Siendo Carrero ministro naval… Los de mi generación no tendrán ningún problema en seguir con la letra hasta el ¡Eup! final que daba paso al lanzamiento al aire de txapelas, gerrikos o lo que se tuviera a mano… o a la eyección hacia la estratosfera del bendito de la cuadrilla al que manteábamos al ritmo de la orquesta verbenera de turno. Urquijo se hubiera puesto las botas denunciándonos por enaltecimiento del terrorismo. ¿Lo era? Uff, es de esas preguntas que seguramente es mejor no hacerse, no sea que nos encontremos frente a nuestras propias contradicciones.
Volviendo a la tonada, la cosa es que su protagonista, Luis Carrero Blanco, no era, pese a su condición de marino, ministro naval, sino nada menos que presidente del Gobierno español. Es decir, que en el escalafón de la dictadura asesina ocupaba el peldaño inmediatamente inferior al mismísimo Franco. Era el número dos y, según buena parte de las opiniones, el que se encargaría de dar continuidad al régimen cuando faltara el bajito de Ferrol, que por aquellos días ya estaba hecho un guiñapo.
¿Por eso lo escogió ETA como objetivo? Bueno, aquí ya tropezamos con las vainas del relato. Hay mitologías en las que así se afirma, aunque hasta en la versión heroica canónica —Operación Ogro, de Eva Forest, que tuvo bastante que ver en el asunto—, los propios autores de la histórica ekintza explican que fue más bien cuestión de chamba. Alguien les dio el soplo de que Carrero, entonces solo vicepresidente, era una perita un dulce para un secuestro. Y eso era lo que se planeó en primera instancia. Luego, una serie de rocambolescas circunstancias encadenadas, algunas rozando lo paranormal, desembocaron en lo que ocurrió hoy hace cuarenta años: la eminencia gris del franquismo saltó con el Dodgedart blindado puesto desde el asfalto de la calle Claudio Coello hasta la azotea de los Jesuitas de Serrano. Voló, Carrero voló. Imposible olvidarlo.