Tienen razón los basagoítidos al ofenderse por la acusación de pucherazo a su plan para cuadrar el círculo electoral vascongado. Al lado de lo que pretenden y de cómo lo están pergeñando, un pucherazo de los de toda la vida es algo casi decente. Cuando los veinte nigromantes del derecho terminen sus alquimias ponzoñosas para sacar toneladas de oro de unos kilos de plomo, habrá que convocar otro sanedrín de eruditos del lenguaje para que busquen nombre a la obra. La palabra más gruesa de los diccionarios vigentes se quedará corta para definir el engendro que resulte de los manejos del escuadrón de matarifes a los que Fernández Díaz ha encargado que conviertan en morcillas los cuatro cochinos de la legalidad que se habían salvado de las últimas matanzas.
Hay quien sostiene que este chabacano tejemaneje es una entretenedera o un teatrillo para aplacar a los talibanes del victimeo haciéndoles creer que se está trabajando para conseguir algo que se sabe imposible. Como para fiarse y no correr. Uno, que tiene memoria y la ejercita, recuerda perfectamente que lo mismo se decía hace doce años, cuando comenzaron los primeros escarceos sobre la ilegalización. Aquello que los más confiados decían que jamás pasaría acabó pasando, vaya que sí.
Con todo, incluso si esta vez la cosa se queda en amago, el espectáculo al que estamos asistiendo no dejaría ser digno del sulfuro que voy gastando en esta columna. Sólo en un lugar donde la ley, lo legítimo y lo moral valen menos que el cuesco de un mono se pueden tomar en serio las paridas de un presunto jurista-de-reconocido-prestigio para justificar el tocomocho. Como la repugnante trola de los chopecientos mil exiliados canta la Traviatta, la luminaria que atiende por Fabio Pasqua saca la manga pastelera más ancha de la galaxia y convierte en fugitivo de ETA a todo quisque que un día estuvo censado por aquí arriba y ya no lo está. Así cualquiera.