Es humano. Vas perdiendo por trece a cero y en un arranque de coraje, sacas fuerzas de donde no sabías que te quedaban, te plantas en el borde del área contraria y tu rabia concentrada impulsa un zapatazo que se cuela por toda la escuadra rival. Es un gol de pañuelos, de grada puesta en pie aplaudiendo con los pelos como escarpias, de póster desplegable. Te mereces, por supuesto que sí, celebrarlo comiéndote la hierba, saltando, aullando y, qué narices, hasta con un buen corte de mangas dedicado al árbitro comprado, a esa prensa que te hace la vida imposible o a los autores de un reglamento redactado expresamente contra ti. En esas condiciones, es una tremenda hazaña conseguir franquear los tres palos. Pero no dejes que el subidón de adrenalina te engañe: mira al marcador, resta, y comprobarás que aún te faltan doce chicharros para empatar. Uno más para la remontada.
Siento presentarme otra vez en el nada agradable papel de pinchaglobos. Cuánto más fácil para mi sería encaramarme hasta la cresta de la ola de entusiasmo provocada por la apabullante manifestación del martes en Barcelona y proclamar, como están haciendo algunos con esa urgencia que engendra futuras decepciones, que ya está todo el pescado vendido. Sólo por haberlo gritado como nunca se ha hecho, el lema que llevaban las pancartas se convertirá en realidad: Catalunya, nuevo estado de Europa. Ojalá fuera tan sencillo, pero mucho me temo que queda un buen trecho para vislumbrar siquiera el punto de destino.
Algo debería enseñarnos lo vivido. Guardo memoria de media docena de movilizaciones de las que se hicieron —a favor y en contra— glosas muy parecidas. Todas batieron el récord de la anterior. Todas marcaron un hito. Todas aparentaron ser la gota que colmaba el vaso. Todas, ay, se fueron al álbum de fotos de momentos épicos. ¿Qué motivo hay para creer que esta vez será diferente? Aunque me esfuerce, no lo veo.