“Se acabó”, me guasapeó un muy estimado amigo al difundirse la noticia de la expulsión de cuatro críticos de Eusko Alkartasuna. Me temo que mi interlocutor pecaba de optimismo. Y aquí es donde no sé explicar si lo pienso porque ya se acabó hace mucho o porque todavía queda un tiempo largo de despiadada e impúdica sangría pública de lo que quiso ser el espacio intermedio entre las dos fuerzas abertzales hegemónicas. Aunque no se trate de un fenómeno novedoso en absoluto, nunca ha dejado de fascinarme la querencia de los partidos ya irremisiblemente condenados por radiotelegrafiar su proceso degenerativo.
Y siento escribirlo con esta crudeza porque a ambos lados de los decrecientes restos de serie hay personas a las que profeso un aprecio grande y sincero. Supongo que está en la condición humana luchar hasta el último minuto, pero todos los indicios apuntan a que la que llegó a ser formación decisoria y decisiva en Euskal Herria, tanto en la demarcación autonómica como en la foral, ha completado su ciclo vital. En cuanto a los motivos, tampoco me parece que haya que ser el más fino de los analistas para desentrañarlos. La maldición de la misma división que hizo nacer a EA le ha acompañado durante todo su periplo. Las rupturas se han sucedido en bucle hasta que ya no queda prácticamente nada que disputarse. Como mucho —y aquí está otra de las claves— las migajas que deja caer EH Bildu por el arrendamiento de las siglas a cambio de renunciar a las señas de identidad y de aceptar sin rechistar el catecismo oficial no de la coalición como tal sino del partido abrumadoramente mayoritario que es el que marca el paso.