Otra de tantas

La enésima bronca tonta. Unas palabras a la parroquia que acaban convertidas en titular escandaloso al gusto de la cofradía de enfrente. A partir de ahí, Pavlov puro: declaraciones sobre las presuntas declaraciones, dirigidas también a la congregación de cada portavoz y, claro, pronunciadas de tal modo que encuentren un hueco entre las noticias del día. Para completar la coreografía, o quizá solamente el primer giro de la espiral, la indignación un tanto forzada de la fuente original por la tergiversación —antes se decía torticera para darle más empaque a la protesta— de las manifestaciones. Y vuelta a empezar, que la actualidad se mide en centímetros cuadrados o minutos ocupados.

Diría que no es serio, e incluso que es peligroso, pero como en mi papel de caja de resonancia de lo que (se) dicen unos y otros, formo parte de la farsa, me hago el cínico y escribo sobre ello. Me consuela pensar que muchos de los sufridos lectores que han llegado a esta línea se están preguntando de qué rayos estoy hablando porque tuvieron el buen juicio o la suerte de no haber estado atentos a la refriega. Y su vida seguirá siendo exactamente igual de feliz, desgraciada o anodina que si hubieran estado al corriente de esta, otra de tantas, reyerta de andar por casa. ¿No se dan cuenta los que las protagonizan de que van perdiendo público? Pues ahí va una mala noticia: no son el centro del mundo.

Por resumir y no terminar de volverles tarumbas con la ausencia de referencias: que no creo que vaya a ningún lado lo que el presidente de Sortu le respondiera a un militante que le echaba en cara una presumible claudicación. Sin haber escuchado a Hasier Arraiz, ya sé que no es tan inconsciente como para afirmar que “matar en democracia fue una decisión acertada”. Ni tan primaveras como para soltarles a los suyos en frío que la izquierda abertzale ha vivido en el error permanente. Lo demás son ganas de enredar.

¡Fascista! (2)

En la columna anterior me centraba en el episodio concreto del jueves pasado en el Parlamento vasco y en sus protagonistas. Quedó casi sin tocar la palabra fetiche. ¿Habrá alguien que no haya sido calificado como fascista y/o que no haya lanzado a otro esa pedrada verbal? Lo dudo. Es digno de tratado de insultología avanzada lo fácilmente que se nos viene a la boca o al cogote el término de marras. Si profundizáramos lo suficiente, seguramente descubriríamos que lo que queremos expresar tiene muy poco que ver con el significado original. En realidad, al llamar fascista al de enfrente, lo que estamos diciendo en la mayoría de las ocasiones —aceptaré que no siempre— es que esa persona no piensa como nosotros, lo cual jode mucho, aunque cueste reconocerlo. He ahí la paradoja: acabamos siendo la sartén que se pone estupenda con el cazo. O sea, en el fondo, nos delatamos como una migajita fascistas.

Por fortuna, casi nadie de los que a diestra o siniestra son motejados así lo son en realidad. Tendrán sus defectos y habrán hecho o dicho cosas que merezcan crítica, incluso dura, pero estaríamos metidos en un buen fregado si coincidiera el censo de fascistas reales y nominales. Conclusión: rebajemos de vitriolo el lenguaje o, en su defecto, desterremos la pereza a la hora de utilizarlo. En cualquiera de los idiomas que manejamos por aquí, los diccionarios ofrecen una rica variedad de entradas para definir de modo ajustado comportamientos o discursos determinados.

Además del enriquecimiento de léxico y, por añadidura, de la misma política, el beneficio que obtendríamos hablando con propiedad sería restaurar el significado real del vocablo. Con ello, recobraríamos también la conciencia de lo perverso que ha sido, es y será el fascismo. O por mejor decir, los fascismos. Al mentarlos por elevación y a ojo, hemos acabado por quitarles su carga terrible y su capacidad de hacer daño. Un gran error.

¡Fascista!

Empezaré diciendo que si todos los fascistas de la historia hubieran sido como Borja Sémper, seguramente en la lista de vergüenzas de la humanidad no figurarían el exterminio de los judíos ni la segunda guerra mundial, por poner un par de ejemplos de carril. Vamos, que no veo al correoso dirigente popular ni remotamente cerca de las actitudes o las garrulas ideas que provocaron tales ignonimias. De hecho, aparte de sus querencias futbolísticas merengonas, no encuentro en su proceder motivos de reproche que sean muy diferentes de los que le haría a cualquier político de cualquier partido. Como (casi) todos, está sujeto a una disciplina y a un catecismo, y cuando le ponen un micrófono delante, le toca seguir la partitura. Y aunque, de cuando en vez el irundarra gusta de marcarse unos gorgoritos que no vienen en el pentagrama, lo que no hará nunca será entonar una canción que no le haya señalado el director del coro. O sea, que el pasado jueves en el parlamento vasco le correspondía defender lo justo y necesario de la operación judicioso-policial contra Herrira tirando de argumentario. Lo hizo con tanto brío y entrenada convicción —las cámaras, ya saben, ayudan—, que consiguió arrancar en alguien de la bancada a la que se dirigía el epíteto comodín: ¡Fascista!

La cosa podía y opino humildemente que debía haber quedado ahí. Un lance sin más del juego parlamentario. ¡La de exabruptos que se escuchan cuando se está en el uso de la palabra! Contra lo que uno diría que es su carácter, a Sémper, sin embargo, le dio por tomárselo a la tremenda. La intervención del metete Maneiro, que quería chupar plano, terminó de hacer un mundo de lo que no pasaba de anécdota poco edificante. Como remate, varios compañeros del espontáneo que lanzó la invectiva se entregaron a teorizar que no se trataba de un insulto sino de una definición. Y el retrato de nuestra política quedó completado una vez más.

Más divididos de lo que pensamos

O empezamos a desprendernos de rencores y recelos o de bien poco nos va a servir ese pasado mañana sin ETA que casi rozamos con la yema de los dedos. Resultaría un sarcasmo que cuando no estén las pistolas ni las bombas que, como dice Andu Lertxundi, tantos debates nos han hurtado, descubramos que seguimos siendo incapaces de ponernos de acuerdo siquiera en el día de la semana en que estamos. Y ojalá se quedara ahí la cosa, en una absurda discrepancia, un choque de terquedades a las que por lo visto somos tan dados. Pero según nos acercamos a ese día siguiente que no tendrá forma de tal, me asalta el miedo a que sea más grave por culpa del resentimiento y la desconfianza que ha ido anidando en cada capa de ese milhojas quebradizo que llamamos sociedad vasca. Nos aprestamos a cerrar la gran herida y, me temo, a reabrir e inaugurar en el mismo viaje muchas otras, tal vez más pequeñas pero no sabemos cómo de profundas.

NaBai como síntoma

Algunas de esas llagas han comenzado a supurar abundantemente en las últimas semanas. Ya hablé aquí del seísmo en Nafarroa Bai, pero vuelvo sobre él, porque creo que es una reproducción a escala perfecta de la idea que quiero transmitir en estas líneas. Basta prestar oídos con un mínimo de distancia a cualquiera de las partes para comprender que tras el naufragio no hay -no solamente, por lo menos- diferencias ideológicas, sino inquinas primarias y en más de un caso, odio químicamente puro y sospechas cruzadas de traición. El más contumaz militante de UPN no soltará sobre alguien de Aralar o EA los sapos y culebras que son capaces de arrojarse mutuamente algunos seguidores de estas dos formaciones. Y si enfrentamos en el ring metafórico a un púgil del PNV y a otro de la izquierda abertzale ilegalizada, las guantadas serían infinitamente más feroces que si el otro contendiente fuera el mismísimo Miguel Sanz. Bien es cierto que, en justa correspondencia, la ojeriza que se profesan entre los sostenedores de las dos siglas de la derecha foralista o entre las distintas banderías del PSN es también de dimensiones cósmicas.

Eso último prueba que, fuera ya del asunto concreto de NaBai, el diagnóstico es extensible a todo el dramatis personae de la tragicomedia política vasca. Nadie se fía de nadie, todos se guardan con memoria de elefante dos docenas de cuentas pendientes y sus respectivos intereses. Somos un galimatías de deudores y acreedores que se esperan con la cachiporra a la vuelta de cada esquina del país. Lo irónico es que estamos condenados a entendernos.