¿Y bien…?

Algún día los sindicatos dejarán de enfadarse y no respirar cuando se les apunta, aunque sea con la mejor de las intenciones y en el tono más conciliador, que tal vez, quizá, quién sabe, pudiera ser, a lo mejor… deberían pararse a pensar un poco. Lo sé, pincho en hueso o, peor aun, pongo el dedazo en la madre de todas las llagas dolorosas, sangrantes y purulentas. Ocurre, sin embargo, que no todos somos extremocentristas desorejados que queremos verlos muertos y enterrados en cualquier cuneta de la Historia. Al contrario, algunos (ciertamente, no sé cuántos) de los que nos armamos de valor para garrapatear o balbucear lo que no se puede decir ni nombrar so pena de ir al mismo saco que el malvado enemigo les deseamos larga y combativa vida. Como cualquiera, puedo estar equivocado, pero me da la impresión de que blindarse contra el menor atisbo de autocrítica no es el modo más eficaz de plantar cara a lo que hay enfrente. Y dejo para otro día el concepto enfrente, otro parcial que parecemos tener atravesado.

Me voy a lo reciente. La tercera huelga general en apenas seis meses. ¿Y bien? En realidad, y mal. Ni siquiera regular. Se pueden poner Unai Sordo y Dámaso Casado todo lo animosos que quieran, que nada tapará la indiferencia cruel con la que la jornada atravesó el calendario en la demarcación autonómica de Vasconia. Dos semicorcheas más de incidencia en Navarra, y lo justo para no estallar en llanto en España. ¿No es, como poco, una extraordinaria paradoja que cuando hay más motivos (y son más claros) para protestar, se haga un mundo movilizar al personal?

Sí, hay una respuesta de carril: “es que hay mucho miedo”. Enroquémonos, pues, ahí, y sigamos de fracaso en fracaso hasta la derrota final… si es que no se ha producido ya hace un buen rato. Otra opción, y aquí es donde me brean, es plantearse en serio si a la huelga general no se le ha pasado el arroz. Uy, lo que he dicho.

A qué llaman crecimiento

Menudo festín para los heraldos del apocalipsis y acojonadores compulsivos en general. Según el FMI, la economía española se va a pegar en 2013 un morrón todavía mayor que el de este año. Sobre 105 estados, este del que somos súbditos por imperativo ocupa el puesto 104 en el cuadro de crecimiento mundial. Sólo Grecia, ese infierno en la tierra, saca peores notas. En los puestos inmediatamente anteriores del pelotón de los torpes, Portugal, Chipre, Italia y Eslovenia, cuyas cifras vienen precedidas de un vergonzante signo negativo. Vengan unas orejas de burro y una motosierra para seguir recortando derechos a los zotes del planeta.

¿No sienten curiosidad por saber quiénes son los alumnos aplicados, el espejo donde debería mirarse la escoria internacional a la que pertenecemos? Pues vénganse a la parte alta del gráfico y admírense del pedazo 15,7% que va a crecer Mongolia, del 14,7 que medrará Irak o del 11 de escalada que le aguarda a Paraguay. Son los supercampeones del PIB ascendente. Tras ellos vienen Kirguistán, Mozambique, China, la República Democrática del Congo, Ghana, Turkmenistán y Costa de Marfil. Ya ven qué curioso. Con alguna leve salvedad, los Cuarenta Principales de la supuesta prosperidad son todos esos países de los que generalmente sabemos por sus guerras, hambrunas, matanzas de civiles indefensos, mafias instaladas en el poder, conculcaciones de derechos a tutiplén y, en general, injusticias sociales sin cuento.

Conclusión: cuando Lagarde y el resto de los señoritingos del FMI hablan de crecimiento, en realidad quieren decir desigualdad extrema, explotación impúdica y regreso a la edad media. El capitalismo cabrón del siglo XIX se antoja un paraíso en comparación con los modelos propuestos. Para dar el estirón y salir guapos en sus clasificaciones de comportamiento económico ejemplar hay que comer sin rechistar toda esa mierda doctrinal. ¿Estamos dispuestos a hacerlo?

Mercaderes de votos

Así como la parábola del hijo pródigo siempre me ha parecido una intolerable apología del agravio comparativo —¿qué es eso de premiar al cabroncete y hacer luz de gas al que se comporta correctamente?—, me encanta el pasaje de las Escrituras que cuenta cómo Jesús expulsó a los mercaderes del templo a latigazo limpio. Por una vez, ese personaje que los evangelistas nos pintaban como un happymaryflower con sangre de horchata, venga tragar y perdonar todo el rato, saca el genio y pone en su sitio a los jetas que habían ido a hacer caja al lugar donde estaban de más. Muy pero que muy de más. Exactamente igual que los contumaces recortadores de derechos que estos días han aprovechado que las calles estaban llenas de ciudadanos cabreados para mezclarse entre ellos y venderles su bálsamo rojo, que ni es bálsamo ni, por supuesto, rojo.

Tal vez les parezca un tanto traída por los pelos la comparación del templo de Jerusalén con las protestas contra el Marianazo, pero seguramente porque cabalgamos hacia el apocalipsis, últimamente no dejan de salirme metáforas y alegorías bíblicas. De hecho, al pensar en estos mismos pirómanos que empezaron el incendio social y ahora van por ahí con mangueras de atrezzo, me es inevitable acordarme de los fariseos o versionar el sermón de la montaña: que tu puño izquierdo no sepa con qué destreza agarran la guadaña las falanges de tu mano derecha.

Habrá quien opine que cuanto más bulto se haga, mejor y que pelillos a la mar con lo que se hizo o se dejó de hacer ayer y anteayer. Me valdría, y aquí volvemos a los terrenos religiosos, si hubiera mediado un acto de contrición sentido y sincero. Verdes las han segado. No espere nadie que estos manifestantes de conveniencia muestren el menor arrepentimiento por los irreparables destrozos causados. Volverían a provocarlos mañana mismo sin que les temblara el pulso. Hace falta un látigo, siquiera imaginario.

Cara de gilipollas

Tipos con moreno de velero y paladares acostumbrados a trasegar bebidas espirituosas de más de mil euros la botella te piden, con el mismo gesto displicente con que llaman al camarero para que les sirva otra, que arrimes el hombro. El instinto primario y el cabreo acumulado como el gas grisú en tu maltrecha y requeteausterizada persona te llevan de saque a acordarte de su puñetera calavera y a ciscarte con toda la razón del mundo en sus ancestros. Te entran unas irrefrenables ganas de echarte al monte o, si supieras cuál es la tuya, a las barricadas, a pagarlo a pedradas contra los escaparates de otros que sabes en tu fuero interno que son tan pringados como tú. Y da igual que te desfogues contra el indefenso mobiliario urbano: cuando repongan las farolas, los contenedores, los bancos o las papeleras, serás tú quien corra con los gastos. Como mucho, si eres keynesiano de manual, te quedará el consuelo de pensar que has contribuido al aumento de la demanda agregada. Una mierda, vamos.

Lo siguiente, siempre que estés en edad y en disposición mental de vértelas con las nuevas tecnologías, es Twitter, que te permite disparar al aire balas de santa indignación de no más de 140 caracteres de calibre. Algo es algo. Yo, que soy asiduo a esa terapia de grupo multitudinaria, sé que hay cientos y cientos de seres que van tirando gracias a la (falsa) sensación de que sus lamentos y sus convocatorias a tomar el palacio de invierno llegan a alguna retina. No falta quien, después de tres retuits, se siente la reencarnación virtual de Zapata, Agustina de Aragón o el cura Santa Cruz. Pero la mayoría se ve las zapatillas de estar en casa y el hechizo se desvanece.

Al final de la escapada está el espejo, a donde acudes a comprobar si tienes la cara de gilipollas que te ven los señoritos que te conminan a arrimar el hombro. Lo jodido es que aunque no la tengas, te la ves. De gilipollas integral.

Los que joden

Hasta cierto punto, es normal que una grandísima hija de Fabra jaleara con un “¡Que se jodan!” el anuncio del enésimo machetazo a los derechos y la dignidad de los parados. Es altamente improbable que esta pija de manual con neurona única tuviera la menor noción del asunto que se estaba tratando. Aunque su familia extensa y su círculo de relaciones chachipirulis estén llenos de tipejos y tipejas que no han dado un palo al agua en su puta vida, seguramente jamás ha cruzado una palabra con alguien que quiera trabajar y no encuentre dónde. Dudo incluso que tal concepto pueda caberle a la peliteñida en el conjunto vacío que le hace las veces de cerebro. Tarea inútil, explicarle a esta niñata consentida cuyo mayor quebradero de cabeza es escoger entre un bolso de Louis Vuitton o uno de Loewe que hay gente que no es que no llegue a fin de mes, sino que no pasa del día uno.

El drama es que el destino de todas esas personas que no saben qué comerán mañana o cuándo los van a echar de su casa está en manos de individuos como Andrea Fabra. Porque puede que la vástaga del señor neofeudal de Castellón se haya delatado con su gesto de princesuela malcriada como el novamás de la insolidaridad indolente, pero no es la única que tal baila. Ni de su bancada ni de la de enfrente, esa a la que asegura que se refería con su “chincha rabiña”. La inmensa mayoría de los que asientan sus reales en el Congreso de los Diputados —ídem de lienzo en el Senado o en cámaras y camaritas autonómicas— no pueden hacerse ni la más remota idea de lo que significa ser un parado o una parada.

Simplemente, jamás se han visto ni a sí mismos ni a los de su entorno próximo en esa situación de angustia oceánica, de aniquilación total de la autoestima, que es cosechar una y otra y otra negativa. Legislan o hacen oposición sobre una realidad que les es absolutamente ajena. Y al que le afecte lo que decidan, que se joda.

Como poco, canallas

(*) Escrito antes de que se supiera que la diputada del PP Andrea Fabra gritó «¡Que se jodan!» mientras Rajoy anunciaba el brutal recorte de las prestaciones a los parados.

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Comprobada la inutilidad de los argumentos racionales, y aunque sea una claudicación para quienes vamos por ahí apelando a la cordura, sólo quedan los que salen de las vísceras. Bien quisiera uno contar hasta mil, respirar profundamente, armar una sonrisa presentable y explicar por enésima vez por qué hasta el que reparte las cocacolas sabe que la brutal tarascada a nuestros derechos que anunció Rajoy el miércoles nos acerca más a la extrema unción que a la curación. Ahí está Grecia, ¡joder!, como ejemplo de lo que pasa cuando únicamente se practican sangrías y amputaciones. Pero ya digo que es en balde hacer acopio de asertividad e inventariar lo evidente. Por eso llego aquí con la bilis más allá del punto de ebullición a acordarme de toda la parentela presente, pasada y futura de los canallas que han perpetrado esta nueva infamia.

Sí, canallas, que aun es precio con descuento, no vaya a ganarme una querella por llamarles lo que de verdad tengo en la punta de la lengua. Y no ya por el qué sino por el cómo, que hay que estar hecho de la peor mugre para saludar con una ovación y rostros sonrientes el anuncio de lo que hasta el periódico más facha llama “el mayor ajuste de la democracia”. ¿Se puede saber de qué se descojonaban —no me lo invento, hay imágenes— Soraya pansinsal, Mister Burns-Montoro, el paquete De Guindos, ese peligro público que atiende por Gallardón o todos los demás chiripitifláuticos que apoyan su culo blindado en el banco azul? Ellos, claro, y los del gallinero de la mayoría absoluta, con Alfonso Alonso y Leopoldo Barreda en vanguardia de la carcajada en nuestra puñetera cara.

No contesten. Era una pregunta retórica. Además, ya tienen bibliografía presentada: con la misma algarabía festiva le hicieron la ola en 2003 a Aznar cuando metió a España en la guerra de Irak. Como entonces, los que van a sufrir ahora son otros. Y eso, faltaría más, hay que celebrarlo.

Doctor Mariano

Estos ciento y piquísimo primeros días de Rajoy se están pareciendo mucho a un capítulo de House. De la trepanación a la amputación pasando por la liposucción y la sangría con sanguijuelas, cada tratamiento decidido al tuntún empeora al paciente por segundos. Quien conozca la serie sabrá que sólo hay dos desenlaces posibles: o bien después del sádico encarnizamiento terapéutico se descubre de chamba que el mal consiste en un simple catarro curable con jarabe y gárgaras de miel con limón o se llega a esa misma conclusión… pero en la autopsia. Tiene bemoles que haya que rezar para que la opción que nos depara el destino sea la primera, aunque al ritmo de fiascos en el diagnóstico del doctor pontevedrés y su pinturero equipo, me temo que tenemos bastantes más boletos para el requiescat in pace.

De hecho, ya nos han dado por muertos. ¿Qué otra cosa sino eso es la advertencia de que el paro seguirá creciendo en toda la legislatura? Hay que tenerlos blindados. Hace cinco meses pedían el voto asegurando poco menos que para su recua de sabios esto era una ñapa de dos tardes. Ahora que ya están atornillados al machito, avisan que se van a tirar otros cuatro años demoliendo por aquí y por allá para dejar las cosas peor de lo que estaban. Con una mayoría pluscuamabsoluta como salvoconducto. Su sensación de seguridad y suficiencia es tal, que se permiten anunciar medidas —de esas a las que se oponían con uñas, dientes y cara de asco— a doce meses vista. Y al que no le gusten, que proteste.

Esa es la otra, que también tienen amortizadas las protestas. A ver qué pasa hoy, primero de mayo y cierre de puente, en las calles. Mucho me temo que nada que vaya a evitar que el viernes en la hora maldita de la sobremesa suelten la enésima patada en la boca del estómago de lo que todavía llamamos, qué ilusos, estado de bienestar. Dirán que es una terapia vanguardista contra el lupus, como en House.