Resulta gracioso, además de altamente ilustrativo, que los términos ‘proetarra’, ‘filoterrorista’ y otros similares se hayan dado la vuelta y ahora calcen como un guante sobre quienes los acuñaron y los utilizan en una de cada dos frases. Les delata su entusiasmo. Mientras por acá arriba escribimos con lugar a pocas dudas el certificado de defunción de la banda, los que de verdad han vivido del momio de la serpiente se empeñan en difundir Ebro abajo la especie de que seguimos en los años del plomo. Es triste, pero tan o más revelador que lo anterior, que también Ebro arriba haya tres o cuatro burladores habituales de su escolta que, cuando les ponen un micrófono delante, dan a entender que estamos en el Beirut de 1976.
Para unos y para otros moldeadores de la realidad a su gusto el mantra justificador es idéntico: “ETA todavía no se ha disuelto ni ha devuelto las armas”. Apenas se les nota al recitarlo que desean con todo su ser que eso jamás ocurra porque tendrían que buscarse otra excusa para alimentar sus discursos cerriles y, de paso, seguir chupando de la piragua. Pues van a tener que ir haciéndose a la idea de que su negocio ha entrado en liquidación por cese definitivo.
Es cierto que, como han constatado los verificadores y cualquiera imaginaba sin necesidad de llegarse hasta los cuarteles de retiro, las pistolas y los explosivos siguen en sus manos. Los desarmes no se hacen de un rato para otro y menos, como ocurre en este caso, cuando enfrente hay un gobierno recién estrenado que, para colmo, tiene una economía hecha unos zorros que atender. Nadie espera que el material aparezca una buena mañana depositado en un garbigune. Pero tampoco entra en los cálculos que vaya a ser utilizado de nuevo. ¿O es que Ares y el propio ministro Fernández Díaz juegan a la ruleta rusa cuando reducen drásticamente los recursos y efectivos destinados a la protección de las personas amenazadas?
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Lapa López
En el frontis de Ajuria Enea han mandado grabar el lema del infierno de Dante, que es el mismo que se lee en las tapias de algunos cementerios: abandonad cualquier esperanza. No hay fuerza mundana ni extraterrenal capaz de despegar de su poltrona de granito a la lapa López. Resuelto a no salir de sus trece ni a entrar en razón, el lehendakari incidental, cada vez más parecido al baturro del chiste que le decía al tren que por mucho que chuflara, él no se iba a apartar, ha anunciado a la Vía Láctea que piensa agotar hasta el último segundo del último minuto de la última hora del último día de la legislatura que le tocó en la bonoloto trampeada de 2009. El cuatrienio negro del que hablarán los historiadores de pasado de mañana se completará sí o sí.
A falta de mejor argumento, Patxi el empecinado ha optado por uno que suena a testicular que es un primor: “los socialistas somos resistentes”. Es decir, que se queda para que no se diga que es un blandengue que se rila a la vista de un país que ha convertido en guano o de un partido, el suyo, al que ha reducido a broma macabra. Un año largo más para seguir tirando de piqueta. Que le vayan dando a la pérfida abertzalidad que le afea la conducta —el profe me tiene manía— y, en conjunto, a todos los que contemplan con horror y pasmo su forma de gobernar que deja en ursulinas a Atila o Gengis Kan.
Inútil tarea, tratar de hacer que lo comprenda. Ni siquiera es el ciego que no quiere ver; es el que ve lo que se le antoja. En su fantasía inanimada, va engallándose incluso de que la posteridad lo recordará como el San Jorge que acabó a espadazos con el dragón de ETA. Como si no supiéramos distinguir causalidad de casualidad. Como si el anuncio del final de las acciones armadas no hubiera quedado unido para los restos a sus palabras bamboleantes a bordo de un vagón a siete mil kilómetros, distancia mínima siempre entre él y la realidad.
Urquijo, virrey
Los jóvenes turcos del Partido Popular del País Vasco, esos que algún siglo de estos empezarán a quitar las telarañas de su formación, se han quedado con un palmo de narices por el caramelo gordo que le han dado al sangilista y mayororejista pata negra Carlos Urquijo. Nada menos que Virrey de Madrid en la irredenta Vasconia o, en la terminología oficial, Delegado del Gobierno central en la CAV. Del ostracismo por ser talibán y además parecerlo a un puesto que, por mucho que algunos tilden de testimonial, tendrá mucho bacalao que cortar en el trozo largo de camino que nos queda hasta la normalización.
¿Un pirómano declarado enviado a apagar los rescoldos de la violencia? Aunque no lo dicen porque están muy bien educados, que para eso fueron a colegios de pago, eso es lo que desconcierta a los “pop” del PP. Ahora que el partido parecía dispuesto a sacarse de encima el olor a naftalina y rancias esencias, a alguien de la cúpula se le ocurre poner un lobo a cuidar las ovejas. A freír espárragos el discurso buenrollista y, para colmo, a defender en público otra vez aquello en lo que no creen. Ni Maroto, que ha cogido carrerilla en lo de ir por libre, va a protestar esta vez.
Hay una versión más amable de este jarro de agua fría al aperturismo pepero vascongado. Consiste en la creencia de que lo mismo que algunas medidas económicas se toman para tranquilizar a los mercados, determinadas decisiones sobre pacificación hay que adoptarlas tratando de no incendiar los ánimos cavernarios. En este sentido, el nombramiento de Urquijo, con gran caché en el ultramonte español, sería sólo un cebo para aplacar los ánimos de la fiera. El clásico intermitente a la derecha antes de girar a la izquierda, que en el caso que nos ocupa sería, como mucho, otra derecha con sacarina. ¿Será posible que Basagoiti haya aprendido a rajoyear con tanta pericia? El tiempo nos lo dirá, pero no tiene pinta.
Silencio clamoroso
Treinta folios, hora y veinte minutos de palique y, por toda alusión a la cosa vasca, un estrambótico recuerdo de saque “a las víctimas del terrorismo”, como quien saluda a un cuñado de Cuenca, “que me estará escuchando”. Sí, claro, es de esperar que en las réplicas a PNV, Amaiur y Geroa Bai, qué remedio, tenga que torear con el asunto. Sin embargo, da bastante que pensar que Mariano Rajoy se hiciera el sueco descaradamente en el discurso de investidura, que es el que queda para la Historia o, como poco, el que marca la dichosa hoja de ruta que tanto nos gusta mentar.
Caben dos docenas de interpretaciones del olvido obviamente voluntario. La más simple entronca con la leyenda de la ambigüedad calculada que se le atribuye al ya casi inquilino de Moncloa. Al orillar una cuestión que no ha faltado en los parlamentos iniciales de los presidentes españoles desde 1977, el de Pontevedra estaría mandando un mensaje que tirios y troyanos podrían traducir a su favor. Algo así como “confiad en mi, que yo voy a saber hacerlo”. Si este era el sentido, está claro que ha horneado un pan con unas hostias, pues tiene de uñas y pensando lo peor a quienes a uno y otro lado y por causas opuestas esperaban (esperábamos) siquiera un par de párrafos.
¿Por qué no lo resolvió, aunque fuera, con una de esas vacuas generalidades que dedicó a la enseñanza, la sanidad o, rizando el rizo y ruborizando a la parroquia, “el apoyo a la implantación de nuestra gastronomía en el ámbito europeo e internacional”? ¿Por qué, de entre todas las formas de silencio, eligió la más clamorosa respecto a la normalización y la pacificación? Sigamos especulando. Quizá fue porque lo da por algo ya superado y, por tanto, sin mérito para ser incluido en una enumeración de prioridades. No parece. Es más probable que sencilla y llanamente no tenga ni pajolera idea de por dónde hincarle el diente a la cosa. Pues eso es un problema, y grande, además.
Todas las víctimas (II)
Pueden evitarse la lectura de esta columna. Es la misma de ayer, con el IVA actualizado de frustración y estupor por el espectáculo que nos arrojaron a la cara en la policonmemoración desacompasada de lo que llaman, qué atrevimiento, Día de la Memoria. Habrán notado que en la frase anterior falta un sujeto: ¿quién o quiénes fueron los que nos hicieron ese inmenso desprecio? Podría refugiarme en expresiones como “los políticos” o, afinando más, “nuestra clase política”. Renuncio a ello deliberadamente como huyo, salvo error u omisión, de cualquier generalización que haga tabla rasa o saco único. Ya baja lo suficientemente cumplido el caudal universal de las injusticias como para añadir unas gotas gratuitas.
Mírese cada cual la alforja donde lleva la conciencia y concluya si tuvo esa altura de miras que tanto y tan desafinadamente se cacarea. Ni siquiera pido una confesión pública con propósito de enmienda. Ya sé que es más fácil prescindir de un principio que de un voto. Bastará (y si no, también) que hagan un leve ajuste de cuentas consigo mismos y le digan a su Pepito Grillo interior si, en nombre de esas víctimas —cualesquiera— que decían honrar, tuvo algún sentido lo que hicieron… o lo que dejaron de hacer.
¿A qué vino convertir una corona de flores en un panfleto de propaganda con olor a autoafirmación revanchista? ¿Qué mente perversa parió ese galimatías con envoltorio de declaración institucional en que, tratando de contentar a tirios, troyanos y lacedemonios, se consiguió disgustarlos a todos? ¿Por qué cada institución pareció participar en un concurso de quién homenajea mejor y con mayor solemnidad? ¿Por qué hablan los que deben guardar silencio y callan los que hace un buen rato deberían haber alzado la voz? ¿Tanto cuesta, sin más pero también sin menos, respetar el dolor y el sufrimiento sean cuales sean los dardos que los provocaron? La memoria, claro, es selectiva.
Todas las víctimas
Queda muy lustroso en el calendario oficial un día dedicado a la memoria de las víctimas. Seguro que quienes lo concibieron imaginaron fotografías y discursos desbordantes de emotividad, tal vez canjeables por votos contantes y sonantes. El dolor, extraído de las entrañas con métodos similares a los de ese gas alavés que se pretende ordeñar de las piedras, ha llenado más de una urna. Que dé un paso al frente quien no se haya amorrado al pilo de las lágrimas o a su vecino, el de la rabia, calculadora en ristre.
Era más fácil, claro, cuando las víctimas eran sólo unas muy determinadas, escogidas a mano entre los pedigrís más puros, cuidando siempre que tuvieran una docilidad ovejuna. Conste que ya entonces el genérico era una mentira, porque aun habiendo recibido sus heridas de las mismas siglas, no todas se prestaban al pastoreo ni mucho menos se resignaban a ser reducidas única y exclusivamente a la condición de dolientes perpetuos. Aunque nadie hiciera reportajes artificialmente lacrimógenos (cuando no directamente de casquería) sobre ellas, cientos de personas fueron capaces de seguir siendo lo que eran —periodistas, dependientes, auxiliares administrativos— antes de que ETA les destrozara su vida. Sobreponerse fue su forma de rebelarse ante la injusticia que habían padecido. Quedaron excluidas de cualquier reconocimiento. Y junto a ellas, otras miles de personas alcanzadas por una violencia diferente de la única admitida.
Qué vileza, qué miseria, qué torpeza lingüística incluso, la de los que utilizan la palabra “equiparación” como muro para separar la angustia auténtica de la que, según el libro de pesas y medidas, no lo es. Si de verdad fueran humanos, sabrían que el sufrimiento es personal e intransferible. No hay dos iguales. No se puede ir con los desconchones del alma a que te los homologue un perito oficial en amarguras. Cada dolor es distinto sin dejar de ser real.
Relato compartido
Algún día explicaré por qué ni creo en la reconciliación ni la considero, siquiera, un elemento imprescindible para que empatemos en bondad o en maldad con cualquier colectividad humana que paste en el planeta. También llevo diez columnas pendientes sobre la memoria (¿la hay sin olvido?), la dignidad y la justicia, palabras seguramente tan bellas como vacías, especialmente según quién y por qué las pronuncie o escriba. Me temo, sin embargo, que hoy sólo tengo espacio para otra de las bienintencionadas letanías que nos arrojan como pétalos de alelí en la puerta de este tiempo que intentamos estrenar: eso que llaman el “relato compartido”.
Me maravilla la ingenuidad que hay detrás de tal idea. Parece que alguien tiene el convencimiento de que este pueblo, donde la instalación de una farola o la alineación de un equipo de fútbol dan lugar a controversias que convierten en broma a Bizancio, es capaz de ponerse de acuerdo en medio santiamén sobre cómo han sido los últimos cincuenta años. Se meten todas las versiones en una Turmix, potencia máxima durante tres minutos, et voilá: el potito resultante será la media aritmética de todas las narraciones, la crónica canónica de aceptación obligatoria. Cualquiera que haya trasteado mínimamente en una cocina sabe que de ahí no saldría más que un engrudo intragable.
No nos vendría mal una gotita más de realismo. Acabamos de conseguir el agua corriente y damos por hecho que mañana tendremos Jacuzzi. Al ponernos metas imposibles —por más hermosas que sean— compramos boletos para un nuevo desengaño. Este, además, perfectamente evitable. ¿Qué tienen de malo los relatos individuales? Los habrá realistas, íntimos, descarnados, cálidos, gélidos, frescos, pútridos, humanos, parahumanos, exagerados y hasta inventados de la pe a la pa. Que cada cual lea y escuche los que quiera y haga su propia compilación. Será tan o tan poco verdad como cualquier otra.