Segunda Transición

Los centauros, las hidras y los unicornios no están mal, pero mi animal mitológico favorito es la Transición española. Escrito así, con T mayúscula, como Toledo, Torrelodones o Torcuato, nombre de pila del brujo pirujo —asturiano y esquinado, para más señas— a quien en los cuentos de hadas al uso se le atribuye la pócima milagrosa. Menudo hallazgo, echa usted al caldero cuarto y mitad de rabos de lagartija azul mahón, completa el resto con jóvenes opositores llenos de ambición, perfuma la mezcla con sudor de algún fósil rojo, y le sale una democracia del copón de la baraja. Envidia del mundo mundial, oiga, copiada a todo copiar desde Manchuria a Pernambuco, pasando —una escala técnica de nada— por las Caimán. Luego se ven los árboles genealógicos y la lista de ocupantes de las sillas de mando y se comprueba que encaja como un guante en la archifamosa frase de Tancredi en Il Gattopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.

Se le descoyunta a uno el bullarengue al escuchar, 40 años después de aquel birlibirloque, que el domingo que viene, 20-D y sereno, se estrena la secuela. La segunda Transición, va anunciando a pleno pulmón el chaval del Ibex 35, que en sus sueños tórridos se aparece a sí mismo como un Suárez algo mejor recauchutado por debajo de la camisa. Otro tanto recita en sus mítines de plexiglás Ken Sánchez. Más cuco y sin meterse en jardines de ordinales, Iglesias Turrión hasta ha publicado un libro a modo de Evangelio titulado Una Nueva Transición, materiales del año del cambio. Fiel a su estilo, Rajoy calla. El Borbón menor y el mayor se descojonan.

Muy bien atado

40 años del hecho biológico, la plasta que les vamos a dar. Que, de hecho, les estamos dando. La mía, breve, se lo prometo. Una recomendación literaria, concretamente. De acuerdo, no muy literaria, porque si es cuestión de estilo, El sueño de la Transición es más bien un truño. Con ínfulas, quizá, pero truño. Tengan en cuenta a modo de descargo que su autor es un militarote de cuna. En grado de general, nada menos, ahora en una muy dicharachera reserva. A tal punto que, sin pedírselo nadie más que su ego, ha acabado cantando la gallina.

En apenas 350 páginas, bastantes de ellas prescindibles, Manuel Fernández-Monzón Altoaguirre —toma nombre— manda a hacer gárgaras el cuentito de hadas al uso sobre el inmaculado paso de una dictadura a una democracia y chispún. No lo hace largando por boca de ganso, sino apoyado en los archivos que él mismo alimentó en sus años de machaca del SECED, que luego sería CESID y ahora CNI.

Negro sobre blanco se explica que Juan Carlos, Adolfo y Torcuato llegaron al humo de las velas. El invento echó a andar con Franco vivo, y por indicación, orientación y financiación de la CIA, y en segundo plano, la República Federal de Alemania. ¿Teoría de la Conspiración? Para serlo, documentada al milímetro y aportando hechos irrebatibles y asaz reveladores. Como ejemplo más nítido, la lista de los captados por los servicios secretos del régimen entre los que fungían de aguerridos opositores para ser los prohombres de lo que viniera. Felipe, Polanco, Fraga, Cabanillas, Tamames, Areilza, Paco Ordóñez, Cebrián, los Múgica Herzog… No falta uno. No falla uno. Atado y bien atado.

Plácida Borbonidad

Francamente, no sé si decirles que parece que fue ayer o hace un par de glaciaciones cuando vimos la imagen que nos van a atizar tres o cuatro millones de veces a lo largo de esta jornada. Un año redondo de la tocata y fuga del Borbón mayor a sus borbonadas crepusculares y de su inmediata sustitución por el joven pero sobradamente preparado. ¿Recuerdan a los que, igual con un canguelo notable que reventando de felicidad, vaticinaban el desparrame para siempre jamás de la monarquía? Pues ya ven qué tino en el pronóstico. Aunque al vástago de Juan Carlos le pitan lo reglamentario en las finales futboleras que ahora le cumple presidir, si hacen números en serio, comprobarán que su reinado marcha con una enorme placidez.

Reconozcámoslo: la operación Borbón y cuenta nueva ha sido un éxito. No diré que sin precedentes, pues gracias a mi provecta edad, tengo muy presente que estamos ante una repetición. Este cambiazo de trileros del Retiro nos lo dieron prácticamente idéntico con su viejo, al que los optimistas llamaron El breve para asistir después a su eternización. Bastaron entonces dos pases de magia mediático-cortesana y, sobre todo, unas manos de barniz legitimador a cargo de presuntos republicanos de tronío —mayormente, Carrillo, Felipe y (me parto) Tierno Galván— para consumar el birlibirloque.
¿Y quiénes están jugando hoy el papel(ón) de palafreneros? Ahí tienen a Ken Sánchez, corriendo al teléfono para expresarle al marido de Letizia Ortiz su solidaridad tras el trago del Camp Nou. O a la vanguardia de Podemos proclamando a lo Pujol que el debate Monarquía-República no toca hasta nuevo aviso.

El regalo de Pablo

Incluso sin haber sido alumbrado, el régimen de 2015 (o 16, o 17, o cuando toque) empieza a parecerse un huevo y medio al malhadado de 1978 que dice venir a derribar y sustituir. Si en aquellos días glorificados ad nauseam por Victoria Prego y Cuéntame, el joven turco —o sea, sevillano— Felipe González Márquez barnizó de legitimidad con su saliva al sucesor del caudillo a título de rey, en este nuevo cambiazo de era aún por llegar, ha sido el adelantado Pablo Iglesias Turrión el que ha investido de campechanía al Borbón menor.

Qué imagen para los futuros videos de primera que glosen con almíbar y ajonjolí la retransición o como sea que vayan a llamar a la cosa. Frente a frente, los dos preparados, el de cuna y el de Alcampo, se echan unas sanotas risas a cuenta de los deuvedés de Juego de tronos con que el líder de Podemos obsequió —tal es el verbo— a SuExcelenciaElJefeDelEstado. Hasta García Margallo, que es un sieso del copón, se descojonaba relajado a la vera del marido de Letizia Ortiz. Lo que el baranda de la diplomacia española probablemente sospechó que iba ser un trago de cuidado acabó convertido en un entrañable momento Nescafé. Los dos mocetones que simbolizan el haz y el envés (y viceversa) del futuro de la patria, departiendo en buena armonía. El consenso redivivo, qué profunda emoción. España mañana será, como siempre, monarquicana.

El 14 de abril que acabamos de dejar atrás ha sido el más descafeinado de los últimos años. ¿Cómo es posible, si el anterior puso temblonas muchas rodillas regias? Respondan los opinadores de la izquierda fetén… cuando dejen de reír la gracia del regalo.

Guerra, se va un canalla

Alfonso Guerra deja el Congreso de los diputados después de 37 años, que son poco más o menos los que tiene esta engañifa de la segunda restauración borbónica que él mismo contribuyó a perpetrar en primera línea de obra y con alto grado de participación. Viendo la calurosa despedida de sus (hipócritas) señorías en la escalinata de la Carrera de San Jerónimo, se podía pensar en las ratas adelantándose a abandonar el barco a punto de hundirse. Solo que la metáfora, por sugerente que sea, no le viene al caso. Por un lado, ocurre que, aunque de esa impresión, no es tan seguro que el navío constitucional del 78 vaya a irse a pique. Por otro, se da la circunstancia de que el tipo se las pira por razones puramente biológicas y después de haberle dado tres docenas de vueltas al catálogo de trapacerías humano-políticas. De hecho, la moraleja triste del paso a la reserva del dinosaurio sevillano es que los canallas de su ralea marchan, no ya de rositas, sino aclamados como héroes.

¿Qué carajo de memoria histórica pretendemos si echamos tierra sobre lo que pasó apenas anteayer? Alfonso Guerra, loado hasta la náusea ahora que se quita de foco, es uno de los personajes más siniestros de la Celtiberia reciente. Aparte de las mangancias que toleró (o fomentó) a sus diversos hermanos, la zarpa de este individuo está, junto a la de su alter ego Felipe, en atropellos como la entrada por pelotas a la OTAN, la criminal reconversión industrial, el laminado jacobino del autogobierno vasco o, como corolario de su vileza y falta de moral, el terrorismo de estado. Aplaudirle en su marcha es dar por bueno todo eso.

Las no víctimas de Urquijo

Ocurrió en el tiempo de prodigios del que tanto nos dan la brasa bañada de ajonjolí. Un mes después de la legalización (previo arrodillamiento) del PCE y uno antes de las primeras elecciones tras la muerte en la cama del señor de El Pardo. Llevaba año y medio en el trono el Borbón recién abdicado y aún no se había cumplido el primer aniversario del nombramiento del beatificado Adolfo Suárez como presidente del gobierno español. Era ya ministro de la porra el siniestro Rodolfo Martín Villa. A pesar de un aligeramiento para la foto, las cárceles seguían a reventar, y en el norte irredento del que procedían gran parte de los presos, gentes de diverso signo convocaron la Semana pro-amnistía. Balance final: ocho muertos de entre 28 y 78 años. Cinco cayeron a tiros de la policía o la guardia civil, uno fue atropellado al intentar retirar una barricada y a otro le fulminó un infarto en medio de la refriega. El octavo fue Francisco Javier Núñez. Les recuerdo su caso.

El último día de las protestas bajó a comprar el periódico y quedó atrapado en los disturbios. Unos uniformados le molieron a golpes. Dos días después fue a presentar una denuncia al Palacio de Justicia de Bilbao. Al salir, lo interceptaron unos tipos que se lo llevaron a un lugar en que volvieron a apalearlo y le obligaron a beber una botella de coñac y otra de aceite de ricino. Falleció días después con el hígado reventado.

Hace unos meses, el Gobierno Vasco lo reconoció, junto a otros, como víctima de la violencia policial en un decreto que el virrey Carlos Urquijo ha recurrido. Solo él sabrá por qué. Los demás nos lo imaginamos.

Borbón por Borbón

Qué manía tiene la Historia en darle la razón a Marx y repetirse una y otra vez, ya como tragedia, ya como farsa, o ambas cosas al mismo tiempo. Lo de hoy, sin ir más lejos, es un remedo bufo de aquel 22 de noviembre de 1975, cuando un tipo que era todo ojeras juró por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informaban el Movimiento Nacional. Cambia, si cabe, que todo ese armatoste jurídico-ideológico que invocaba Juan Carlos está convenientemente diluido —pero presente en lo básico, ojo— en la Constitución que citará su hijo y heredero. Habrá también este o aquel toque de modernidad y algún guiño ocurrente, pero lo esencial seguirá estando ahí, con la sangre de la dinastía ejerciendo de vehículo de continuidad y con un ejército de cortesanos vendiéndonos la moto de que el inmenso paripé obedece a la voluntad popular libremente expresada. Bien que se ocuparán de no preguntar por ello.

El resumen es que un Borbón sustituye a otro Borbón. Fin de la novedad. En el futuro no podremos declararnos sorprendidos ni, mucho menos, decepcionados. Lo que hace 38 años y medio eran incógnitas, en el día y hora de la proclamación de Felipe VI son certezas. Ya escribí que no hay lugar al beneficio de la duda. Nos aguarda una reedición corregida y aumentada de lo que ya conocemos. Quizá con otro tono, con otras formas. Allá donde al viejo le decían campechano, a este, que seguramente será menos propenso a las calaveradas, le dirán jovial. En todo lo demás no habrá grandes diferencias. Lo estamos comprobando ya.