Aunque yo por entonces ya andaba Olivetti y magnetofón en ristre, casi 25 años después del alumbramiento del Espíritu del Arriaga, no he sido capaz de averiguar si es realidad o leyenda urbana que en aquel viraje al pragmatismo del péndulo jeltzale Xabier Arzalluz tonó: “¿Para qué queremos la independencia? ¿Para plantar berzas?” Hay quien me asegura que sí, que estuvo allí, y hasta me describe con pelos y señales la hinchazón de la carótida del orador al expeler la doble pregunta. Ocurre que también conozco a varios que juran haber visto por la tele lo de Ricky Martín, el perro y la chica de la mermelada, un episodio que jamás tuvo lugar. Por lo demás, es bien sabido que ocho de cada diez frases que se atribuyen al azkoitiarra jamás salieron de su boca.
Lo dijera o no —seguramente algún lector me sacará de dudas—, me apropio de la interpelación y se la arrojo inmisericordemente a ustedes desde esta columna. Olvídense de las berzas, el maíz, las alubias y toda referencia hortícola. Quédense con la esencia que late entre los primeros interrogantes. ¿Para qué queremos la independencia? Y atiendan al enunciado, porque no les estoy cuestionando si tenemos derecho a ella o si quienes nos la niegan juegan limpiamente. Eso es de otro parcial. Lo que hay que responder es si tenemos claro lo que queremos ser de mayores y si estamos dispuestos a asumirlo.
Cedan a la tentación de contestar desde las tripas o desde el cabreo secular por los incontables agravios. No le den la razón al amanuense del Borbón que escribió lo de las quimeras. Vamos de cráneo si nos creemos a pies juntillas el cuento de hadas de que la soberanía hará esfumarse la crisis, las desigualdades y las injusticias. Es igual de falaz que la mendruguez de López amenazando con que no podremos pagar las pensiones.
No hace mucho pregunté cuándo nos vamos. Ahora añado si sabemos a dónde y para qué. Por lo demás, estoy dispuesto.