San Patxi, c’est fini

Espero que esta sea la definitiva, porque ya he perdido la cuenta de las veces que hemos anunciado la derogación del 25 de octubre como Día de Euskadi, también conocido en algunos círculos como San Patxi, en dudoso honor de quien lo calzó en el calendario aprovechando que la izquierda abertzale estaba de excedencia por ilegalización. En todas las ocasiones, además, nos ha tocado ilustrar la noticia con el consabido salpicón de declaraciones recalentadas hasta la náusea. Como si los que instauraron la cosa por joder un rato, o sea, para marcar paquete constitucionalista, no supieran desde el mismo minuto en que lo hicieron que aquello tenía fecha de caducidad. Manda pelotas que se empeñen en venirse arriba con lo que nos une a todos, cuando el trozo mayor de ese supuesto todos había dejado claro que celebraría antes San Cucufato que el aniversario de la aprobación de un Estatuto que ha resultado el timo de la estampita. Leñe, que alguna vez tendremos que acabar con la costumbre de este pueblo —véase el 31 de agosto en Donostia— de convertir en fiesta las derrotas y las catástrofes.

Si ya en origen y por buenas intenciones que tuviera, el texto de Gernika era, en el mejor de los casos, un apaño para ir tirando, su contumaz incumplimiento por parte de los gobiernos españoles ha acabado convirtiéndolo en una broma de pésimo gusto. Qué puñetera casualidad que los mentados gobiernos que se lo pasaban por la sobaquera hayan estado en manos de los dos partidos que promovieron su efeméride y que siguen defendiéndola con lo más granado de su artillería dialéctica. Apenas se les nota que lo que les pone cachondos del articulado del 79 es que, vaciado de contenido hasta situarnos en algunas materias por debajo de las competencias de Murcia, marca el non plus ultra de lo que su jacobinismo rojigualdo y ramplón está dispuesto a ceder. Qué menos que no festejarlo.

La sandalia de David

Primera perplejidad: todo el mundo le está llamando zapato a lo que yo juraría que era una sandalia. Tal vez no tan abierta como las que los guiris de tópico y mi vecino del cuarto complementan con calcetines, pero sandalia, al fin y al cabo. Este verano me compré unas muy parecidas por treinta euros, y por la impresión que me dio, las del diputado de las CUP, David Fernández, no debían de ser mucho más caras. ¿Cuánto costarían los —esos sí— zapatos de Rodrigo Rato, el otro protagonista del episodio que tanto está dando que hablar? Tuiteé ayer que 3.000 euros y quizá exageré, pero les juro que hay mocasines de ese precio. Hará como quince años, Federico Trillo, compañero de partido, gobierno y tropelías del susodicho, presumió de calzarse con unos hechos a mano en Roma que le salían por doscientas y pico mil pesetas el par. Sumen la inflación y no andaré muy lejos. Del Primark no eran, eso seguro.

Luego está la cuestión de los verbos empleados en la narración de lo que ocurrió el pasado martes en el Parlament de Catalunya. Lanzar no es lo mismo que amenazar con lanzar, ni esto último es equiparable a mostrar, que fue a todo lo que llegó el portaveu cupero. Hacia el final de su intervención, se agachó, tomó la —insisto— sandalia, la sujetó sobre la mesa y largó una teórica sobre el simbolismo que tendría la acción en Irak. Ni siquiera golpeó el estrado con ella, al modo de Kruschev en la ONU o Beiras en la cámara gallega, que hay que ver lo que dan de sí —¿Cuestión de fetichismo?— los calcos en sede parlamentaria. Cierto que después mencionó el infierno, le llamó gánster al banquero y se adornó con un “¡Fuera la mafia!”, ya con el micrófono apagado.

Probablemente no fue una conducta ejemplar, pero tampoco me parece especialmente censurable, teniendo en cuenta los hechos acreditados por el que estaba enfrente, que —en eso sí me fijé— no presentaba marcas de esposas en las muñecas.

Víctimas en las aulas

El testimonio de las víctimas de abusos policiales llegará también a las aulas vascas. La noticia es que sea noticia. O, en todo caso, el retraso. Si algo debería parecernos extraordinario, es que hasta la fecha se haya obviado esa parte del relato con absoluta naturalidad. Es como si en clase de matemáticas enseñaran a dividir pero no a multiplicar, un sinsentido que solo se comprende en un país que hemos pretendido construir únicamente con los ladrillos de conveniencia. Pero como también somos previsibles hasta el aburrimiento, un titular así provoca crujidos de dientes y rasgados rituales de vestiduras. ¡Equiparación, equiparación!, claman fuera de sí los que se niegan a admitir cualquier sufrimiento que no sea el canónico. Al hacerlo, se retratan —nuevamente— como ciegos voluntarios, amén de como inhumanos monopolistas del dolor que intentan eliminar la competencia. Ni se les ocurre pensar que los padecimientos no solo no se anulan entre sí, sino que son complementarios.

En cualquier caso, no sé qué ando gastando tinta, papel, energías y su paciencia describiendo por enésima vez una evidencia de la que (casi) todos, incluidos los que obran así, estamos al corriente. En el espacio que me queda intentaré ser propositivo, que no sé muy bien lo que quiere decir, pero que está muy de moda. Me limitaré a dar la bienvenida a la iniciativa y, en la medida que me lo permite mi escepticismo, a desear que resulte de provecho. Debo confesar que albergo mis dudas sobre el efecto que puedan tener las experiencias de víctimas de cualquier violencia en chavalas y chavales de entre 12 y 16 años. Digo yo que mal no les harán las narraciones, pero igualmente me temo que asistan a ellas con el mismo entusiasmo con que atienden una lección sobre las partes de la célula o las características del ser parmenideo. Quizá baste, es verdad, con que a uno o dos les llegue el mensaje. No estamos para pedir mucho más.

Ni periodismo ni democracia

Sin periodismo no hay democracia. Como frase, es resultona, no cabe duda. Lo alucinógeno es verla en pancartas que sujetan quienes no distinguirían ni el periodismo ni la democracia de una onza de chocolate. No se ofenda nadie: confieso que yo tampoco soy capaz de hacerlo. Cada vez menos, de hecho. Sobre la democracia, tengo la creciente impresión de que mi generación no la ha conocido y que designamos con tal nombre lo que no es sino una versión perfeccionada de la dictadura. En cuanto al periodismo, ahí sí que no me engaño: me consta que la inmensa mayoría de los que decimos ejercer tal oficio apenas somos trasegadores de noticias. Las llevamos de un sitio a otro, las servimos al detalle o a granel, añadiendo este o aquel aditivo y empaquetadas con nuestra etiqueta, que en realidad suele ser prestada, y no hay lugar para más misterio. Lo demás es marketing, hacer que hacemos, filigranas y cabriolas que nos van saliendo mejor a fuerza de repetirlas, diversidad simulada para que la clientela —o sea, ustedes, pero yo también cuando me quito el buzo— crea que es dueña de elegir entre un variadísimo surtido. ¡Ay, si descubriéramos lo singular que es la pluralidad!

Suena apocalíptico y fatalista, pero con el tiempo se va sobrellevando, y hasta se aprenden rudimentos para salirse del guion, siquiera por un rato, ¡pero qué rato! Sin embargo, hay ocasiones en las que la tramoya te revienta el alma. Me ocurrió el otro día, viendo la soflamilla que encabeza esta columna salmodiada con reiteración en una protesta contra el cierre de Canal 9. ¡Y la peña tragaba que era un primor! Se unía al coro que exigía que seiscientoseuristas y otros pardillos siguieran financiando a casi dos mil tipos con nominaza que acababan de confesar que durante 24 años habían estado mintiendo. Todo ello, en nombre de lo público, las señas propias de identidad, la democracia y el periodismo. Hay que jorobarse.

Camus vive

Perdonen lo simplón y topicazo del título. Y lo falso. Por desgracia, Albert Camus no vive. Hace medio siglo largo que se dio una galleta tremenda a bordo de un Facel Vega conducido por su amigo Michel Gallimard y se quedó en el sitio. Solo un día antes —ya es cabrón el destino—, había dejado para la posteridad su última gran cita: “No hay nada más idiota que morir en un accidente de coche”. Por hablar. Casi todo lo que le ocurrió (malo, bueno y regular) fue por eso, por no dejar quietas ni la lengua ni la pluma, por desafiar las ortodoxias a diestra y siniestra, por pisar juanetes prohibidos. Los de los malísimos del globo, sí; pero también los de los presuntos seres angelicales que meaban colonia, como un tal Sartre, que decía de él que era un filósofo para alumnos de instituto. Hoy hasta el sartriano más furibundo sabe que tras esa melonada estaba la cochina envidia, de la que no se escapan ni los que salen en las fotos de la Historia levitando sobre el bien y el mal.

No es solo que Albert, con su aire a Bogart en según qué instantáneas, fuera mucho más atractivo que Jean Paul. O que el existencialismo del primero tuviera origen en una verdadera existencia a fuerza de pasarlas putas, mientras que el del segundo (alguno me excomulga por escribir esto) era una reacción de niño bien que se quejaba de vicio. También era que a Sartre no le gustó que cuando abogaba irresponsablemente por ocultar los horrores del estalinismo para “no despojar de esperanza a los trabajadores de la Renault”, Camus le cerrara la boca con una frase que vale por cien tratados: “No necesitamos esperanza, sino verdad”.

¿Ven? Ahí empieza a cobrar sentido el encabezado de estas líneas. Era el mensaje de esta columna y de muchas otras que les llevo echadas a los ojos: no hay que maquillar la realidad por muy noble que sea la causa. Para mi, Camus vive, y no solo durante estos días en que conmemoramos su centenario.

La sociedad interpretada

Lo que la sociedad vasca necesita es… La sociedad vasca quiere/no quiere… La sociedad vasca está pidiendo… Eso, en las fórmulas de tono más bajo, que luego están también los que se trepan a la parra para mentar clamores y exigencias irrenunciables con una ligereza que da entre risa y miedo. Hay que tener un ego de talla XXL o una desvergüenza oceánica para erigirse en intérprete o portavoz de decenas de miles de personas que apenas tienen en común la residencia en una delimitación geográfica determinada.

Soy el primero que padece esa inabarcabilidad de opiniones, pasiones, pulsiones y decepciones. Mi trabajo sería mucho más fácil si tuviera la certeza de por dónde respira el cuerpo social al que yo mismo pertenezco. Por supuesto que me vendría de perlas estar en el secreto del sentir mayoritario de quienes me rodean y a los que me dirijo. No para hablar o escribir al gusto, sino para saber a qué atenerme o para reducir el número de meteduras de pata, especialmente cuando utilizo los genéricos. Sin embargo, a lo más que llego es a una leve intuición, a una impresión o, si nos ponemos académicos, a un teorema imposible de probar científicamente. Lo que uno percibe frente a lo que realmente es, ¿quién se atreve a asegurar que siempre coinciden lo uno y lo otro?

La respuesta debería ser que muy pocos, pero los discursos y las declaraciones conducen a creer exactamente lo contrario: allá donde hay un micrófono te encuentras a alguien dispuesto a contarte sin margen de error lo que la sociedad vasca (o la que sea) piensa de esto o de lo otro. Incluso sobre cuestiones de las que jamás has detectado el menor interés en bares, parques, autobuses, centros comerciales, comidas familiares y, en fin, esos lugares y situaciones donde nos codeamos con los individuos que conforman la tal sociedad.

Adeu, canal 9

No es verdad, por más que nos empeñemos y lo proclamemos con hueca solemnidad, que cada vez que se cierra un medio de comunicación la libertad recibe un mordisco. Básicamente, lo que ocurre es que se consuma un fracaso, por lo general —aunque no siempre— empresarial y de gestión, y que decenas o centenares de personas pierden su medio de vida. Una putada como un piano, pero no más gorda que cuando la china les cae, pongamos, a los currelas de una cadena de supermercados, de una empresa de limpieza o de una correduría de seguros. Con las torres tan altas que hemos visto venirse abajo, con las escabechinas laborales que nos toca contar a diario, lo que no se entiende es que no tengamos clarísimo que las próximas campanas pueden doblar por nosotros, soberbios miembros del gremio plumífero. Tenemos en contra la ley de probabilidades, el mercado, los caprichos del público, el grosor de los bolsillos, los zarpazos del gratis total, las bajezas políticas, la frialdad de los contables y, a veces, hasta el puñetero azar y la jodida mala suerte. Lo milagroso es seguir a flote. Pero insisto: enfrente del teclado o detrás del mostrador de una degustación.

Leo y escucho los lamentos funerarios por la liquidación fulminante de Canal 9 y compruebo que no hemos asumido nada de lo que describía. Por supuesto que siento en el alma la pérdida de empleos y los dramas personales que los acompañan. Sin embargo, ni la pena ni la empatía me impiden ver que no había otro fin posible para el medio gubernamental valenciano. Sí, gubernamental; público era, en todo caso, el dineral que engrasó la brutal maquinaria de propaganda del que gozaron sucesivos dirigentes de la Generalitat e instituciones afines. Y fue así con la aquiescencia de muchísimos de los que ahora se han quedado sin otro recurso que protestar detrás de una pancarta. ¿Será esta una lección para escarmentar en carne ajena? Mucho me temo que no.