La memoria… selectiva

Les propongo una encuesta de urgencia: pregunten a las personas que tengan ahora mismo a su alrededor —y si procede, a sí mismos— si saben qué es el Día de la Memoria y cuándo tiene acomodo en el almanaque oficial. Salvo que estén en el Parlamento vasco, en la sede de un partido o quizá en la sección de Política de un medio de comunicación (solo quizá), lo más probable es que la respuesta mayoritaria sea un soberano encogimiento de hombros. A lo mejor hay quien, tirando por elevación del enunciado, se aproxime a aventurar algo que remotamente tenga que ver con el sentido de la jornada, pero salvo sorpresa mayúscula, el resultado del sondeo será un no sabe / no contesta de dos pares de narices.

Esa es la gran paradoja que, a fuerza de repetirse, deja de serlo: se instituye una fecha para luchar contra la amnesia y se nos olvida qué teníamos que recordar. Y la cosa es que esto viene de anteayer, como quien dice. La primera vez que se conmemoró (y que resultó un fiasco) fue en 2011, cuando Patxi López llevaba la makila con la ayuda del hoy banquero Antonio Basagoiti. En el paritorio original estaba previsto que la criatura tuviera uno de esos nombres alcurnieros de más de una línea: Día de la Memoria de las Víctimas del Terrorismo de ETA. Pero la transversalidad, el disimulo y esos complejos onomásticos tan característicos por aquí arriba fueron tirando de tijera. Primero se eliminó “de ETA”, luego “del terrorismo” y, finalmente, “de las víctimas”. No me cuesta trabajo imaginarme a algún sabio salomónico diciendo: “Bah, lo dejamos en Día de la Memoria y que cada cual lo entienda como quiera”.

Ese libre albedrío interpretativo ha dado como fruto en los dos últimos años un salpicón de homenajes donde cada pebetero significaba cosas diferentes, incluyendo nada. Y este domingo, que se reedita el ceremonial, habrá de nuevo una retahíla de actos a los que acudir… o no. Triste panorama.

La (pen)última de Garzón

No será porque no se les advirtió, con especial fogosidad desde este trocito del mapa donde aún padecemos las consecuencias de las acciones del siniestro personaje. Pero ni caso. Entre la natural benevolencia —madre de tantos desastres— de los que levitan más que pisan por la izquierda-izquierda y sus dedos hechos huéspedes al barruntar que por una vez en la vida sumaban en lugar de restar, acogieron en su seno con inusitado alborozo al ya ex-juez campeador. Menudos caretos, el domingo, al desayunarse en el periódico que fue de cabecera y ahora solo de referencia a regañadientes con el titular que anunciaba la defección: “[Baltasar] Garzón y exdirigentes de IU se ofrecen al PSOE para derrotar a la derecha”. Como en los malos vodeviles, los últimos en enterarse de que llevaban cornamenta. En labores de celestinaje, el trasgo Gaspar Llamazares, que se apresuró a desmarcarse… igual que hizo cuando participó activamente en la demediación del antiguo quinto espacio vasco; Judas, un aprendiz.

Una vez más, la penitencia venía adosada al pecado, que en este caso fue de candidez, pero también un tanto de soberbia. Algunos se creyeron capaces de domesticar al escorpión que tenía acreditado haber picado a cuantos le habían agasajado con pasta, premios y sonrisas. Pensaban en serio que el tipo que salió rebotado de cada pesebre en el que abrevó se quedaría a vivir para los restos allá donde estaban dispuestos a darle calor de hogar y una cabeza de lista en las europeas, si se terciaba. Pues toma desengaño cruel y canalla. A la primera de cambio, la criatura de pelo cano se vuelve a una de las madrigueras que ya dejó manga por hombro y donde ahora —cómo de grande será la necesidad del PSOE— lo reciben cual hijo pródigo.

La parte positiva de esta triste y previsible historia es que, inmediatamente después del sofocón, se abrirá paso el alivio por haberse quitado de encima a semejante individuo.

Non gratas

Ojito, que como nos vengamos arriba declarando personas non gratas, a lo peor agotamos medio censo. Y si lo hacemos con carácter retroactivo, vaciamos las enciclopedias, los libros de texto y los callejeros. Será por cabrones con pintas… Es decir, por lo que a cada bandería le puede parecer que es un cabrón con pintas, pues es bien sabido que los héroes de acá son los villanos de acullá, y viceversa. Tiene toneladas de bemoles que, ¡en nombre de la convivencia!, PP y UPN —vaya par— hayan vuelto a reabrir en el mismo viaje el tarro de las esencias (rancias) y la caja de los truenos. ¿Por qué le llaman valores democráticos y justicia cuando quieren decir echarle gasolina a un fuego que se iba apagando? Que tengan la gallardía, por lo menos, de reconocer que esas mociones barnizadas de ética pardusca están alimentadas por el ansia de revancha ante el revolcón de Estrasburgo. Ansia de revancha, añádase, que ni siquiera es de generación propia, sino impuesta al peso por las asociaciones que han convertido la condición de víctima en profesión y pasarela para exhibir el ego; tan triste y deleznable como suena.

Quede como consuelo que estas sobreactuaciones ya no le dan el pego a casi nadie. Por mucho gesto adusto que se ponga al anunciar las iniciativas, hasta el que reparte las cocacolas sabe que se trata únicamente de enardecer a la talibanada, que ya viene calentita de serie. Mi aplauso sincero para el PSE y el PSN, que esta vez no se han dejado pastorear al enmerdadero, y que por ello están recibiendo la vomitona cavernaria de rigor y hasta la negación de los compañeros asesinados por ETA que se les han quedado por el camino. La desvergüenza llega hasta ahí.

Para cualquiera que tenga medio gramo de corazón y otro medio de cerebro, los presos que vuelven a sus pueblos con la condena cumplida por un porrón de crímenes nunca serán ciudadanos ejemplares. Debería bastar y sobrar con eso.

Esquelas prematuras

A algunos titulares se les nota la sonrisa y a las informaciones que van en letra pequeña, la carcajada. Cuentan, incluso con palabras aparentemente sentidas, que Fagor Electrodomésticos ha entrado en coma irreversible, pero no pueden ocultar la delectación del que llevaba un buen rato en la puerta aguardando el paso del cadáver de su enemigo. Qué pena más grande; tres, cuatro, cinco mil puestos de trabajo a la mierda… ¡Oh, despiadada crisis que no respeta a nadie! Y entre puchero y puchero fingidos, la carga de profundidad: si es que esto de las cooperativas parece muy bonito, pero digan lo que digan, a la hora de la verdad, el mercado, que no es para aficionados, acaba poniendo las cosas en su sitio. En las vacas gordas, pase. Ahora… en cuanto pintan bastos, más vale una buena reforma laboral que cien catecismos de principios y valores. ¿O es que un cura de pueblo va a saber más que Adam Smith? ¡Vamos, anda!

No lo dicen con esas frases, faltaría más. Sin embargo, por ahí va el mensaje canónico de los que han elevado la caída de una marca —sí, de una emblemática, eso es cierto— a epidemia general que se llevará por delante en dos suspiros todo el modelo cooperativo. En fecha como la que estamos, cabe responder con la que, no figurando en el libreto, ha devenido en una de las citas más famosas del Tenorio: los muertos que vos matáis gozan de buena salud. Por boca de los agoreros hablan más los deseos que las realidades. Solo es cuestión de echar un vistazo alrededor: aunque en todas partes cuezan habas y casi no haya quien se libre de pasar las de Caín, las empresas sociales arrojan (en proporción, claro) mejores datos de conservación de empleo y menos sufrimiento salarial que las convencionales. Y si la cosa va de portaaviones hundidos o a punto de hacerlo, ahí están Pescanova, Flex, Pikolín, Panrico, Roca… o los grupos editoriales que están publicando esquelas antes de tiempo.

Nacionalismo… español

Sostiene el periodista Gregorio Morán, con su acidez y vehemencia características, que el nacionalismo español es una versión edulcorada del fascismo. Yo no me atrevo a ir tan lejos en la diatriba, entre otros motivos, porque como insinué en un par de columnas recientes, no soy partidario de calzarle a todo quisque el baldón de fascista como quien se quita un padrastro. Lo que sí he tenido siempre meridianamente claro —y me consta que muchos de ustedes también— es que el tal nacionalismo español existe. Me dirán con razón que acabo de descubrir la fórmula de la gaseosa, pero estarán conmigo en que hasta la fecha, los primeros que negaban la mayor en actitud de basilisco con úlcera de estómago eran los que profesaban tal corpus ideológico, por llamarle de alguna manera a la cosa. Ni bajo la amenaza de secuestro del brazo incorrupto de Santa Teresa se avenían a confesar lo que a todas luces han sido, son y serán.

Pero miren por dónde habrá salido el sol, que sin mediar provocación ni coacción, la semana pasada se produjo una salida masiva del armario patriótico en forma de libro. De libraco, más bien, pues son cerca de mil quinientas páginas las que, según las emocionadas crónicas de la prensa afecta, conforman una biblia cañí titulada, agárrense, Historia de la nación y del nacionalismo español. Tracatrá, al final cantó la gallina. Firman el compendio 45 intelectuales de postín, de los que aparte de dos morigerados de cuota, la inmensa mayoría milita en la Brunete académica; les bastará que les cite a Fusi o García de Cortázar para que se hagan una idea del paño.

A diferencia de otros artefactos similares, y hasta donde he visto la lista de autores, no parece haber tuercebotas de la Historia ni ganapanes indocumentados. Y eso, qué carajo, es algo que los que defendemos otras identidades debemos saludar: al reconocerse —¡por fin!—, nos están reconociendo. Aunque sigan diciendo que nanay.

Espías como nosotros

Lo del espionaje en masa y a discreción es tan grave que la única opción que nos queda es tomárnoslo a chunga. De verdad que antes de ponerme a teclear he estado ensayando un tono severo o como poco, circunspecto, para denunciar la ofensa a todas luces intolerable. Pero se me suelta la risa, creo que la tonta o la histérica, y se me va al carajo el discurso sobre la tremenda ignominia que es verse convertido en ala de mosca bajo el microscopio del gran hermano. Si, en general, el pataleo sirve apenas como desfogue y casi nunca para cambiar las actitudes o los hechos contra los que creemos estar rebelándonos, en un caso como este, la utilidad de la protesta es aún menor. Ya me gustaría ser uno de esos columnistas modelo “Se van a enterar estos malandrines del Pentágono” y cascarles aquí y ahora, sin ponerme rojo como la nariz de un político que no nombro, una filípica de pantalón largo sobre la desvergonzada intromisión permanente en el templo sagrado de nuestra intimidad. (¿Ven la chorrada que acabo de escribir? Pues eso era justamente lo que quería evitar)

Nos vigilan, sí. Al común de los mortales cuando busca en internet un hotelito con encanto en las Alpujarras y a Angela Merkel cuando parraplea por su móvil. Y ni a la baranda de Europa ni a nosotros nos queda más alternativa que sulfurarnos a beneficio de inventario, quizá con la diferencia de que ella se lo puede soltar a la cara y en palabras desabridas al jefe de los mirones, que para mayor tocadura de pelendengues, resulta ser un tipo que en su día creímos que era diferente.

Probablemente ahí está la cuestión. Obama no es diferente. Ni de Bush, ni de Putin, ni de Netanyahu… ni, mucho me temo, de cualquiera de nosotros mismos, que actuaríamos de un modo bastante parecido si tuviéramos los medios para ello. Tire la primera piedra quien no haya echado una miradita como al despiste al guasap de su pareja. Sin mala intención, claro.

Manifestarse

La primera batalla es la del lenguaje, que nos impone la parte como si fuera el todo. Y esa está perdida: demasiado cansino matizar en cada enunciado que ‘las víctimas de ETA’ no son tales, sino unas asociaciones muy concretas que se han arrogado en exclusiva su representación. A partir de ahí vamos de cráneo. Si expresamos reparos a la manifestación del domingo en Colón, parece que nos estamos situando enfrente de miles de personas a las que se ha causado un daño injusto y que, por ello, sienten un dolor genuino. No es eso, por supuesto que no es eso, pero muy pocos se van a tomar el trabajo de separar el grano de la paja. Vivimos instalados en el trazo grueso, en el conmigo o contra mi, en el simplismo binario de considerar que todo se reduce a dos bandos y no caben los decimales.

Lo malo es que, sabiéndolo, no pongamos ningún cuidado en no echar más leña al fuego. Soy el primer crítico con los convocantes de esa manifestación que olía a naftalina y venganza. También con algunos de sus asistentes, en concreto, con los que fueron a salir en la foto, a ladrar un rencor añejo, o directamente, a enmerdar el patio con nostalgias y bravatas. De los demás, muchos miles, poco tengo que decir, salvo que en mi opinión estaban tan profundamente equivocados que la justicia que reclamaban era, en realidad, un injusticia de aquí a Lima. Sin embargo, ni siquiera la sospecha de que en el fondo de su ser eran conscientes de la engañina me empuja a negarles el legítimo derecho a salir a la calle a soltar sus proclamas. Insisto, por muy erradas y extemporáneas que a mi pudieran parecerme.

Si de verdad nos creemos una cuarta parte de las bellas palabras que aventamos sobre la convivencia, no podemos enfurruñarnos como hidras cuando vemos que el asfalto se deja pisar por personas de un credo distinto, incluso diametralmente opuesto, al nuestro. Salvo que en realidad lo que nos guste sea la bronca, claro.