Aunque he tratado a muy pocos en persona, respeto a los monárquicos de convicción. Uno de ellos, el difunto Juan Balansó, que en los ochenta y noventa se hinchó a vender entretenidísimos libros sobre las trastiendas regias, me confesó que lo suyo era una cuestión que escapaba a la lógica y la razón. Entre el cinismo y la lucidez, me dijo que sabía de sobra que todo era una gran falacia y que a las puertas (entonces) del siglo XXI, no tenía ni medio pase la justificación intelectual y/o política de una institución que se asienta exactamente en lo contrario de lo que debe ser la base de una democracia. Y concluyó poco más o menos así: “Esto es un cuento, y si te lo crees, como es mi caso, tienes que hacerlo porque sí y hasta el final”.
Frente a esa honestidad —peculiar, seguramente, pero honestidad al fin y al cabo—, el hatajo de cortesanos que estos días se deshacen en genuflexiones se distingue, además de por la mentada querencia a la coba servil, por un argumentario trafullero y desvergonzado. Sin duda, los más indecorosos de ese ejército de chupacoronas son los que tienen el cuajo de presentarse como exactamente lo contrario a lo que manifiestan sus hechos y sus palabras. La prensa oficial está tapizada a esta hora de ese tipo de lubricante. Les cito como ejemplo (uno entre mil) el ditirambo que firmaba ayer Javier Cercas en El País. Después de tres párrafos de lisonja sin desbastar al Borbón abdicante bajo el título “Sin el Rey no habría democracia”, siente la necesidad de explicarse al comienzo del cuarto: “Aclaro que no soy monárquico”. Cierto, es algo que da más grima, un monarquicano.