Más que en cualquier otra parte, de un tiempo acá, en Catalunya las citas con la Historia suelen desembocar en prórroga. Prepara uno los tiros largos de las ocasiones irrepetibles y acaba celebrando con ellos una victoria electoral quizá muy encomiable, pero ni de lejos parecida a la anunciada. En el primer momento, es humanamente comprensible que la inercia y la borrachera de euforia anticipada conduzcan a no reconocer los hechos que se tienen ante las narices.
Es ahí donde se proclama a voz en grito —y lo peor, creyéndoselo a pies juntillas— que por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas y que se ha obtenido en las urnas una mayoría apabullante, cuando incluso una lectura benévola, precio de amigo, escupe una realidad bastante más pedestre: la suma de Convergencia y ERC es netamente inferior a la de 2012, y no digamos a la de 2010. ¿Que lo arregla el sorpasso de la CUP? Sí, sin acercar la cifra total a la soñada en voz alta, y poniendo unas condiciones leoninas a las formaciones que, aun palmando, le han quintuplicado en representación.
Sobre quién ha ganado en votos, no hay mucho que decir. A la hora de escribir estas líneas, todavía sin computar los del exterior, eran 15.000 sufragios más para el conglomerado del antes roja que rota, ese en que se dan picos de tornillo Rajoy, Rivera, Sánchez y, oh sí, Pablo Iglesias. No es, desde luego, para proclamar el indiscutible triunfo españolista, como están haciendo las trempantes huestes cavernarias. Pero, a medio gramo de honradez con que se pretenda juzgar, tampoco para atribuírselo sin más ni más, siendo los números los que son.