La estrategia de Maroto

A Maroto se lo han puesto a huevo. Tanto, que hasta cada exabrupto contra su persona equivaldrá a una o varias papeletas para sustentar su reelección. Ya que no se ha querido ver todo lo anterior —y no digamos, tratar de evitarlo—, abramos los ojos, por lo menos, a la singular paradoja que se da frente a nuestras narices: los mejores aliados que tendrá en esta campaña que ya ha empezado son sus adversarios. Ahí entran las siglas que presentarán lista, los autores de pintadas y murales con efecto bumerán y, encabezando la comitiva, SOS Racismo, organización que no parece dispuesta a pararse a pensar por qué su discurso ahonda el problema que denuncia. O en una formulación más sencilla, por qué en apenas una década ha pasado de ser una entidad que despertaba una enorme simpatía a resultar crecientemente antipática… y no precisamente para los ricos y poderosos de la sociedad.

Sin descartar que yo también pueda andar errado, diría que la explicación a lo que planteo es la misma que sirve para comprender lo bien que le pinta el futuro a un munícipe de gestión mediocre como el ínclito. Empecemos por señalar que Maroto no va a hacer un xenófobo más de los que ya hay en Vitoria-Gasteiz. Su previsible éxito, que es, aunque nos joda, un acierto estratégico, se basa en echar la red en un caladero de votos huérfanos. Muchos de ellos, ojo, provenientes de la izquierda, y no pocos, abertzales. Para redondear la jugada, ha convertido en programa propio —los siete puntos de marras— el raca-raca de barra de bar y parada de autobús. Conseguirá, me temo, primero las firmas y, luego, conservar la vara de mando.

9-N, ya veremos

Aunque para muchos ha caído en desuso, uno de los principios básicos del periodismo es la comprensión de los hechos sobre los que se va a informar o, si es el caso, opinar. Antes de ponernos frente a los lectores, oyentes o espectadores, es imprescindible tener una idea cabal sobre la cuestión que pretendemos comunicar. Lógica aplastante, ¿verdad? Je, pues aquí me tienen, en el trance vergonzoso de confesarles que me dispongo a escribir de un asunto sobre el no sé ni por dónde me da el aire.

Y no será porque no he puesto empeño, ojo. Les doy mi palabra de que ayer me tragué las casi dos horas de comparecencia de Artur Mas. Tomé notas, repasé la grabación, espié lo que titulaban los colegas, rumié las columnas de urgencia, eché una oreja a las tertulias, puse los cinco sentidos en las reacciones del resto de los portavoces… y sigo en la casilla de salida. No, ni siquiera ahí. Hasta las certezas iniciales se me han ido a hacer puñetas, porque yo albergaba la creencia de que se había convocado una consulta y que se habían previsto vías de salida para el caso altamente probable de que no pudiera realizarse. Daba por hecho que había unos planes B, C, y hasta Z que contaban con el respaldo de las formaciones que se habían embarcado en la empresa.

Pues, por lo visto y oído, no. Lo único que tengo claro (o medio claro, no exageremos) es que la unidad se ha ido a hacer gárgaras. Lo demás es una nebulosa que, para colmo, me da mala espina. Que me corrija alguien con mayor capacidad de discernimiento que la mía, pero juraría que lo que Mas vino a decir ayer es que ya veremos y que todo se andará. O así.

Fiasco patriótico

Y entonces, el iluminado que arengaba a las masas —o sea, a las masillas— vociferó desde el atril que había quedado claro que “la mayoría de los catalanes no queremos que nos obliguen a decidir”. Hay que reconocerle el desparpajo al barritador, cuando el auditorio ante el que soltó tal proclama apenas sumaba, incluso según los cálculos más amistosos, 38.000 personas. Quizá una buena entrada para un partido en Cornellá-El Prat, pero una flojísima para el Nou Camp. No digamos ya para la Plaza de Catalunya, en domingo y día de la raza, con autobuses gratis o semigratis fletados desde Guadalajara, Cuenca, Segovia o Madrid, y tras dos semanas de agitprop rojigualdo en los tugurios cavernarios de rigor.

Pasando por alto que buena parte de los excursionistas eran de los de brazo derecho extendido en diagonal hacia lo alto y aguilucho, cuando no cruces gamadas, la concentración patriotera fue un fiasco del nueve largo. Todo lo que consiguieron sus convocantes, además de unas fotos pintureras que acrecientan el caudal universal de la vergüenza ajena, fue que quedara en evidencia su condición no ya de minoría, sino de excrecencia. No llegaron a cubrir ni el córner de la gigantesca V que solo un mes y un día antes habían compuesto centenares de miles de —estos sí en su práctica totalidad— catalanes.

En tan patética desproporción e inferioridad encuentra su justa traducción la soflama del que pretendía enardecer a los cuatro y el del tambor que participaron en el baile-vermú de anteayer. Lo que quería decir el gachó es que la democracia es lo que le sale a él de la entrepierna. Y no hay más que hablar.

Incorrompibles o así (2)

Entre que a veces me explico fatal y que las columnas tienden a reescribirse en las mentes de ciertos lectores que quieren entender lo que está en su cabeza y no en la mía, hay quien concluyó que hace siete días trataba de justificar a los mangutas de las tarjetas black. Nada más lejos de mi intención. Hago míos todos los exabruptos que se les han lanzado por tierra, mar y aire, y si aun parece poco, los doblo o los triplico. Será por vitriolo, ya saben que me sobra.

Ocurre que en aquellas torpes letras no hablaba exactamente de ellos, sino de la moral ajustable de tantísimos que se rasgan las vestiduras con escándalo, cuando quizá deberían callarse. Clama al cielo, por ejemplo, que en el pelotón de los columneros y tertuliadores más encendidos por este trile se cuenten varios de los que asistieron a los Mundiales de Suráfrica y Brasil invitados por Iberdrola. O los que en Navidad y otras fechas menos señaladas reciben una caja de Vega Sicilia, un pase VIP para el Bernabéu, dos billetes en Business con alojamiento incluido para que se den un rule desestresante o fruslerías del pelo.

Y fuera de mi oficio, que tan dado es a dejarse agasajar sin que la ética padezca, ídem de lienzo. ¿Qué me dicen de esos congresos médicos en que las farmacéuticas apoquinan hasta la compañía femenina o masculina de los asistentes? ¿Y de los 10.000 empleados públicos que a día de hoy siguen cobrando un plus de hasta 640 euros al mes por “afrontar la amenaza de ETA”? Más abajo no me atrevo a llegar, que ya lindamos con el fraude cuya denuncia no es políticamente correcta. Dejo, no obstante, que ustedes completen la lista.

Negar los hechos

Casi al mismo tiempo que el Ararteko alertaba en el Parlamento de Gasteiz [Enlace roto.], la Diputación de Gipuzkoa presentaba un estudio que sostiene que el 89 por ciento de los vascos son partidarios de la igualdad de derechos de los inmigrantes. Ya sé que este país es pródigo en cuadradores de círculos, e intuyo, incluso, que me van a salir unos cuantos al paso para tratar de convencerme de que lo uno y lo otro es perfectamente compatible, pero si queremos abordar esta cuestión con la seriedad mínima, habremos de convenir que no lo son. Es más, se trata de dos conclusiones diametralmente opuestas, no solo en lo que enuncian, sino en cómo se ha llegado hasta ellas. La reflexión de Iñigo Lamarca ante la cámara se basa en años de experiencia y en la observación critica de la realidad. Respecto a la otra, debo señalar que no sé si es producto de ese pensamiento mágico que, con la mejor intención, pretende que las cosas son como queremos verlas, o un intento de imponer los hechos como no son.

En cualquiera de los casos, estamos ante una irresponsabilidad. ¿Porque el sondeo viene avalado por una institución gobernada por Bildu? No va por ahí. En lo básico, opino lo mismo de los datos con exceso de azúcar que suministra regularmente Ikuspegi, organismo bajo el paraguas del Gobierno Vasco. Y es lo que sostengo sobre cualquier problema: si hacemos un diagnóstico voluntarista, no solo no lo resolveremos, sino que lo agravaremos.

Es triste que el que mejor lo ha comprendido sea el alcalde de Vitoria. Javier Maroto sí ha sabido ver el río revuelto, y ahí está pesca que te pesca votos.

Ébola y bananas

A lo peor, el bananerismo de las (supuestas) autoridades sanitarias españolas al abrir de par en par las puertas de Europa al ébola tiene su correlato a pie de calle. No sé, es una hipótesis. Miren a su alrededor a ver si la corroboran. Fíjense, por ejemplo, en las 300.000 firmas que a la hora de escribir estas líneas llevaba cosechadas la ya inútil petición para salvar al perro de la auxiliar de enfermería contagiada. A riesgo de parecer insensible, les puedo asegurar que hay causas con implicación de vidas humanas que no recaban ni una cuarta parte de tal apoyo. Ni eso, ni provocan semejante reyerta dialéctica, con la formación instantánea de dos banderías que lanzan espumarajos bajo el sustento de la ignorancia más supina por ambas partes. Claro que el panorama resulta aun más desolador cuando ves que también entran en la refriega, a favor de unos u otros, individuos con el carné de científico en regla. Y como remate del sainete, el marido de la mujer infectada, desde su propio aislamiento, dando la impresión —seguramente, sin pretenderlo— de que le preocupaba más la suerte que pudiera correr su mascota que lo que el destino le depare a su pareja.

Huelgo hablarles del cuñadismo instalado en las tertulias y columnas, incluyendo, quizá, esta misma. Los expertos en sistemas de frenado del AVE de cuando el accidente del Alvia son hoy avezados virólogos. Entre medio se cuelan otras voces autorizadas, como primos segundos de vecinos de la enferma que claman estar en un sinvivir o, claro, los que han descubierto que esto no es un accidente sino, toma ya, una operación de exterminio premeditada.

De inepta local a mundial

Tarde, muy tarde, debe de estar pensando Ana Mato que tenía que haberse marchado cuando su ceguera voluntaria le impidió ver el Jaguar de su exmarido gurteloso o cuando se supo que una empresa de cazo le compraba el confetti por toneladas. En menos de lo que se gira una puerta, le habrían encontrado una canonjía bien remunerada donde echar a pastar su inconmensurable ineptitud. Con el tiempo y gracias a la humana capacidad de olvido, podría haber vuelto a asomar la cabeza aquí o allá. Quizá no la llamaran para el comité de los Nobel, pero sí para la inauguración de un dispensario en un pueblo del interior de Segovia, que ya sería poner al límite sus (nulos) talentos. O por qué no, para una portada en el Hola, abrazando a su prole ataviada con los uniformes de los colegios más pijos de Madrid y proclamando la serenidad de espíritu alcanzada lejos de la política.

Pero no se fue. Se lo impidió su talibanismo militante y el sado duro que impone Rajoy a sus guiñoles, que no pueden abandonar el teatrillo hasta estar completamente achicharrados o, como Gallardón, recibir la patada final de su propia bota. Fatal decisión que solo ha servido para pasar del campeonato local de la torpeza a la liga mundial de la incompetencia. Hoy el planeta entero sabe —y así lo recogerá también la Historia— que el Ébola se ha contagiado por primera vez fuera de África gracias, en muy buena medida, a la descomunal negligencia de las autoridades (es un decir) sanitarias españolas. Ni dos semanas hacía que la individua en cuestión había proclamado a los cuatro vientos que tal eventualidad era absolutamente imposible.