Linchemos a Mato

Carguen, apunten, fuego. Qué mejor plan para una tarde idiota de verano que pellizcarse la indignación amodorrada, sentirse armado de razones, y emprenderla a zurriagazos dialécticos con el saco de las hostias que se ponga a mano. Ana Mato, por ejemplo. Tan ñoña, tan pija, tan remilgada, tan pan sin sal, tan mosquita muerta, tan facha de manual y caricatura, que no hay colleja que no le siente bien ni provoque el júbilo inmediato de la concurrencia. Con ella no importa lo zafio, lo atrabiliario o, si se tercia, lo machirulo de las cargas de profundidad. Los guardianes de la ortodoxia progre miran para otro lado, si es que no están en primera fila descojonándose porque el gañán de turno ha encontrado en el color de su pelo la prueba irrefutable de su cortedad mental. ¡Marchando una docena de retuits para la agudeza!

Como hay hemeroteca y gente con memoria, no puedo presumir de no haber participado en alguno de esos linchamientos virtuales a razón de 140 caracteres por esputo. Sin embargo, esta vez envainé la garrota y asistí desde la grada, con creciente incomodidad y sofoco, a la somanta ritual que se le propinaba a la ministra por haber excluido de los programas de reproducción asistida a mujeres solas o a aquellas cuya pareja no tuviera la pirula reglamentaria. Aún siendo presunto, pues nadie ha visto el texto que lo certifique, parecía un buen motivo para el despelleje, que se vio mejorado cuando la incauta Mato tuvo la ocurrencia de decir que la falta de varón no era un problema médico. Ahí sí que ardió Troya. Las redes todas fueron una petición de cese unánime acompañada de insultos irreproducibles.

La cuestión es que, al margen del enunciado roucovareliano, no parece que la frase vaya más allá de la perogrullada. Sigo esperando argumentación que demuestre lo contrario. Y también que al sacar a la palestra estas cuestiones seamos capaces de prescindir de la demagogia de saldo.

¿Y recetar menos?

La primera en la frente. Por culpa de un flemón del tamaño de los caramelos de La Pilarica, me ha tocado estrenar el copago, o sea, el repago. Tampoco les voy a llorar por los 10 o 15 céntimos más que he tenido que soltar por la caja de antibióticos que han de devolver su forma habitual a mi de por sí irregular careto. Afortunadamente, aún me llega para eso. Me enterneció más ver en la cola de la farmacia a un abuelete echar mano de un ajado monedero con forma de D —qué recuerdos; mi paga infantil salía de uno igual— para extraer delicadamente el euro y pico que le correspondía. “Siempre nos ordeñan a los mismos”, dijo con más resignación que cabreo al depositar el dinero sobre el mostrador. En la larga fila, compuesta mayoritariamente por personas con mucha vida a cuestas, arreciaron comentarios similares.

A mi espalda, una señora apoyada en un bastón se preguntaba si tendría que elegir entre comer o curarse. Pronto le replicó otra: “¿Curarse? ¿Usted cree que todas estas medicinas que nos dan sirven para curarnos? Será para que nos muramos un poco más tarde, si hay suerte. Yo empecé tomando tres pastillas y ahora estoy con siete, además de unos sobres que saben fatal, un spray y un parche de los demonios”. Como era previsible, la hilera se convirtió en un concurso donde puntuaban el número de achaques y de boticas ingeridas per cápita junto a su posología detallada. Como documentos probatorios, gruesos fajos de recetas rojas que esperaban ser canjeadas —ahora previo pago parcial— por los remedios que, según la idea más generalizada entre sus consumidores, muestran una efectividad bastante dudosa.

Salí de la farmacia preguntándome si antes de lanzarse a morder el bolsillo más débil, las doctas autoridades sanitarias no se habrían planteado hasta qué punto es necesario convertir a los mayores —y a los que vamos camino de serlo— en laboratorios químicos humanos. ¿Y si se recetara menos?

Líneas rojas

Cuando oigo hablar de líneas rojas, es decir, una media de seiscientas veces al día, se forma en mi cabeza la imagen mental de la cancha del polideportivo de mi barrio. Menudos cristos me montaba entre el galimatías de demarcaciones superpuestas. No había forma de saber si tu colosal internada por la banda discurría verdaderamente dentro de los límites del campo de futbito o si echabas el bofe inútilmente por el terreno dispuesto para el balonmano, el basket, el voley o el tenis. Me da que hoy vivimos instalados en la misma confusión de lindes, con el agravante de que no nos jugamos unas cañas, como en aquellas pachangas entre amigos, sino algo de bastante más enjundia.

Cierto que también cabe pensar que es un caos voluntario y que no hay la menor intención de clarificar qué diablos queremos decir con la manida expresión. Es muy cómodo refugiarse en los sobreentendidos. Si gobiernas, quedas de cine prometiendo no traspasar la frontera maldita bajo ningún concepto, aunque tienes el inconveniente de que casi nadie te va a creer. Si estás enfrente, la cosa se pone mejor porque ni la realidad ni las arcas vacías te van a suponer un obstáculo a la hora de reclamar con voz grave y hueca el respeto a las sacrosantas líneas rojas.

Donde a unos y a otros les entran los titubeos y el oscurantismo es a la hora de entrar en detalles sobre lo que es y deja ser auténticamente intocable. Se conforman con ideas vagas y mantras resultones: la sanidad, la educación, los servicios sociales, el empleo público. Irreprochable en teoría. Sonar, desde luego, suena muy bien. De hecho, es lo que cualquiera quiere escuchar, ¿pero nadie se atreve a concretar un poco más? Más que nada, porque toda esa retahíla representa exactamente lo que ya teníamos. Y sabemos que no es posible mantenerlo en su integridad, ¿verdad que? Tal vez debería haber empezado por esta ingenua pregunta cuya respuesta, sospecho, es que no.

Jaque a la DYA

Esas casualidades tan reveladoras. Rafael Bengoa ficha como vicetiple para la septuagesimoquinta línea de coro de la administración Obama al mismo tiempo que los papeles que lo festejan dan cuenta de su (pen)último servicio al frente de departamento de Sanidad del Gobierno López. Solo o en compañía de otros se las ha arreglado para clavar un estoque de muerte a la DYA. Sí, una organización muy querida y todo eso, pero ya aprendimos en El Padrino que los afectos ni pueden ni deben interferir con los negocios. Y también aprendimos que, llegado el momento del matarile, debía parecer un accidente.

En este caso, la fórmula elegida para disimular el crimen ha sido —de qué nos sonará— un concurso público. ¿Hay algo menos censurable? Un pliego de condiciones debidamente publicitado, un plazo para la presentación de ofertas y, como broche, la resolución final, basada en criterios escrupulosamente cuantitativos. La plica más baja se queda con el lote a subasta en presencia de luz y taquígrafos. Puro ejercicio de la responsabilidad gobernante, la transparencia (ejem) y la igualdad de oportunidades. Se antoja difícil encontrarle un pero a tal proceder, ¿verdad?

Pues según y cómo. Aparte del millón de modos de apaño que hemos visto y habremos de ver, ocurre que no todo debería regirse por la ley del mejor postor. No es igual licitar el suministro de material de papelería que adjudicar el servicio de ambulancias para la atención de emergencias. La diferencia nada pequeña y fácilmente comprensible está en las vidas en juego. Tal cual suena, vidas.

Nadie pone en duda que la empresa que se ha llevado la concesión resulte, mirando solo el parné, un chollo en comparación con la oferta de la DYA. Nos podrán demostrar que en términos fría e inhumanamente mercantilistas, era la opción más barata. Difícilmente nos convencerán, sin embargo, de que es la mejor. No para nuestra seguridad, por lo menos.

Donde no hay mata, Mato

Con alguna honrosa excepción, como Ernest Lluch, la cartera de sanidad de los Gobiernos españoles ha estado ocupada por individuos que oscilaban entre lo peculiar y la peligrosidad pública sin matices. Los de mi generación para arriba recordarán, sin duda, a Jesús Sancho Rof, matasanos con carné de UCD que ha pasado a la historia por atribuir el envenenamiento masivo con colza adulterada a “un bichito tan pequeño que si se cae de la mesa, se mata”. Me temo que Ana Mato, actual ministra del ramo —o de las ramas, por su tendencia a irse por ellas— es de la misma escuela.

Tiene la suerte la interfecta de estar rodeada en el gabinete por Wert, De Guindos, Montoro, Gallardón, Fernández Díaz, Soria, Báñez o Margallo, que no le van a la zaga en facilidad para la micción fuera de tiesto. Si no fuera por la dura competencia con sus compañeros de Consejo, sus ocurrencias y salidas de pata de banco se habrían constituido por derecho en género cómico y entrado en el repertorio de los cuentachistes, como le ocurrió en su día al pobre Fernando Morán. Méritos tiene, y si no, vean esta frase: “Hemos adoptado una medida que ya estaba adoptada”. O esta: “No es lo mismo una persona que no está enferma en su consumo de medicamentos que una persona que está enferma”.

Hay unas cuantas decenas de disparates parecidos que llevan su autoría, pero donde la perito de pomadas y píldoras terminó de consagrarse fue con el anuncio de que se retirarían del vademécum medicamentos que “se pueden sustituir por alguna cosa natural” [sic]. Todavía nos duraba la risa cuando la gachupinada se hizo oficial. Se deja de subvencionar 425 principios activos. Entre ellos, los que están presentes en los socorridos Bisolvón, Fortasec, Fluimicil o Fastum Gel de los que no nos hemos librado nadie. ¿Por qué no nos habían dicho antes que eran sustituibles por las gárgaras de miel y limón o por un emplasto de hojas de lechuga?

Ir a pillar

Como sabe cualquiera que haya participado en una, las ofertas públicas de empleo son una especie de yincana salvaje. Empiezan con la ingestión intensiva y acrítica de conocimientos —nueve de cada diez, inútiles— constituidos en temario, siguen con un bingo caprichoso disfrazado de examen tipo test y, si se pasa el corte, culminan rascando decimales a base de méritos tan diversos como arbitrarios. A veces, para joder un poco más, se incluye esa inconmensurable tomadura de pelo llamada psicotécnico que consiste en adivinar si a un cuadrado le sigue un triángulo, un círculo o la madre que lo parió, que suele ser la respuesta correcta. Atravesadas todas esas pantallas del videojuego, llega el momento de descubrir, como en el viejo Un, dos, tres, si te ha tocado el apartamento —el curro para toda la vida— o tienes que conformarte con la vaca, que en este caso es entrar en las listas de sustituciones.

Aunque sueñan con el premio gordo, quienes se presentan a las especialidades masivas (enfermería, auxiliares, celadores) de la OPE de Osakidetza aspiran, en realidad, al de consolación. Estar en un puesto medio o alto de la bolsa de trabajo equivale a la perspectiva más o menos razonable de encadenar contratos de dos meses, una semana o tres días y, mal que bien, ir tirando hasta la próxima convocatoria de plazas. Lo malo es que probablemente no haya otra en mucho tiempo. Y es ahí donde se torna en escabechina la decisión de los supertacañones de Bengoa de poner un examen trufado de tramposas preguntas sobre derecho para aligerar el número de candidatos que pasan a la siguiente fase.

Centenares de personas que vivían en el filo de la interinidad han sido definitivamente eliminadas del cruel juego. De un rato para otro, ya no sirven para suturar una herida o poner un termómetro, aunque lleven años haciéndolo. Y todo, porque como dicen con razón, han ido a pillarlas. Descaradamente, además.

Basagoiti, con la caña

Empiezo dejando claro y sin lugar a matices que retirar la tarjeta sanitaria a los inmigrantes sin papeles es una tropelía intolerable que retrata la miseria moral de quien lo ha decidido. Mucho más cuando, mirando las cifras, se descubre que no son los cuatro duros de ahorro real los que han motivado la medida, sino la convicción de que despertaría más simpatías que antipatías. El caldo que se ha ido cociendo a fuego lento durante los últimos años está listo para servirse. La prueba es que Antonio Basagoiti, catedrático de oportunismo político, ha corrido a tomarse la primera taza sin miedo a escaldarse la lengua… ni la saca de votos. Si decidió aventurarse en el Rubicón que supone escribir “primero, los de casa”, catón de la ultraderecha montaraz y malfollá, es porque sabía perfectamente que la media docena de collejas que le iban a caer no le harían ni cosquillas. Lo que buscaba y encontró era el aplauso de una parte creciente de la sociedad —sí, también de la vasca— que sostiene ese discurso cada vez más abiertamente.

¿Y ahora qué hacemos? ¿Miramos al dedo o a la luna? La respuesta de carril es poner pingando al lenguaraz presidente del PP vasco, compararlo con Marine Le Pen para salir guapo y bronceado en los titulares o tildarlo de populista de baja estofa. De acuerdo, me sumo. Es todo eso y mucho más. Pero insisto en que, metido el pie en el charco después de hacer los cálculos correspondientes, al aludido le importa un huevo de gaviota que lo crujan dialécticamente. Él simplemente ha ido a vendimiar unas uvas de la ira que están maduras.

Eso es lo que nos debería preocupar. ¿Por qué ha crecido tanto entre nosotros el sentimiento hostil hacia la inmigración? ¿Por qué lo ha hecho, particularmente, entre la gente de economía más modesta? Mucho ojo con las respuestas, porque si son tan incorrectas como hasta ahora, el río revuelto beneficiará a los pescadores como Basagoiti.