Acuerdos o así

Lo oigo y lo leo una y otra vez: “En las circunstancias por las que atravesamos, esta sociedad no perdonará a aquellos partidos que impidan que se alcancen acuerdos”. Es una afirmación tajante, categórica, rotunda, que no deja resquicio a la duda y que hace pensar que alguien ha ido casa por casa a preguntar sobre la cuestión. Evidentemente, no ha sido así. Es la pinche manía que tenemos todos —tire el primer canto rodado quien no haya pecado en ese antro— de hacernos portavoces del censo entero. Basta que el cuarteto que tomamos café juntos coincidamos en algo para que, extrapola que te extrapola a lo Paco Llera, elevemos el consenso a universal palmo arriba, palmo abajo. En esta ocasión se añaden, además, las ganas de que la voluntariosa sentencia sea cierta. Qué cosa más natural y lógica, ¿verdad?, que unos ciudadanos advirtiendo a los políticos de que no es momento de tonterías. O que unos políticos dispuestos a demostrar a los ciudadanos que van a estar a la altura, faltaría más, qué me está diciendo usted.

Pues le estoy diciendo que nos sabemos la fábula del escorpión y la rana. También que está científicamente probado que la cabra tira al monte y que el angelito bueno sale de escena en cuanto ve los cuernos del diablillo malo. Pero hay algo definitivo: tenemos la constancia documentada de lo que ha pasado en los últimos treinta y pico años. ¿Cambalaches, pactos de no agresión para no hacernos daño, trueques de silencios recíprocos, repartos de pastel? Sí, de esos ha habido unos cuantos y, siendo prácticos, no seré yo quien sostenga que han sido del todo inútiles. Guardo, sin embargo, poca o ninguna memoria de auténticos acuerdos, hechos desde la responsabilidad, a riesgo de perder votos o poltronas, y con la convicción de que eran simple y lisamente lo mejor.

Conclusión: no espero que esta vez sea diferente. Eso sí: con gusto me comeré esta columna si me demuestran lo contrario.

Sin pretenderlo

Una corrección tardía a mi última columna. Terminaba diciéndole a Amaia Egaña: “Tu parte está hecha. Descansa en paz”. Faltó anteponer —y la omisión cambió bastante de lo que quise decir— un par de palabras y una coma. Debió quedar así: “Sin pretenderlo, tu parte está hecha”. Y enseguida me explicaré, aun sabiendo que las líneas que vienen a continuación no van a ser las más populares de mi carrera. Pero si tantas veces me empeño en rescatar del basurero trozos de la realidad que han sido amputados con el afán no estropear un titular de conveniencia, en esta ocasión no puedo obrar de otro modo. Ni siquiera, como es el caso, aunque la historia podada sirva para apoyar mis propias tesis y las causas que defiendo. Sostengo, de hecho, que esas tesis y esas causas son lo suficientemente sólidas —¡y justas!— como para no requerir de trampas en el solitario.

Salto sin más preámbulos al charco. Ese “sin pretenderlo” ausente trataba de significar que no creo que en el ánimo de Amaia estuviera convertirse en mártir de la lucha contra la voracidad de los bancos y la hipocresía cómplice de buena parte de los políticos. En el mismo texto fallido mencionaba, supongo que torpemente, las circunstancias no publicadas ni publicables. Ahí es donde se juntaron las causas (personales e intransferibles) y los azares (el clamor social latente y creciente) para que lo que hace tres años hubiera sido una nota breve con iniciales fuera la gran noticia del momento y, además, el detonante de las primeras protestas en serio contra los desahucios.

Sí, también fue el acicate para que a gobernantes y entidades bancarias les entraran las urgencias. Con razón les hemos reprochado que hayan necesitado un suicidio para moverse. ¿Y nosotros? Me alarma pensar que también lo estuviéramos esperando para reaccionar. Igual que me da qué reflexionar que no haya sido el primero ni el que más se ajustaba al patrón habitual.

Palabras para Amaia

Una silla junto a la ventana, un salto desde el cuarto piso. La breve caída será una eternidad antes de la verdadera eternidad. Te recibirá el asfalto frío, gris e impersonal, que dejará de ser el mismo en el preciso instante en que se tiña con tu sangre. De trozo anónimo de la vía pública ascenderá a hito invisible que señalarán los viandantes entre el morbo y la aprensión. “Ahí, ahí fue”, se dirán los unos a los otros, y se les aparecerá de inmediato la sábana que te cubrió durante ese lapso casi indecente de los trámites legales y funerarios. Cuando no estés, seguirás estando. Como dirá un tipo encasullado para torpe y pobre consuelo de los tuyos, la muerte no es el final. ¡Y tú que tal vez te hiciste la ilusión de que tres segundos después de impulsarte hacia el vacío se habría acabado todo!

Ya ves —es una forma de hablar— que no. Al contrario, son muchas las cosas que empezaron en cuanto tu corazón dejó de latir y corrió la noticia envuelta en sus circunstancias. Es decir, en lo que las urgencias periodísticas y el clamor social convirtieron en el relato apto para el consumo de tus circunstancias. Las auténticas te las llevaste contigo y sólo poseen copia unos pocos que, con todo su derecho, no querrán compartirlas. A sumar, claro, a quienes tienen otros motivos para guardar el secreto. Twitter aparte, ningún lugar como los tanatorios, sobre todo cuando hay cámaras, para llorar en mi mayor sostenido. Desde la caja de pino no se puede preguntar dónde estaban los del llanto adulterado cuando tanto los necesitaste ni si ya han comprobado la insuficiencia de una palmadita en la espalda.

Perdóname la digresión, pero si no lo suelto, reviento. Te decía, Amaia, y quiero quedarme con eso, que tu trágico y desgarrador fin abre, en realidad, incontables principios. Nos toca ahora a los que todavía respiramos impedir que se trunquen antes de tiempo. Tu parte está hecha. Descansa en paz.

Memoria e indiferencia

Mañana, tercer Día de la Memoria, conmemoración de plexiglás embutida con calzador en el calendario oficial en los primeros compases de la ya extinta mayoría pepesocialista. La instauración venía de serie entre la letra y el espíritu de vendetta del Acuerdo de Bases, ese Zotal firmado y sellado con que pretendieron desinfectarnos… con el éxito que se acaba de ver en las elecciones de hace tres semanas. Si las dos ediciones precedentes resultaron un esperpento que contribuyó a embarrar el patio más de lo que estaba, la presente podrá figurar en las antologías del absurdo y por el mismo precio, en las de la inmoralidad política.

Y suerte que, por supuesto tarde y mal, Arantza Quiroga ha caído en la cuenta de que a estas alturas es tan presidenta del parlamento vasco como servidor Mister Universo y ha cancelado su sarao. ¿Qué narices pintaba una cámara reducida a espectro montando un convite que para colmo volvía a ser un homenaje con derecho de admisión y lista negra? Ya se entendía lo justo que un Gobierno con la fecha de caducidad a punto de vencer buscara unas fotos semipóstumas convocando el acto institucional correspondiente.

Nos libra del estrambote el hecho constatable de que ya hace un rato estas cuestiones han dejado de preocupar al personal. Apuesto —y seguro que gano— que muchos lectores se están enterando de los chuscos episodios en estas mismas líneas. Puede que alguna vez nos hiciéramos ilusiones de construir una memoria no exclusiva donde cupiera cualquier forma de dolor independientemente de su procedencia. Ahora ya sabemos que en materia de sufrimiento cada cual se barre su parcela y, si le apetece, que suele ser que sí, deja la porquería resultante en las de los demás. Quizá lo normal habría sido cabrearse con tirios y troyanos y montarles un buen pollo por su intolerable comportamiento. Hemos optado por la indiferencia y que les vayan dando a los unos y a los otros.

Sleepless in Ohio

En la madrugada del martes al miércoles la gente de bien roncaba sus sueños, mientras un puñado de frikis sin remedio nos chutábamos en vena el conteo electoral en ese país que vemos tanto en las películas y las series de televisión. Se notaba, de hecho, que buena parte de la culturilla exhibida la habíamos mamado echando un ojo a “El ala oeste”, “Cinco hermanos” o, los más al día, “Homeland” y “The Newsroom”. Ni se les ocurra apurarse si no les suena ninguno de los títulos. Ya les digo que somos un ganado muy peculiar y, en consecuencia, pastamos un tipo de farlopa que no se agencia en cualquier lado ni a cualquier hora. La desventaja es sabernos atrapados por un vicio muy mal visto que nos hace buscar excusas peregrinas —¡no te imaginas qué noche me ha dado el crío!— para justificar las ojeras y el consumo compulsivo de café la mañana siguiente. A cambio, gozamos de placeres vedados al común de los mortales como pontificar sobre la importancia del resultado en Ohio. “El que gana en Ohio se lleva todo”, soltamos con la naturalidad del que dice que es malo comer melón antes de acostarse o que las nubes de panza de burra traen siempre lluvia.

Y eso es el nivel básico. Lo de Florida tiene más intríngulis. Ahí toca ir adaptando los comentarios a un escrutinio lento como las pelis de Kurosawa que, para colmo, va cambiando de signo cada tres minutos. Cuando se ponía en cabeza Obama, había que dejar caer que se percibía el apoyo de los latinos. En cambio, si era Romney el adelantado, lo suyo era recordar que el recuento del voto de los condados demócratas se hace casi al final. En cualquiera de los casos, se quedaba como Dios evocando la foto finish del año 2000 entre Bush Junior y Al Gore.

Total, que entre glosas a la paradoja de Massachusetts y puyas sobre la cara de sota de Sarah Palin en la Fox, llegó la aurora. Con ella, el veredicto: el mundo no cambia de dueño. A dormir… otros cuatro años.

Ventajas del córner

Sería allá por 2005 o 2006, cuando el gobierno tripartito catalán se había convertido en gran diana cavernícola, superando en inquina —quién lo iba a decir— al ejecutivo que lideraba Ibarretxe en la pérfida Vasconia. En aquel bancal abonado con los peores detritus germinó una especie de mutua de presuntos agraviados, tipos todos con un ego del quince, que fue bautizada como Ciudadanos de Cataluña. Primero se inscribió en el registro como plataforma cívica, que era la moda del tiempo, para ascender un ratito después a partido político. Entre medio, una paradójica traducción del nombre a la lengua cuya supuesta hegemonía aplastante denunciaban con acompañamiento de sapos y culebras.

Aunque en la tenida abundaban ilustres resentidos, fue Arcadi Espada el que ganó la guerra de codos y ejerció como cara visible y portavoz en cap de la cosa en los momentos iniciales. Era su magna persona y ninguna más la que había que solicitar para las entrevistas, así que nos pusimos a la cola. Con un nombre tan sospechoso como Radio Euskadi y cargando con el aura de emisora oficial de los secesionistas norteños, no resultó tarea fácil que el amateur departamento de prensa nos atendiera. Y tampoco ayudaba que el que iba a hacer de interrogador fuera el cabrito con pintas que había parido el Cocidito, que empezaba a tener cierta fama entre los disolventes catalanes. Sin embargo, quince o veinte llamadas después, lo conseguimos.

La charla fue un anodino ping pong hasta la pregunta final. “Señor Espada, a pesar de todo lo que dicen, ustedes no viven demasiado mal en esa Catalunya que tan duramente critican, ¿no es cierto?”, disparé a bocajarro. Esperaba un desmentido rotundo, pero mi interlocutor se sinceró: “Es que, si sabes montártelo, en el córner se vive muy bien”. Invadido por la perplejidad, despedí educadamente la entrevista. Aquel día aprendí —y hoy comparto con ustedes— las ventajas del córner.

El verdadero drama

En la última rueda de prensa tras el consejo de ministros —viernes de puente; sólo mirábamos los que estábamos de guardia—, la vicepresidenta española dejó caer como al despiste que su Gobierno tenía la intención de pactar con el PSOE medidas para frenar “el drama de los desahucios”. Me he cuidado de poner las comillas porque tal que así lo soltó Soraya Sáenz de Santamaría, como si utilizando esa denominación que en sus labios no es más que una muletilla fuera a hacernos tragar que la cuestión le quita medio minuto de sueño. Primero tendría que hacer el enorme esfuerzo mental de imaginar qué supone para una familia verse en la puta calle. Ni aunque le llovieran encima diez toneladas de empatía podría hacerlo. Probablemente, en su cabeza no será una faena muy distinta a que a la cocinera le salga grumosa la vichisuá o a que se le haga una carrera en la media cuando está a punto de saludar en un cóctel al embajador de Liechtenstein.

¿Exagero? Sí, pero me temo que apenas lo justo. En lo difuso, casi etéreo, del mismo anuncio se percibe a leguas que, por mucho que sobreactúen llamándolo drama, a este Gobierno se la trae bastante al pairo el asunto. Cada semana nos atizan un ramillete de Decretos Ley dentados que van al BOE corriendo que se las pelan, pero para detener la sangría de quinientos desalojos diarios todo lo que se sacan de la manga es la vaga promesa de estudiar el asunto cuando tengan una ratito libre. De propina, como si no supiéramos que manejan el rodillo a discreción, esta vez se disfrazan de cofrades del consenso y pretenden meter en el ajo al partido mayoritario de la oposición. Es decir, al mismo que cuando tuvo mando en plaza regaló a los bancos miles de millones de euros a cambio de absolutamente nada. Y entonces ya se practicaban los desahucios a tutiplén.

Ocurre simple y llanamente que ni a unos ni a otros les va la vida en ello. Ese es el verdadero drama.