Marqueses por sus… poderes

En buena hora dudó el chismoso Peñafiel de la integridad testicular de Juan Carlos de Borbón. Primero, tuvimos que desayunarnos con la comercialmente provocadora portada de El Jueves, que desde hace tiempo tiene al campechano y a su familia como sus particulares gallinas de los huevos de oro (esta vez, en sentido casi literal). Y como no parecía suficientemente desagradable la visión, aunque fuera caricaturizada, de las criadillas regias, ha salido el propio interesado a hacer una exhibición metafórica de sus blindados dídimos en el Boletín Oficial del Estado. Cuatro marquesados, cuatro, se ha sacado del forro polar el suegro de Letizia Ortiz. Porque él lo vale, y porque esas prerrogativas feudales siguen vivas en lo que todavía algunos llaman Estado de Derecho. De pernada será. A ver quién dice ahora que no los tiene bien puestos.

Con ser escandaloso que a estas alturas del calendario se permitan estas gachupinadas medievales, todavía me ha resultado más obsceno el júbilo cortesano con que, salvo honrosísimas excepciones, se lo ha tomado la prensa. En lugar de abochornarse por la anacronía, los plumíferos -igual los del papel cuché que los otros- se han lanzado en plancha a reír la gracia del repartidor de títulos nobiliarios. En algunas de las informaciones, por lo menos, se percibía un cierto retintín, pero la inmensa mayoría estaban bañadas en un insoportable almíbar rancio.

Habilidad borbónica

Hay que reconocer que ha estado hábil el sucesor de Franco a título de rey. Para que la que plebe tragase aun con mayor entusiasmo del que suele mostrar, ha encabezado el cuarteto de nuevos hidalgos de plexiglás con Vicente Del Bosque, que en el imaginario patriotero cañí ya era un Grande de España. Nadie lo iba a discutir. Y tampoco al nuevo Marqués de Vargas Llosa, don Mario, que le pone un barniz simpático y cultureta a los nombramientos. Con el triunfador balompédico y el campeón de las letras al frente de la lista, pocos iban a reparar en los otros dos agraciados.

De Aurelio Menéndez, aupado a la dignidad de Marqués de Ibias, no hay mucho que decir, salvo que siempre ha estado en el séquito palaciego y que fue ministro preconstitucional. Más miga tiene, como ha señalado con subrayado doble Iñaki Anasagasti, el cuarto ennoblecido, Juan Miguel Villar Mir. Conspicuo servidor del Caudillo, de lo cual siempre se ha enorgullecido, y preboste actual de la gran industria, su único fracaso ha sido no llegar nunca a presidir el Real Madrid. Aunque parezca raro, eso no lo puede decidir el Borbón.

NaBai: no hagamos un drama

Tras la ruptura suelen arreciar los trastos a la cabeza, que ya volaban desde tiempo antes anunciando el inminente e inevitable final. Es una inútil pérdida de energías. Los reproches muerden la mano que los alimenta con mayor saña que el tobillo al que son lanzados. Es mucho más práctico, aunque sea una cursilada del nueve largo, aplicarse el bálsamo Tagore. Si lloras por la pena o por la rabia de no ver el sol, las lágrimas te van a coronar con la cabronada de no dejarte ver las estrellas. Añadamos que no estamos hablando de amor, sino de política -donde los sentimientos son de atrezzo-, y concluiremos que no procede hacer un drama de lo que ha ocurrido con Nafarroa Bai.

A nada nos lleva el sorteo y adjudicación de culpas. A menos todavía nos conduce que el resultado del descasamiento sea aumentar el saldo de rencor entre los que fuera o dentro persiguen el mismo fin. Que si EA ha pretendido jugar a dos barajas, que si el PNV se ha pasado de intransigente, que si Aralar se cree que el juguete es suyo, que si la Izquierda abertzale ilegalizada ha querido cargarse el invento, que si los independientes no lo son tanto… Todos tienen un argumento arrojadizo con su correspondiente dosis de razón y su pertinente contrarréplica. Desde el córner, los adversarios a batir en las urnas sonríen y hasta se dan el lujo de amagarse entre ellos, sabiendo que pactarán tras las elecciones. Hasta ayer temblaban ante la cada vez menos remota posibilidad que se les vuelque la tortilla foralista.

Aritmética

La cosa es que eso sigue siendo igual de soñable tal y como han quedado las cosas tras el último episodio. Hay un miedo cerval al efecto de la Ley D’Hont sobre las escisiones, parejo al mito que circula sobre lo bien que se porta con las coaliciones. Basta estudiar un puñado de procesos electorales con perspectiva para comprobar que esto último no ocurre tanto. En política la suma de dos y dos rara vez da cuatro.

El éxito hasta la fecha de NaBai ha ido más allá de las siglas e incluso de las ideologías que la han conformado. Sus votantes no se corresponden milimétricamente con los que cada formación tenía -o tendría- por separado. Eso no tiene por qué cambiar con la ausencia de EA que, en la hipotética unión con la izquierda abertzale que hasta ahora estaba fuera del juego, puede cosechar también un resultado interesante. Exactamente igual que van a hacer PP, UPN y, con toda probabilidad, PSN, será cuestión de esperar a que las papeletas estén contadas para ver si la aritmética es propicia.

Al PP no le gusta ‘La República’

Confirmando una vez más las teorías de Pavlov sobre las campanillas y los jugos gástricos de los cánidos, el Partido Popular ha puesto el grito en el cielo de Brunete a cuenta de la emisión en TVE de 14 de abril. La República. Un tal Ramón Moreno, diputado por Zaragoza y representante de la formación gaviotil en el consejo de administración del ente público español amenaza con ponerle las peras al cuarto al mandamás televisivo Alberto Oliart por la “caspa revisionista y el formol monotemático” que destila la serie. Añade en su blog el ofuscado culiparlante que el producto audiovisual pretende reabrir heridas, recrear la Historia a gusto del mensajero con un indudable sesgo monocolor y media docena de topicazos más. Es obvio que el gachó no ha visto más que un trailer o, como mucho, trozos aleatorios mientras hacía zapping durante los anuncios de Intereconomía TV.

Los malos, los anarquistas

A diferencia de él, gracias a la fantástica web de RTVE, yo sí me he tragado enteritos los dos capítulos de la telenovela que se han emitido hasta ahora. Doctores tiene la ciencia catódica, dejaré a mi compañera Estefanía Jiménez un despiece más enjundioso y autorizado, pero si algo se puede decir de ese par de episodios, es que pierden azúcar por todas las costuras. La cosa no va, como presume Moreno, de rojos beatíficos y derechosos despiadados. Para empezar, la trama se centra en una familia de terratenientes de muy buen rollito que tratan de nadar y guardar la ropa en medio de las turbulencias. Hay, cierto es, una socialista idílica, trasunto de Clara Campoamor, pero para compensar, los malos de verdad son un policía corrupto y, cómo no, un anarquista que azuza a los ignorantes jornaleros a atentar contra la propiedad privada de sus paternalistas señoritos. Si alguien se puede quejar es la CNT. Hasta el militarote golpista, encarnado por un actor que es la viva imagen del Aznar de hace quince años, aparece retratado con mayor nobleza de corazón que el ácrata, que encima le pone los cuernos a la íntegra socialista con una cabaretera que -me juego el cuello- pronto se revelará como una agente a sueldo de Moscú.

Un pastelón bienintencionado que se deja ver, con factura solvente e interpretaciones más que correctas. No hay más pies que buscarle a este gato. Pero claro, lleva por título La República, expresión maldita todavía ochenta años después para quienes no se avergüenzan en aparecer como herederos de los que la derribaron. Ahí le duele al Partido Popular, que se sospecha continuación de la CEDA.

Insurrección en la piscina

A un sargento del nobilísimo y valerosísimo ejército español le han metido un paquete por no respetar el escalafón. ¿Se saltó, tal vez, una orden de un teniente? ¿Dejó sin el saludo reglamentario a un comandante pecho-lata? Mucho más grave. El indisciplinado milico, de nombre Francisco Maceira Rodríguez -¡a sus órdenes!- y en situación de reserva, tenía la extravagancia de nadar a todo lo largo y a todo lo ancho de la piscina de un polideportivo de uso castrense de Ferrol, patria chica del glorioso Caudillo. Lo hacía, y ahí es donde se ha caído con todo el equipo, ignorando a conciencia la ordenanza interna de las instalaciones, que establece sin lugar a dudas que la primera de sus ocho calles es de disfrute exclusivo de almirantes, capitanes de navío y coronoles. De ahí para abajo, la tropa toda debe limitar sus ardores natatorios a lo que queda de la pileta, procurando no salpicar, miccionar en el medio líquido, ni hacerse aguadillas.

¿Cómo se distingue, yendo en bañador, a alguien que pertenece a una de las tres castas con permiso para ejercitarse en la calle uno de la soldadesca de menor graduación? También a mi me asalta la curiosidad, pero no lo aclara la circular, que sin embargo sí es expeditiva a la hora de señalar que los oficiales que se sientan invadidos por sus inferiores jerárquicos podrán solicitar al socorrista la ejecución de la norma. Esa es buena por partida doble. Por un lado, nos enteramos de que los bravos infantes de marina se bañan bajo vigilancia, no sea que se ahoguen y mengüen los efectivos de la armada hispana. Por otro, resulta que el auténtico mando en plaza -o sea, en piscina- lo tienen los custodios del local.

Crimen y castigo

Haciendo oídos sordos, como hemos dicho, a este peculiar reglamento bendecido por el ministerio español de Defensa, el insurrecto Maceira se explayaba a su gusto por la zona vedada y, de natural levantisco, no dudaba en meterse en trifulcas con quienes le superan en estrellas y galones cuando le recriminaban su actitud expansiva. Pero en una temporada no podrá volver a hacerlo. El jueves pasado recibió una carta firmada por el capitán de navío Saturnino Suanzes Edreira, a la sazón, jefe de las instalaciones deportivas (o sea, juez y parte), en la que se le comunicaba la prohibición de acceder a la alberca de la discordia en los próximos treinta días. Se puede dar con un canto en los dientes el sedicioso bañista. Llegamos a estar en tiempo de guerra, y lo fusilan al amanecer o, como poco, lo confinan en una celda de aislamiento.

Un mes sin fumar… en los bares

Algunos se maliciaban que el fin del permiso para ahumar al prójimo iba a acabar como lo de Túnez o Egipto. Habría tenido su gracia que lo que no ha conseguido la seguidilla de recortes sociales -más los que vendrán- hubiera sido posible por la ley seca del fumeque en establecimientos públicos que estrenamos con el año. Pero no. Nuestras calles siguen, para lo bueno y para lo regular, igual de amodarradas. Como mucho, medio diapasón más vivas gracias a las pequeñas e inofensivas asambleas de portadores de pitillos que se dan al vicio de puertas afuera con alegre resignación. Ya ni siquiera es la prohibición y sus consecuencias el asunto principal de conversación en esos cociliábulos. Con absoluta naturalidad, incluso en medio de los rigores meteorológicos que invitarían a mantener la boca cerrada y el espíritu ennegrecido, se habla entre bocanada y bocanada de las mismas cuitas de siempre. La charla del interior se traslada al exterior sin echarle más drama. Una mesa con un cenicero bajo un toldo protector (a veces, una simple repisa) es toda la logística necesaria para que la vida siga.

Dentro

Y al abrigo de la barra tampoco ha habido ninguna gran revolución. Yo mismo esperaba ver caras de urgencia. manos nerviosas, o cuerpos en estado de máxima tensión. Supongo que en algunos casos la procesión irá por dentro, pero nada me ha hecho pensar en estos treinta días de abstinencia hostelera que me hallara en un polvorín a punto de explotar. Al principio se hacía novedosa la ausencia de la neblina característica y de las sempiternas colillas pisadas en el suelo, y según en qué locales, se percibía más penetrante el olor de la surtida barra. A la tercera o cuarta visita los parroquianos dejan de reparar en todo eso y siguen a lo suyo, que es darse un respiro, avituallarse o compartir un rato con sus semejantes. Para eso servían los bares antes y para eso seguirán sirviendo durante muchos años. Queda en entredicho que el tabaco fuera un elemento imprescindible de su magia y de su servicio.

Sólo hace falta que se convenzan de ello los que están aprovechando el río revuelto para subirnos la dosis de titulares exagerados o imágenes con su puntito de morbo. Como tantas de nuestro tiempo, esta también está siendo un guerra mediática. Demasiado ruido para tan poca nuez. Leyendo algunas informaciones o viendo ciertos reportajes, cualquiera diría que las tascas y tabernas son reproducciones a escala de la zona cero de Bagdad. Basta llegarse a cualquiera para comprobar que no es así.

Lo que va de Bollain a De la Iglesia

Hace como siete u ocho años, después de aplazar media docena de veces una entrevista que iba a ser de alfombra roja, un agente de prensa de Iciar Bollain me mandó, literalmente, a la mierda. Aquel tipo -llamado Alberto, creo recordar- me dijo que no había nada que explicar sobre las cancelaciones en el ultimísimo momento y que era mi problema si me había tenido que vestir tantas veces de lagarterana para llenar el cuarto de hora provocado por su ausencia. Antes del exabrupto final, me recordó que su representada tenía el derecho a no descolgar el teléfono si no le apetecía, aunque se hubiera comprometido a hacerlo. En ese mismo instante dejé de creer en el buen rollito que espolvoreaba la directora en sus películas y en sus declaraciones. Otra decepción más para el coleto. Una de las cosas malas de mi oficio es tener la posibilidad de acercarse un paso más que el común de los mortales a las personas que se admira.

Bronca a De la Iglesia

Me ha vuelto a la cabeza la anécdota al leer el rapapolvo público que Bollain se ha permitido echarle a Álex de la Iglesia por haber cometido el tremendo delito de escuchar a los que están al otro lado de la acera en el fárrago de la Ley Sinde. “Ha abierto una crisis innecesaria y muy dañina en el seno de la Academia”, acusaba al bilbaino, y añadía: “Estábamos a punto de hacer una gala muy bonita, todos metidos de lleno en los Goya, y de repente, este lío enorme”. Ajustado autorretrato de la cineasta comprometida. Todo lo que le preocupaba de este asunto en el que tanto y tan importante hay en juego -el futuro de la relación entre creadores y disfrutadores de su trabajo- era que el sarao, esa función de fin de curso que de mayor quiere parecerse a la entrega de los Oscar, quedase lucido y resultón. Pues fale, que diría un personaje de Forges.

Bendita crisis, si es que es verdad, la que De la Iglesia ha podido provocar con su valiente paso al frente en una institución que lleva apestando a naftalina desde su nacimiento. Es muy curioso que muchísimos de los que quieren contarnos la realidad desde las pantallas vivan en una burbuja que se han hecho a medida. No caeré en la cantinela facilona de llamarlos “faranduleros de la ceja”, pero debo reconocer que ayer me ruboricé al comprobar que coincidía casi letra por letra con lo que había escrito Alfonso Ussía -¡sí, él!- sobre el suntuoso lugar elegido por Penélope Cruz y Javier Bardem para el nacimiento de su hijo. Cuesta aceptar lecciones de ética de quienes se pueden pulir cien mil dólares tan alegremente.

Jon Juaristi y la normalidad

López denuncia a quienes utilizan el euskera en la guerra política. Es decir, se denuncia a sí mismo o, para ser más exactos, al amanuense de corps que le escribió que el euskera y la violencia van amarraditos los dos de espumas y terciopelos, como canta María Dolores Pradera. Tal vez le falten un par de hervores pedadógicos al presidente de la CAV para comprender que la frase que le hicieron leer no era otra cosa que un obús lanzado contra las líneas declaradas enemigas. Hizo blanco y provocó daños. Puede estar satisfecho el intendente intelectual de la mayoría trucada. Me cuesta creer, sin embargo, que en su fuero interno lo esté el autor material del disparo dialéctico. Al actual lehendakari y a su gobierno se le pueden sacar muchas faltas, pero estoy sinceramente convencido de que entre ellas no está la militancia antieuskaldun.

Otra cosa es que lo parezca y que, como ha sido el caso, cuando han quedado retratados como tales, hayan preferido la soberbia de la ratificación bravucona a la humildad del desmentido y la aclaración que hubiera devuelto las aguas a su cauce. Por lo visto, con la bajada de orejas ante la inmensa cantada del asunto Guggenheim-Helsinki ha quedado cubierto el cupo de disculpas de todo el trimestre. Allá Mendia, Zabaleta o la propia Urgell, que en sus vidas anteriores habían acreditado con hechos su compromiso con la lengua, si no les importa que por una cuestión de orgullo aparezcan en el padrón de los que están a diez minutos de resucitar el anillo de infausto recuerdo.

Valedores

Allá también las citadas y otras personas del ejecutivo siempre alejadas de cualquier talibanismo, que por ese mismo orgullo o por una ciega obediencia se prestan a ser valedoras de Jon Juaristi y su oceánica antología de insultos y desprecios al idioma. ¿Cómo pueden seguir defendiendo a capa y espada, como si fuera causa suya, la presencia en el Consejo asesor del euskara de un tipo que juró no volver a expresarse en “la ingrata lengua” y que dice desdeñosamente que no le preocuparía lo más mínimo su desaparición? ¿Cómo pueden fotografiarse sonriendo junto a él, veinticuatro horas después de que dejase escrito en ABC que los abertzales manifiestan una “obsesión por las ovejas, que no me recataría en calificar de turbiamente erótica” o que el eusquera (así lo escribe) es “una lengua de sencillos aldeanos y pastorcillos”? Cuando se les pregunta, dicen, engrosando la ofensa, que es un signo de normalidad. Si les queda un gramo de conciencia, les costará coger el sueño.