Yo sí me acuerdo. Al día siguiente, la noticia principal en la demarcación autonómica —y en especial, en Gipuzkoa y Bizkaia— no fue el derrumbe sino la posibilidad de una final vasca de Copa. Aquella noche, mientras los equipos de rescate se afanaban entre los escombros sin saber aún que eran altamente tóxicos, la Real y el Athletic se deshicieron, respectivamente, del Real Madrid y el Barça en cuartos. Queda como testimonio para no olvidar la imagen de alguno de los líderes políticos que más se echaría las manos a la cabeza después enfundado en la camiseta del club de sus amores con una sonrisa Profidén. Eso, insisto, cuando desde las cuatro y pico de la tarde conocíamos que dos personas habían quedado sepultadas bajo miles de metros cúbicos de tierra y residuos venenosos.
De alguna manera, semejante festival de hipocresía fue el presagio de lo que vino a continuación. Siguiendo un libreto archiconocido, repetido hasta la saciedad en nuestra triste historia, una brutal tragedia humana y un notable desastre medioambiental se convirtieron en munición para el aprovechamiento politiquero más vil. Transversal, por demás, pues se moría uno del asco y de la pena al escuchar diatribas idénticas en labios españolistas del copón o soberanistas del nueve largo. Lo de menos, las dos vidas perdidas.