Plantar berzas

Aunque yo por entonces ya andaba Olivetti y magnetofón en ristre, casi 25 años después del alumbramiento del Espíritu del Arriaga, no he sido capaz de averiguar si es realidad o leyenda urbana que en aquel viraje al pragmatismo del péndulo jeltzale Xabier Arzalluz tonó: “¿Para qué queremos la independencia? ¿Para plantar berzas?” Hay quien me asegura que sí, que estuvo allí, y hasta me describe con pelos y señales la hinchazón de la carótida del orador al expeler la doble pregunta. Ocurre que también conozco a varios que juran haber visto por la tele lo de Ricky Martín, el perro y la chica de la mermelada, un episodio que jamás tuvo lugar. Por lo demás, es bien sabido que ocho de cada diez frases que se atribuyen al azkoitiarra jamás salieron de su boca.

Lo dijera o no —seguramente algún lector me sacará de dudas—, me apropio de la interpelación y se la arrojo inmisericordemente a ustedes desde esta columna. Olvídense de las berzas, el maíz, las alubias y toda referencia hortícola. Quédense con la esencia que late entre los primeros interrogantes. ¿Para qué queremos la independencia? Y atiendan al enunciado, porque no les estoy cuestionando si tenemos derecho a ella o si quienes nos la niegan juegan limpiamente. Eso es de otro parcial. Lo que hay que responder es si tenemos claro lo que queremos ser de mayores y si estamos dispuestos a asumirlo.

Cedan a la tentación de contestar desde las tripas o desde el cabreo secular por los incontables agravios. No le den la razón al amanuense del Borbón que escribió lo de las quimeras. Vamos de cráneo si nos creemos a pies juntillas el cuento de hadas de que la soberanía hará esfumarse la crisis, las desigualdades y las injusticias. Es igual de falaz que la mendruguez de López amenazando con que no podremos pagar las pensiones.

No hace mucho pregunté cuándo nos vamos. Ahora añado si sabemos a dónde y para qué. Por lo demás, estoy dispuesto.

Federalismo tardío

A buenas horas mangas verdes, Alfredo Pérez Rubalcaba descubre el modelo federal como bálsamo de Fierabrás que acabará en un pispás con las irritaciones y los eczemas territoriales que han reverdecido en la sensible piel de toro. Mira tú que entre 1982 y 1996 primero y entre 2004 y 2011 en segunda convocatoria, su partido tuvo tiempo —21 años, que se dice pronto— de llevar por ahí el balón. Pero entonces no hizo ni un amago. Ha esperado a ser una oposición en imparable aguachirlización que compite en descrédito y despiste con el Gobierno para brindar al sol, a ver si se echaba un titular a la boca, que buena falta le hacía.

Cierto, lo consiguió. En esos caracteres de humo que se lleva la brisa informativa sin mayor esfuerzo, pudimos leer la propuesta de reformar la Constitución —ja, ja, ja— para calmar con un azucarillo a los que quieren hacer las maletas. Si es la mitad de lumbrera de lo que dicen, debería ser el primero en comprender lo ridículo, o quizá lo patético, de su tercio a espadas. Puede que hace un par de décadas o incluso menos el tal federalismo hubiera sido un precio razonable. Hoy, sin embargo, la inflación de mala leche y agravios encadenados lo convierte en una broma. Según parece que estamos a punto de ver en el Parlament, la tarifa mínima actual está en derecho a decidir. Un mal paso, otra bofetada gratuita, y nos ponemos en autodeterminación como nada. De ahí a la independencia hay medio Petit Suisse.

Como escribí hace unos días, sigo pensando que no llegaremos a esa pantalla del videojuego tan pronto como algunos celebran por anticipado. Pero no será, precisamente, por el papel que hayan de jugar ni el PSOE ni su sucursal catalana, reducida a convidado de piedra en el momento más decisivo de la historia de su país. Gran ayuda, por cierto, la que envía a sus compañeros el Gunga Din vasco Patxi López presentándose como “dique contra los independentismos”.

Otro récord, ¿y…?

Es humano. Vas perdiendo por trece a cero y en un arranque de coraje, sacas fuerzas de donde no sabías que te quedaban, te plantas en el borde del área contraria y tu rabia concentrada impulsa un zapatazo que se cuela por toda la escuadra rival. Es un gol de pañuelos, de grada puesta en pie aplaudiendo con los pelos como escarpias, de póster desplegable. Te mereces, por supuesto que sí, celebrarlo comiéndote la hierba, saltando, aullando y, qué narices, hasta con un buen corte de mangas dedicado al árbitro comprado, a esa prensa que te hace la vida imposible o a los autores de un reglamento redactado expresamente contra ti. En esas condiciones, es una tremenda hazaña conseguir franquear los tres palos. Pero no dejes que el subidón de adrenalina te engañe: mira al marcador, resta, y comprobarás que aún te faltan doce chicharros para empatar. Uno más para la remontada.

Siento presentarme otra vez en el nada agradable papel de pinchaglobos. Cuánto más fácil para mi sería encaramarme hasta la cresta de la ola de entusiasmo provocada por la apabullante manifestación del martes en Barcelona y proclamar, como están haciendo algunos con esa urgencia que engendra futuras decepciones, que ya está todo el pescado vendido. Sólo por haberlo gritado como nunca se ha hecho, el lema que llevaban las pancartas se convertirá en realidad: Catalunya, nuevo estado de Europa. Ojalá fuera tan sencillo, pero mucho me temo que queda un buen trecho para vislumbrar siquiera el punto de destino.

Algo debería enseñarnos lo vivido. Guardo memoria de media docena de movilizaciones de las que se hicieron —a favor y en contra— glosas muy parecidas. Todas batieron el récord de la anterior. Todas marcaron un hito. Todas aparentaron ser la gota que colmaba el vaso. Todas, ay, se fueron al álbum de fotos de momentos épicos. ¿Qué motivo hay para creer que esta vez será diferente? Aunque me esfuerce, no lo veo.

¡Todos al suelo!

Con el ejército español no hay gran cosa que hacer. Por más mares de barniz dizque democrático que le viertan encima, no es necesario ni rascar con una uña para darse de morros con su genuina cáscara podrida de carcoma facciosa. Y para muestra un botón, arrancado de la guerrera de un teniente coronel que atiende por Alamán Castro. Después de años de chusquería semianónima y golpismo de cantina con peste a aguardiente y Varon Dandy, el milico ha encontrado su cuarto de hora de fama eructando en uno de tantos apartaderos de fachas que hay en internet que la independencia de Catalunya deberá pasar por encima de su cadáver.

Eso, como titular. En el resto de la vomitona dialéctica, convenientemente azuzado por un presunto entrevistador de los de correaje a la vista, el fulano se explaya a modo. Que si un puñado de buitres carroñeros nacionalistas no podrán acabar tan fácilmente con 1.500 años de historia, que si José Antonio reclutó en Barcelona el doble de seguidores que los separatistas, que si hay millones de españoles dispuestos a ofrecer su preciosa sangre por la patria amenazada… En una entrega posterior, propiciada por el éxito cosechado por la primera descarga, el sietemachos de pechera contrachapada se venía arriba del todo y pedía el encarcelamiento de Joan Tardá y la ilegalización inmediata de los partidos disgregadores. Quien busque en google hallará, de propina, una bravata anterior disparada a bocajarro contra el ministro de Defensa: “Pedro Morenés es un vividor que no tiene cojones de hacerme callar”.

La cosa es que en esa última parte, suecencia Alamán Castro parece estar en lo cierto. A la hora de escribir estas líneas, el Negociado hispanistaní de la Guerra sigue llamándose andanas sobre las bocachancladas del cuartelero largón. Antes al contrario, un par de peperos con pedigrí han corrido a propalar que al tipejo de caqui no le falta razón. ¡Todos al suelo!

¿Cuándo nos vamos?

No soy ni seré jamás antiespañol. Lo que ocurrió realmente en 1512 me interesa sólo porque el saber no ocupa lugar pero no me vale, medio milenio y cien mil mestizajes después, como sustento para una reivindicación actual. Qué voy a decir, aparte de que me pongo rojo como un fresón por la vergüenza ajena, de la conversión de Sancho III, un déspota medieval como el que más, en Antxo Handia, magnánimo rey de una Vasconia presuntamente feliz que no pasaría una ligera prueba del algodón. Y si nos ponemos en anteayer, más allá de la indudable figura histórica que es y de las facilonas lecturas sobre su obra, tampoco me veo reflejado en el espejo de Sabino Arana.

Resumiendo: no encajo ni por casualidad en el canon, el estereotipo o, si lo prefieren, la caricatura al uso de los que piensan que los que vivimos en este trocito de tierra entre el Ebro y el Adour tenemos derecho a decidir lo que queremos ser de mayores. Pues, léanme los labios, soy uno de los que defienden con firmeza y convicción esa idea. Ya les digo que no es porque crea que tengamos un destino manifiesto señalado en nuestro glorioso pasado ni porque eche las muelas al ver una rojigualda. De hecho, y en esto también voy por libre, lo mío pretende ser más un análisis que un sentimiento. Simplemente creo que, sin dramatismos ni aspavientos, ha llegado el momento de que iniciemos un camino distinto al de España. No un “Ahí te pudras, hasta nunca”, sino más bien un “Espero poder ayudarte y que me ayudes”.

Dejo para otra columna o para una tesis la explicación de cómo barrunto que se podría hacer eso. En realidad, y aquí viene el jarro de agua fría, me temo que no hay prisa. Las fuerzas políticas que sostienen matiz arriba o abajo lo que acabo de expresar no parecen por la labor de pasar del dicho al hecho. Se entretienen tildándose de derechosas y españolazas o estalinistas, pero no terminan de hacer las maletas. Basagoiti se ríe.