cópula, si lo prefieren— genovesa defendía su honorabilidad y bonhomía a capa, espada y berbiquí. Quedan para la antología aquellas palabras del mero mero Rajoy porfiando, en una curiosa construcción gramatical, que nadie podría probar que el ciudadano motejado como el cabrón no era inocente.

Ese doble tirabuzón negativo con titubeo incorporado se espolvoreó, como seguramente recordarán, en el Parlamento vasco, donde el líder carismático o así compareció arropado por una miscelánea de figurantes llamados Antonio, Arantza, Borja, Iñaki, Antón o Leopoldo, no sé si les sonará alguno; son secundarios que por aquí trabajan bastante. Faltaba en la foto (o supo escapar al encuadre, será por mañas) un tal Alfonso Alonso, gran medrador y diestro manejador del piolet, que igual que el resto de los citados, es uno de los Kirikos principales del corral vascongado de la gaviota. Lo miento —del verbo mentar, no de mentir— porque todo parece apuntarle como el depositario del secreto de la transmutación de Bárcenas de enorme ser humano perseguido artera e injustamente a mangante de tres al cuarto. No en vano, fue la suya la primera boca mariana que promulgó la excomunión del antiguo conmilitón ejemplar. “¡Están ustedes apadrinando a un delincuente!”, escupió el trepador vitoriano a la oposición en el Congreso. Hasta el políticamente moribundo Pérez Rubalcaba resucitó: “Efectivamente, su delincuente, señor Alonso”.

De personas y máquinas

Lo lógico, lo humano: a partir de otoño, cuando llamemos al ambulatorio para pedir cita volverá a atendernos una persona. Más o menos amable, más o menos dispuesta, más o menos competente, pero persona al fin. Podremos explicarle que no recordamos si nuestro médico se apellida Díez o Díaz, preguntarle si es necesario que vayamos en ayunas, pedirle que nos apunte al final de la lista porque tenemos que recoger al niño de la ikastola, o incluso, confiarle lo nerviosos que nos ponen las batas blancas. Y despedirnos de esa voz que sabemos que se corresponde con una cara dándole las gracias y deseándole que tenga un buen día.

Nada de eso se podía hacer con las infernales máquinas que alguien decidió interponer en nuestro camino hacia la curación. Su supuesta inteligencia artificial no pasaba de sí, no, marque uno, marque dos, diga treinta y tres, vuelva a llamar pasados unos minutos si es que sigue vivo o le quedan ganas. Ni sé las veces que he maldecido al autor o autores de ese insulto tecnológico a sus administrados. En nombre de la eficiencia y de la racionalización de los recursos, se sacaron de la sobaquera un ingenio, toma ya con las lumbreras, ineficaz e irracional. Antes que nuestra salud, antes que nuestro bienestar, antes que nuestro derecho a recibir el trato que merecen los seres de carne y hueso, estaban los números. Los que, previamente cocinados como estadísticas, se presentarían como grandes logros de gestión, pero también esos otros que todos imaginamos porque no nos hemos caído un guindo y sabemos que concesión viene del verbo conceder. ¿A quiénes, por qué? Ahí lo dejo.

Espero que los actuales responsables de Osakidetza hayan aprendido la lección. Están muy bien el progreso técnico y esos cachivaches requetemodernos que hoy pueblan el entramado sanitario. Sin embargo, lo más valioso, lo insustituible en la inmensa mayoría de las ocasiones, siguen siendo las personas.

Magreos sanfermineros

Cosas de la globalización y las armas de difusión de masiva: fundamos tradiciones de un rato para otro. Si en tiempos de la alpargata y el boca a oreja se necesitaban años para que un comportamiento equis se incorporase al acervo popular, ahora en un par de temporadas cualquier ocurrencia, por estúpida o garrula que sea, puede convertirse en moda y, sin solución de continuidad, en uso y costumbre. Una vez instalado y sacralizado el hábito, vaya usted y pelee contra el espíritu gregario para convencer al rebaño de que ese presunto ritual del que cree ser partícipe no es más que una gañanada.

Los Sanfermines, como tantas otras fiestas, son terreno abonado para la generación de estos ceremoniales bizarros. Habría incluso quien citaría entre ellos su ingrediente más representativo, pero por no liarla, será suficiente mencionar el encierro de la Villavesa, los saltos suicidas desde la fuente de la Navarrería o el de más reciente adquisición, que es el que ha inspirado estas líneas: el magreo multitudinario de pechos femeninos al aire.

Seguramente empezó como anécdota. Muchedumbre, calor, alcohol, desinhibición, jijí, jajá, una cámara captando el instante y el efecto multiplicador de internet, donde es literalmente cierto que dos tetas tiran más que cien carretas, como pueden atestiguar los índices de visionado de las imágenes que muestran carne. La imitación ha hecho el resto en tiempo récord. En las últimas versiones, ya hemos visto cómo las exploraciones corporales han descendido sin freno hacia el sur de la anatomía. Las guías más actualizadas pronto tentarán a los visitantes, mayormente a los de género machirulo, con la posibilidad de tomar parte en estos tocamientos colectivos en un ambiente de sana algarabía y sin temor a las consecuencias.

Llámenme vinagre, Rottenmeyer o trasnochado, pero yo no le encuentro la menor gracia a esta suerte de agresión sexual tumultuosa y pública.

 

El modelo que no existió

Ahora que está moribundo o definitivamente cadáver, se escuchan elogios tardíos sobre el modelo vasco de relaciones laborales. Confieso que siempre tuve mis dudas acerca de la existencia de lo que se nombraba así. Hasta donde soy capaz de recordar, nunca nos han faltado conflictos de tronío que se resolvían o no de un modo bastante similar a como se hacía en cualquier otro lugar, es decir, tirando de cada extremo de la cuerda hasta conseguir que cediera la otra parte. Es probable que durante los años de bonanza los combates fueran menos crudos o, incluso, que del lado patronal se optara por no contender previa mirada a los balances en verde y hacer los cálculos pertinentes sobre el coste-beneficio de mantener la paz social. Incluso en esos casos de firma sin tirarse demasiados trastos a la cabeza, subyacía la confrontación pura y dura. Unos se quedaban con la sensación de haber hecho mayores concesiones de las que debían y en el otro flanco se barruntaba que los logros podrían haber sido mayores si se hubiera apretado un poquito más.

Hay teóricos que sostienen que este es el único paradigma posible para llevar el agua a cada molino. Desde luego, ha sido el más frecuente y quizá por eso mismo, el que da la impresión de resultar más sencillo de poner en práctica. La costumbre o la inercia han conducido sistemáticamente al enfrentamiento. A veces se ganaba, a veces no. Lo que no se ha querido ver es que esta forma de actuar prolongada en el tiempo ha polarizado las posturas hasta llevarlas a lo irreconciliable. La desconfianza mutua se ha multiplicado exponencialmente. Lo razonable o el bien común se hacen impensables en gran parte—por fortuna, no en todas— de las empresas vascas de hoy. Me temo que con el desequilibrio de fuerzas que ha supuesto la reforma laboral y la larga lista de cuentas pendientes andamos tarde para fundar ese modelo del que presumimos y que quizá jamás existió.