Desnudos sin ETA

Sin la amenaza de ETA, en el PP vasco se han quedado, de alguna manera, desnudos. Brutal frase que se me podría afear, si no fuera porque no me corresponde su autoría. Tan tremenda confesión de parte salió de labios de la mismísima presidenta local de los populares, Arantza Quiroga, en una entrevista en la radio pública. En la misma largada reconoció también que no pensaba dimitir por los ruinosos resultados del 24 mayo porque ya los esperaba. Un once sobre diez en sinceridad y un quince en cinismo.

Empezando por la segunda afirmación, que es la más suave, Quiroga nos está contando —a los que no votamos al PP pero también a los cuatro o cinco que sí lo hicieron— que su campaña fue una inmensa trola. Los indecentes meneos del avispero xenófobo, las exaltaciones provincianistas, los tantarantanes al euskera rescatados del túnel del tiempo y hasta la grotesca competición con EH Bildu por soltar la mayor demasía sobre Markel Olano o Eneko Goia eran pura filfa. No tenían más sentido que el de los penúltimos cartuchos disparados a la desesperada en la estrategia de la huida hacia delante. Y la cosa es que actuando con tal impudicia, algún mueble se salvó. Ahí tienen, por lo menos de momento, a Maroto con el mentón enhiesto.

Sumen los sobres, la caja B y demás salsa marrón y tendrán el retrato aproximado de un partido que daba lecciones de dignidad al por mayor apoyándose en la sangre desgraciadamente cierta de muchos de sus miembros. Ahora, como ya no se derrama, el discurso ha caído hecho añicos. Insisto, no soy yo sino su presidenta la que dice que sin ETA se han quedado “de alguna manera, desnudos”.

Baiona, un paso atrás

Al primer bote, parecía algo maravilloso. Representantes de todas las sensibilidades (aunque no de todas las siglas) de Iparralde, con subrayado especial para las no abertzales, suscriben un texto para avanzar en el camino de la normalización. Qué envidia, Bidasoa abajo, ver a destacadas figuras del PSF o la UMP prestándose a aparecer en una fotografía que aquí ni nos atrevemos a soñar. Y no solo eso: mientras en la demarcación autonómica —y no digamos ya en la foral— una coma se convierte en una barrera infranqueable, los políticos del norte del país han sido capaces de ponerse de acuerdo en nada menos que dos folios completos. La decepción, en mi caso, llegó al leerlos.

Pintaban muy bien los primeros párrafos. Poco que objetar a la petición al gobierno francés para que se implique en el proceso y busque una interlocución con ETA. Completamente de acuerdo en el catón penitenciario, es decir, fin de la dispersión, acercamiento, libertad condicional con los mismos requisitos que cualquier otro preso, o liberación de reclusos gravemente enfermos. ¿Ayudas para la consecución de empleo, vivienda o acceso a ingresos de jubilación a quienes abandonan la cárcel? Empieza a sonarme a agravio comparativo con el común de los mortales.

A partir de ahí, simplemente me rebelo. ¿“Suspensión de los procedimientos jurídicos y policiales contra militantes de ETA”? ¿“Exclusión de los delitos políticos en la aplicación de la Orden de Detención Europea”? ¿“Elaboración de una ley de amnistía para los asuntos ligados al conflicto vasco”? El de Baiona es, siento escribirlo, un documento de parte. Y un gran paso atrás.

Otro aniversario

Se me vino encima el tercer aniversario. Andaba atento a otras cosas, y de repente, ¡pafff!, impactaron contra mi los balances, los titulares, las cronologías y las mil entrevistas de rigor. En realidad, exagero: fueron muchas menos, y de hecho, una de mis primeras composiciones de lugar sobre la efeméride es que el asunto va perdiendo fuelle, si es que alguna vez lo tuvo. No puedo arrancarme la impresión de que ya entonces, cuando interrumpimos la programación y paramos las rotativas, todo fue bastante menos lustroso de lo que nos habíamos imaginado. El día después fue casi otro más, y no digamos los que han ido viniendo al rebufo. La normalidad —bendita o maldita, juzgue cada cual— era esto.

Lo extraño es que siendo así, veo que la mayoría de los interlocutores se abonan al adverbio: todavía esto, todavía lo otro, todavía lo de más allá. Se enumeran las carencias, lo que no ha llegado, con una mezcla de voluntarismo e ingenuidad que produce ternura. Los que no esperábamos nada más que lo esencial nos hemos librado de la decepción. De esa en concreto, la del incumplimiento de expectativas demasiado elevadas. Las otras las arrostramos como buenamente podemos.

Por ejemplo, si bien algo me olía, no entraba en mis cálculos que fuéramos a olvidar tan pronto las consecuencias de la violencia, que otra vez vemos relegitimada hasta por algunos que en los años duros estuvieron en primera línea de denuncia. Palabra que no contaba con esta justificación retrospectiva, y menos, con el poco disimulo, por no decir descaro, con que se deja que ver que lo que conmemoramos no obedeció a convicciones morales.

El ‘problema de los presos’

Lo que, obviando siglas y refugiándonos en los sobreentendidos al uso, llamamos el problema de los presos es estricta y casi literalmente lo que señala el enunciado: el problema de los presos. También, por supuesto, el de sus allegados, que padecen vicariamente su(s) condena(s), y en otro sentido, el de determinadas formaciones políticas por motivos que no es preciso explicar. Sería cuestión de preguntarlo específicamente, pero no parece que al resto de la sociedad le quite el sueño. Puede haber —y de hecho, yo creo que la hay— una parte estimable de la población dispuesta a un cierto nivel de movilización por sus derechos y hasta quienes les erigirían estatuas ecuestres en cada pueblo, pero si echáramos cuentas, me temo que es mucho mayor el número de personas a las que el asunto les trae sin cuidado. En unos casos, por la misma indolencia que muestra el cuerpo social hacia toda piedra que no le apriete directamente el zapato, y en no pocos, por la imposibilidad de mostrar empatía (no digamos ya simpatía) hacia unos seres humanos que no se han distinguido precisamente por esparcir la bondad sobre la faz de la tierra. Ni hablemos del sector, tampoco pequeño, que directamente quiere que se pudran en la cárcel y, si puede ser, en la más lejana e infecta, mejor.

Anoto todo lo anterior como mera descripción de escenario. No digo que me guste o me disguste, ni que me parezca justo o injusto, sino que es lo que hay, y que entiendo que son estas evidencias las que deben determinar las acciones concretas. Y esto, volviendo al principio, concierne más que a nadie a los afectados en primera persona.

Paz en el barro

No son ya Rajoy y Fernández, sino hasta los cavernarios de la última fila del gallinero, los que se están descojonando a lágrima viva de los acontecimientos recientes. Ni diseñándola con tiralíneas, escuadra y cartabón les habría salido más redonda la jugada. Su inmovilismo, que en realidad es una involución del nueve largo, se ha probado el chollo de los chollos. Máxime, cuando las formaciones que iban a ejercer de ariete contra el enrocamiento, siguiendo una costumbre que jamás desemboca en aprendizaje, vuelven a repartirse los papeles de la rana y el escorpión de la fábula.

Miren que he venido siendo escéptico hasta rozar el cinismo en mi visión de lo que exageradamente llamamos proceso de paz. Ya de Aiete escribí que nos tocaba hacer como que nos chupábamos el dedo y respecto al suelo ético, me he aguantado la risa amarga al pensar que unos tenían previsto pisarlo con mocasines, otros con zapatillas de casa y no pocos con las botas de clavos de toda la vida. Qué decir de la ingenuidad del relato compartido, cuando sin esperar al futuro, los amanuenses de parte ya nos van colando su cuentecito sobre héroes y tumbas, sin llegarle a Sábato ni a la espinilla. En resumen, que me creía muy poco tirando a nada de toda esta parafernalia, pero participaba en ella porque intuía, allá al fondo, que podría derivar en algo que mereciera la pena. Viniendo de donde veníamos —yo sí me acuerdo—, una gota sabe a océano. Con lo que no contaba ni en lo más profundo de mi indolencia calculada era con que la cuestión acabaría en el cuadrilátero de barro donde se libra la batalla por la hegemonía. Y ahí está.

3 días en Errenteria

Como de costumbre, no vi el programa de Évole el domingo pasado. Aunque pronto me tocará volver a los potitos reales, carezco de estómago para los televisivos; me gusta masticar con mis propios piños neuronales. Así que lo fisgué a través de Twitter, que aporta al producto original la reacción instantánea, y a veces por sextuplicado, de quienes sí están pegados a la pantalla. Dado que, friki arriba o abajo, se trata de personas a las que uno decidió seguir un día porque encontró algún grado —ya fuera remoto— de afinidad, es posible hacerse una composición de lugar mental sobre cómo está cayendo la cosa en ese círculo de inquietudes más o menos comunes. Sin pasar por alto, claro, que la mayoría son fans irredentos del mago catódico y yo no.

La cuestión es que, incluso restando el entusiasmo derivado de lo que acabo de citar, la emisión de 3 días en Errenteria se saldó con un aplauso casi unánime. En esta parte del mapa gustó porque aireaba (algunos) hechos sobre los que aquí llevamos años degañitándonos sin que se nos haga pajolero caso. Allende Pancorbo (que diría Arzalluz), supuso una especie de revelación: mira tú esos vascos, que ni todos son tan buenos ni todos son tan malos.

Sin duda, el gran protagonista de la pieza —aparte de las ausencias clamorosas, digo— fue el concejal del PP, Chema Herzog, que soltó a pelo a cámara: “Si tienes una empresa de seguridad te interesa vender que en el País Vasco no hay seguridad”. No fue necesario citar a Mayor Oreja. Le caerá un rapapolvo en su partido. Al otro lado, mañana o pasado volverán a tildarlo de fascista. Pero esto Évole ya no lo contará.