Plácida Borbonidad

Francamente, no sé si decirles que parece que fue ayer o hace un par de glaciaciones cuando vimos la imagen que nos van a atizar tres o cuatro millones de veces a lo largo de esta jornada. Un año redondo de la tocata y fuga del Borbón mayor a sus borbonadas crepusculares y de su inmediata sustitución por el joven pero sobradamente preparado. ¿Recuerdan a los que, igual con un canguelo notable que reventando de felicidad, vaticinaban el desparrame para siempre jamás de la monarquía? Pues ya ven qué tino en el pronóstico. Aunque al vástago de Juan Carlos le pitan lo reglamentario en las finales futboleras que ahora le cumple presidir, si hacen números en serio, comprobarán que su reinado marcha con una enorme placidez.

Reconozcámoslo: la operación Borbón y cuenta nueva ha sido un éxito. No diré que sin precedentes, pues gracias a mi provecta edad, tengo muy presente que estamos ante una repetición. Este cambiazo de trileros del Retiro nos lo dieron prácticamente idéntico con su viejo, al que los optimistas llamaron El breve para asistir después a su eternización. Bastaron entonces dos pases de magia mediático-cortesana y, sobre todo, unas manos de barniz legitimador a cargo de presuntos republicanos de tronío —mayormente, Carrillo, Felipe y (me parto) Tierno Galván— para consumar el birlibirloque.
¿Y quiénes están jugando hoy el papel(ón) de palafreneros? Ahí tienen a Ken Sánchez, corriendo al teléfono para expresarle al marido de Letizia Ortiz su solidaridad tras el trago del Camp Nou. O a la vanguardia de Podemos proclamando a lo Pujol que el debate Monarquía-República no toca hasta nuevo aviso.

Nada personal

Todo lo que cabe pedirle al rey —es decir, exigirle— es que devuelva lo que no es suyo y se quite de en medio. Lo demás es entrar en el juego y aceptar, aunque sea por pasiva, que a estas alturas del tercer milenio tiene sentido que la jefatura de un estado sea hereditaria por vía inguinal. Incluso si el destino nos deparase al más justo y benéfico de los monarcas, deberíamos poner pie en pared y renunciar a la hipotética felicidad que nos hubiera de traer, simplemente por una cuestión de principios. Hay que acabar de una vez con la anomalía histórica, con el tremendo anacronismo. Punto. Hasta plantear un referéndum es conceder carta de naturaleza a lo irracional. ¿Sería admisible, por más que lo apoyase una mayoría, que todas las instancias de gobierno, cargos judiciales o empleos públicos fueran hereditarios? Ahí dejo la pregunta.

Hago estas anotaciones sin albergar ninguna inquina especial por el ciudadano Felipe de Borbón y Grecia. Pasando por alto que, como dice Luis María Anson, lo más parecido a un Borbón es otro Borbón, no dudo de que este en concreto tenga la preparación del copón y medio que le cantan los juglares. Y seguro que es un tipo sensato, moderno, cabal, menos dado a la jarana y a los caprichos bragueteros que su antecesor, con un círculo de amistades que no desprende tanta caspa, amén de esposo ejemplar y cariñosísimo padre, como hemos podido ver. Todo eso estaría muy bien si se tratara de tomarse unas cervezas o unos cafés con él o, por qué no, de votarle en unas elecciones en las que se enfrentara de igual a igual a otros candidatos. Pero ya sabemos que ese no es el caso.

Militar, por supuesto

Qué pena por las crónicas del colorín, que no podrán decir que su nueva majestad vestía un sobrio pero elegante traje gris marengo el día de su coronación. De entre su amplio guardarropía, el sucesor del sucesor del bajito de Ferrol escogió (o le escogieron) las galas de milico, que le sientan de pelotas a un tío con tan buena planta, sí, pero que sobre todo cantan la gallina sobre de qué va esta vaina de la monarquía parlamentaria. En última y primera instancia, el rey, o sea, el jefe del Estado, es un soldado y su mando en plaza lo es porque es el capitán general de todos los ejércitos. Como ironizaba la otra noche en Gabon de Onda Vasca el historiador Luis de Guezala, se ha cumplido el anuncio del golpista y torturador capitán Muñecas el día que acompañó a Tejero a secuestrar el Congreso: “Estense tranquilos, que enseguida vendrá la autoridad competente, militar, por supuesto, a determinar qué es lo que va a ocurrir”.

Pues ahí llegó, 33 años después, el que entonces era un crío que ya jugaba con un cetme hecho a medida, a ponerse al frente de la unidad de destino en lo universal. Vale, no exagero, lo último no lo dijo, pero lo otro lo silabeó: “Quiero reafirmar, como rey, mi fe en la unidad de España”. Vino luego, cierto, el disimulo con lenguaje de la Sección de Coros y Danzas, mentando la rica variedad regional y hasta citando a Aresti, que menudo revolcón tuvo que llevarse en su tumba, él, que ni quería que pusieran su nombre a una calle.

Aplaudieron a rabiar todos menos dos a los que unos atizan por haber acudido y otros por el intolerable desprecio. Y al terminar, un desfile, claro.

Borbón por Borbón

Qué manía tiene la Historia en darle la razón a Marx y repetirse una y otra vez, ya como tragedia, ya como farsa, o ambas cosas al mismo tiempo. Lo de hoy, sin ir más lejos, es un remedo bufo de aquel 22 de noviembre de 1975, cuando un tipo que era todo ojeras juró por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informaban el Movimiento Nacional. Cambia, si cabe, que todo ese armatoste jurídico-ideológico que invocaba Juan Carlos está convenientemente diluido —pero presente en lo básico, ojo— en la Constitución que citará su hijo y heredero. Habrá también este o aquel toque de modernidad y algún guiño ocurrente, pero lo esencial seguirá estando ahí, con la sangre de la dinastía ejerciendo de vehículo de continuidad y con un ejército de cortesanos vendiéndonos la moto de que el inmenso paripé obedece a la voluntad popular libremente expresada. Bien que se ocuparán de no preguntar por ello.

El resumen es que un Borbón sustituye a otro Borbón. Fin de la novedad. En el futuro no podremos declararnos sorprendidos ni, mucho menos, decepcionados. Lo que hace 38 años y medio eran incógnitas, en el día y hora de la proclamación de Felipe VI son certezas. Ya escribí que no hay lugar al beneficio de la duda. Nos aguarda una reedición corregida y aumentada de lo que ya conocemos. Quizá con otro tono, con otras formas. Allá donde al viejo le decían campechano, a este, que seguramente será menos propenso a las calaveradas, le dirán jovial. En todo lo demás no habrá grandes diferencias. Lo estamos comprobando ya.

Sucesión, primer acto

Cuatro horazas de vellón atendiendo a pie firme al primer acto de la pamema para atornillar la sucesión borbónica, y aquí me tienen, incapaz de sobreponerme aún a la sensación de irrealidad. O quizá a lo contrario, al brutal baño de realidad. Esos y esas son los que nos representan, joder qué tropa.

De acuerdo, no caeré en el vicio generalizador. Ha estado muy bien Uxue Barkos, diciendo y votando lo mismo. Me ha gustado el discurso —¡por fin!— decididamente republicano y sin medias tintas de Aitor Esteban, aunque lo hubiera apreciado mucho más con la guinda de un no rotundo en lugar de la abstención justificada (barco, animal acuático) en el tecnicismo. Lo de Sabino Cuadra, logradísimo en forma y fondo, salvo por un pequeño detalle: ha proclamado “¡No vamos a participar en esta farsa!” en el mismo instante, vaya por Marx, en que lo estaba haciendo. Lara, Bosch, Baldoví y Olaia Fernández han puesto proa a los Capetos con digna convicción y, según los casos, parraplas mejorables. Fuera de concurso, el zigzagueo palafrenero de Durán para no enfadar demasiado ni a la dinastía ni a Artur Mas, que ya empieza a estar hasta el mentón del huésped del Palace.

Entre los del sí requetesí, Carlos Salvador oliendo a cuneta, Rosa Díez besuqueando el sistema que tanto critica y que le paga sus caros caprichos, Alfonso Alonso imitando a un Pemán de cuarta regional y a punto de enseñar los gayumbos bordados de coronas. Y luego, Pérez Rubalcaba, el Groucho de Solares, bufando que se puede querer dos sistemas a la vez y no estar loco, lo que Madina Muñoz, Eduardo ha certificado sonoramente: “¡Sí!”. Es lo que hay.

Timo constitucional

En más de una ocasión he escrito —y la última, no hace mucho— que el tiempo ha demostrado que el bajito de Ferrol sabía lo que se decía con su célebre chulería del “atado y bien atado”. En honor a la verdad histórica, que ya sé que importa una higa, como estamos viendo durante estos días de lametones borbonescos, habría que matizar que el viejo matarife se fue a la tumba dejándolo todo manga por hombro. Los años postreros de su régimen fueron un desmadre de camarillas hostiándose por la herencia inminente y/o por hacerse un sitio en lo que fuera que viniera tras el hecho biológico. Entre que el dictador apestaba ya a cadaverina, que siempre había sido un puto desastre como planificador, que sus esbirros eran tan serviles como inútiles, y que su narcisismo le impedía colocar un sucesor que le hiciera sombra en la comparación, lo que quedó al palmarla fue una jaula de grillos. Si el antifranquismo no hubiera estado más dividido aun que el franquismo y, sobre todo, si no hubiera estado tan acojonado, podría haberse impuesto sobre ese guirigay, dando paso a una auténtica nueva era.

Pero no fue el caso. Ocurrió, al contrario, que una parte sustancial de la oposición se metió en apaños con la facción continuista que se demostró más hábil, la de Torcuato como muñidor y Juan Carlos como cara visible. Los participantes en esa componenda fueron los que de verdad amarraron el pasado y el futuro, que es nuestro presente. Fue un juego de pillos en el que cada cual se aseguró su parcelita de poder. A ese timo le llamaron Pacto Constitucional, y casi cuarenta años después sigue obligando a quienes lo firmaron.

Digamos No

Paradojas interpretativas: la abstención presencial del PNV sobre la ley de sucesión express va a ser ampliamente entendida como un disimulado voto favorable a la continuidad borbónica, mientras que la inhibición ausente de Amaiur se glosará como un pedazo de rechazo del recopón y medio. Que me lluevan las collejas si procede, pero no veo diferencia esencial entre una y otra postura más allá de la presentación en el plato, acorde con la querencia mayor o menor hacia la barrila de cada formación. Leídos, escuchados y hasta comprendidos los argumentos de ambas para obrar así o asá, debo decir que no comparto ninguno de los planteamientos. Fíjense que quien esto escribe arrastra el baldón de la equidistancia militante y el refocile en las medias tintas, pero en la cuestión que se dilucida defiendo que solo caben dos pronunciamientos: sí o no. Y por descontado, me apunto a lo segundo, a un no rotundo gritado a pleno pulmón y hasta con un pelín de cara de mala hostia. Máxime, cuando el 90 por ciento cortesano del Congreso (que ya no representa ni de coña a la misma proporción de la sociedad) va a asegurar el éxito del trile.

Esta es una oportunidad para decirle tararí, no solo a la monarquía en general, sino a esta en particular, la del Borbón restaurado y su progenie. Si en 1978 cabía —echándole kilos de buena voluntad— aplicarle al Capeto el beneficio de la duda, hoy tenemos casi cuarenta años de hechos contantes y sonantes que demuestran que este linaje, da igual quién sea el titular y cuántas visitas nos haga, ha estado, está y estará al frente de los que no nos dejan decidir qué queremos ser.