Segunda Transición

Los centauros, las hidras y los unicornios no están mal, pero mi animal mitológico favorito es la Transición española. Escrito así, con T mayúscula, como Toledo, Torrelodones o Torcuato, nombre de pila del brujo pirujo —asturiano y esquinado, para más señas— a quien en los cuentos de hadas al uso se le atribuye la pócima milagrosa. Menudo hallazgo, echa usted al caldero cuarto y mitad de rabos de lagartija azul mahón, completa el resto con jóvenes opositores llenos de ambición, perfuma la mezcla con sudor de algún fósil rojo, y le sale una democracia del copón de la baraja. Envidia del mundo mundial, oiga, copiada a todo copiar desde Manchuria a Pernambuco, pasando —una escala técnica de nada— por las Caimán. Luego se ven los árboles genealógicos y la lista de ocupantes de las sillas de mando y se comprueba que encaja como un guante en la archifamosa frase de Tancredi en Il Gattopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.

Se le descoyunta a uno el bullarengue al escuchar, 40 años después de aquel birlibirloque, que el domingo que viene, 20-D y sereno, se estrena la secuela. La segunda Transición, va anunciando a pleno pulmón el chaval del Ibex 35, que en sus sueños tórridos se aparece a sí mismo como un Suárez algo mejor recauchutado por debajo de la camisa. Otro tanto recita en sus mítines de plexiglás Ken Sánchez. Más cuco y sin meterse en jardines de ordinales, Iglesias Turrión hasta ha publicado un libro a modo de Evangelio titulado Una Nueva Transición, materiales del año del cambio. Fiel a su estilo, Rajoy calla. El Borbón menor y el mayor se descojonan.

Debate en tú menor

Del presunto debate definitivo vi treinta segundos. Es lo bueno de la cultura audiovisual de mi tiempo. Medio minuto da para un Quijote completo y cuarto y mitad de La Divina Comedia. Suficiente, en este caso, para comprobar la escasa calidad del paño. Soraya SdeS con sonrisa de estreñimiento (¿Pon dientes, que les jode?), Rivera frotándose las manos como si quisiera prenderse fuego allí mismo, Sánchez tirando de repertorio de vendedor de enciclopedias de Argos Vergara. Completando el cuarteto, el que me dio la impresión de estar más cómodo: Pablo Iglesias Turrión, polemista profesional, capaz de defender con idéntica vehemencia contenida arre o so, y tuteando despreciativamente al resto de los que componían la francachela.

Un momento. Deténganse en ese detalle, si es que lo era. Yo, quizá pasándome de suspicaz, lo encuentro más bien una categoría que caracteriza fielmente tanto a los contendientes como a la contienda. Extiendo, de hecho, el desprecio y la falta de respeto hacia los teóricos destinatarios del intercambio dialéctico, es decir, las ciudadanas y los ciudadanos. Quienes se tengan por tales y no por meros telespectadores a los que les da igual la final de Masterchef que una confrontación de ideas entre personas que aspiran a presidir el gobierno de un Estado tendrían motivos para sentirse un tanto molestos por ese colegueo chusco.

No digo yo que no haya que romper con ciertas rigideces artificiosas de la pugna política. Es verdad que el oigausté canta a naftalina, pero no se puede debatir sobre el futuro de un país como quien discute los ingredientes de la pizza que se va a encargar.

¿Ciudadanos o Tipejos?

Escarmentado por las consecuencias de dar cuartelillo al chisgarabís magenta local, ni me voy a molestar en anotar aquí el nombre del mediocre cum laude que representa al partido del figurín figurón Rivera en las Juntas Generales de Araba. Aparte (supongo) de algún concejalete, es el único culo naranjito de la demarcación autonómica con asiento institucional, y espero que siga siéndolo después del 20 de diciembre. Igual que un poco de aquel brandy del anuncio era mucho, este destripamociones colma por sí solo el cupo de memos casposos que una colectividad, incluso una tan sufrida como la nuestra, puede soportar.

¿Que si he desayunado fuerte? No. ¿Que si escribo con la arteria carótida hinchada y la bilis en ebullición? Tampoco. Esto no va de visceralidad, sino de elección consciente de términos proporcionales a los empleados por el fulano en cuestión. Y les voy contando, porque su hazaña no ha sido muy difundida.

Resulta que, con todo su derecho —eso no lo negaré—, el jueves, día internacional del euskera, el gachó se negó a apoyar una declaración de reconocimiento a los euskaldunberris suscrita por los otros 50 junteros. Bien podía haberse quedado en el desmarque, pero necesitado de dar la nota, en nombre de su formación (o viceversa), emitió un comunicado de cuatro folios en el que, además de las soplapolleces al uso sobre el adoctrinamiento, la imposición o el robo de miles de puestos de trabajo por no conocer la lengua, vomitaba que el aprendizaje del euskera tiene “perniciosos efectos en la adquisición de competencias y conocimientos” de los alumnos. ¿Ciudadanos? No llegan ni a Tipejos.

Devoción por Kant

Como espectáculo, no estuvo nada mal el combate de egos y labias que protagonizaron el viernes en la Universidad Carlos III de Madrid Pablo Rivera y Albert Iglesias, o al revés, que siempre me lío. Una esgrima dialéctica de quitarse el tricornio, se lo juro. Ni Rajoy ni Sánchez habrían aguantado medio asalto a ninguno de los púgiles. Qué maravilloso cruce de propuestas tan brillantes como, en general, irrealizables —el éter aguanta lo que sea— y qué impresionante recital de chuches discursivas tan al gusto del consumidor-votante (o viceversa) actual.

Iba todo como la seda, con las respectivas claques pilongas ante cada intervención ingeniosa de su gurú, cuando de entre el público emergió no se sabe si un cándido, un tocapelotas o, simplemente, ese universitario pedantuelo (a algunos nos dura) que hemos sido tantos a los veinte, pidiendo a los contendientes que recomendaran un libro de Filosofía. Ética de la razón pura, de Kant, patinó engolado Pablo, y su parroquia aplaudió con las orejas, ajena a la patada que le había dado al verdadero título, Crítica de la razón pura. Luego fue Rivera el que remedó a Cagancho en Almagro, aconsejando cualquiera de los libros del filósofo prusiano, un segundo antes de reconocer ante la pertinente pregunta del moderador (Alsina otra vez, qué cabrón) que en realidad no había leído nada del mentado autor. ¡Y ahí estallaron las redes sociales! Los mismos que ni habían olido la cantada de Iglesias mandaban a la hoguera a Albert por su agravio a Don Immanuel. Yo imaginé a José Sazatornil rezongando: “¿Es que no sabe que aquí sentimos auténtica devoción por Kant?”.

Citas con Mariano

Al final va a ser un genio de la lámpara. Dice ahora Mariano Rajoy que hay que dejar a Catalunya fuera de la batalla electoral. Como si no cantara a millas que el asunto es el hierro ardiendo al que, tras su cuatrienio negro, fía las posibilidades de no mudarse de Moncloa. Perdido todo lo demás, le queda envolverse en la bandera rojiamarilla y venderse como la reencarnación de Santiago cerrando España.

La cosa es que, de momento no le va mal. Mucho mejor de lo esperado, y cito como prueba que haya conseguido atraerse cual satélites a los líderes (o así) de los otros tres grandes (o así) partidos autodenominados nacionales. Qué inmensa pardillez, por cierto, la de Pablo Iglesias teniendo que rogar ser llamado a la cita con los mayores, y perdiendo el culo para ir cuando el magnánimo dedo del pontevedrés marca su teléfono para convocarlo como plato de segunda mesa.

Podrá rezongar lo que quiera el baranda de Podemos y tratar de colocar la moto de que irá a montar un pollo, que la foto que quedará será la del estadista —sí, Rajoy, es la releche— que se atrajo al supuesto rojo del barrio porque, a pesar del millón de diferencias en prácticamente todo, coincide con él en que el valor supremo es que la patria no se rompa. Y si vuelven a leer la última parte de la frase, se darán cuenta que es verdad, como también lo es si cambiamos a Iglesias por Pedro Sánchez, y no digamos por Albert Rivera. Sin más y sin menos, la encarnación por partida cuádruple de la archifamosa sentencia de Josep Pla: no hay nada más parecido a un español de derechas que un español de izquierdas. Sobre todo, en lo identitario.

Albert Iglesias

La primera vez que lo hice, a la altura del martes, iba de guasa, pero en este punto y hora lo hago completamente en serio: propongo que Albert Rivera y Pablo Iglesias —tanto monta, monta tanto—  compartan precampaña, campaña, y si procede, después de votar, se casen por lo civil. O por lo militar, que tanto les gusta a ambos. Al modo de las giras de Serrat y Sabina, dije yo. Mejor en plan Pimpinela, me corrigió con mucho tino un tuitero de colmillo retorcido.

Aunque ni de lejos soy el fan número uno de Jordi Évole, me quito el cráneo ante su hallazgo del pasado domingo. No ya por el audiención que se cascó —mejorando lo presente en estas tierras de por aquí arriba, siempre lo subrayaré—, sino por su repercusión posterior, que todavía no ha cesado, como prueban estas mismas líneas. Pero más incluso que por eso, por haber conseguido el retrato más fiel de la cacareada nueva política, y sobre todo, de sus creyentes y practicantes, cuyo sentido crítico es tan profundo que les dicen a la cara que el invento consiste en una charla de barra de bar, y ni se huelen que les están llamando imbéciles.

Anoten la secuencia desde que todo esto explotó. Surge un fenómeno morado, luego uno naranja creado por ingeniería inversa, y cuando parecía que ambos entraban en horas bajas, el productor —La Sexta, o sea, Atresmedia, o sea, Planeta— les hace coprotagonizar la secuela. Una idea brillante, porque estando frente a frente, en lugar de las diferencias, lo que se aprecian son las mil coincidencias, y como resumen, que son tal para cual y cual para tal. Eso sí, para jugarse el tercer y cuarto puesto, no jodamos.

Albert y Pablo, desconcierto

Qué enternecedor a la par que revelador: en esa papillita televisiva hecha al gusto de la retroprogresía hispana pero que arrasa en Euskadi más que en ningún otro sitio salen Zipi Rivera y Zape Iglesias echando la tradicional meadita sobre el Concierto vasco. Me imagino que, de rebote, también sobre el Convenio navarro, pero como no se menciona específicamente —así me dicen mis informantes; yo ni jarto me trago esa pelea amañada y edulcorada con sorbitol—, cabe pensar que la pareja yeyé y el que preguntaba no tienen ni pajolera idea de la existencia de tal cosa. En consonancia, tampoco nos asombremos, de los conocimientos que manifiestan sobre lo otro. Se ve en los entrecomillados que ambos tocan partituras ajenas.

El figurín de moda, al que hay que reconocerle que la esencia de su chiringuito siempre ha sido el centralismo cañí, ejecuta la que le hayan soplado alguno de los economistas de cabecera del Ibex 35. A programa pasado, dijo el lunes que hay que subir el cupo un 25 o 30 por ciento. Y por qué uno doscientos, no te jode. Por su parte, el intelectual (cada vez más) orgánico, fiel a su estilo, se apuntó a la tesis más en boga, esa de aluvión que sostiene, sin saber de qué narices se está hablando, que “hay que revisarlo”.

Pues, ¿saben lo que les digo? Que me alegro. Porque así quedan las cosas más claras si cabe, pero también porque esto nos da esperanzas para salir de la modorra plácida en la que nos movemos de un tiempo acá. Les daré pelos y señales en otra columna, pero les avanzo que nada nos haría mayor favor que vinieran en serio a por el Concierto y el Convenio. Ya me entienden.