Unas cuantas de las personas más decentes que conozco militan en Izquierda Unida. Buena gente con muy pocos matices, se distinguen, entre otras virtudes escasamente frecuentes, por su compromiso sincero, una amplia tolerancia hacia la crítica sumada a una disposición casi masoquista a la autocrítica, y un notable realismo que compatibilizan con toda naturalidad con el utopismo que les viene de fábrica. Lo malo para ellos y ellas —y creo que para la buena política en general— es que comparten carné con una jarca de tipejos que representan lo más rastrero de la condición humana. Oportunistas, intrigantes, ególatras superlativos, trapicheros, vividores y mangantes irredentos han anidado en la coalición —copando buena parte de los puestos de mando— desde el mismo instante de su fundación.
Siempre será un misterio para mi cómo durante casi treinta años han podido coexistir bajo las mismas siglas estas dos formas diametralmente opuestas de entender no ya la pertenencia a una organización sino la vida. Tremendo, además, que en prácticamente todas las colisiones que ha habido, que han sido un huevo y medio, hayan palmado sistemáticamente los honrados, mientras los canallas se veían reforzados en su tenebroso poder.
¿Hasta cuándo? La escisión más reciente, la encabezada por Tania Sánchez en Madrid, podría marcar el auténtico principio del fin. A eso huele. No deja de ser ironía que IU se hunda en el guano justamente cuando se dan las circunstancias objetivas más propicias para pintar algo. También lo es que la fuerza que sí ha sabido aprovechar el tirón, Podemos, haya salido en buena medida de su seno.