Aparte de estar unos cientos de metros por debajo de las expectativas y quién sabe si de lo moralmente aceptable, el problema del llamado suelo ético es su enorme fragilidad. Basta una coma mal puesta en una frase, un adjetivo de más o de menos, un gesto de interpretación múltiple o, directamente, una pedrada lanzada a posta para que le nazca un bache con amenaza de convertirse en socavón. Aún sin estrenarlo, el terreno sobre el que supuestamente pensamos edificar la convivencia futura ya luce —o sea, desluce— unas cuantas grietas. Quiero pensar que no son daños importantes, incluso que entran dentro del presupuesto de una tarea tan endiabladamente complicada a la que, para colmo, nos enfrentamos con poca experiencia y demasiado mediatizados por lo que hemos sido, dicho y hecho en el pasado reciente. Quiero pensar también que, si no todos, sí una gran mayoría está dispuesta a desprenderse de vicios adquiridos y, desde luego, a no alimentar nuevos.
Entre estos últimos me empieza a preocupar el que da título a esta columna: el tic justificatorio. Ojalá sean solo cosas mías, pero últimamente voy percibiendo en ciertos discursos y actitudes un fondo de disculpa —a veces implícita; a veces explícita— de la violencia. De todas las violencias, sí, pero especialmente de la de ETA. Parece como si se estuviera instalando o tal vez emergiendo a la superficie la idea de que, a fin de cuentas, lo que ocurrió fue un mal necesario o, de cualquier modo, una respuesta proporcional y motivada por una provocación previa. En algunos casos, esa lógica perversa en sí misma va un paso más allá y, conforme el calendario nos aleja del último atentado, se abre paso una suerte de reelaboración amable de los días del plomo. Vendría a ser el equivalente de los que dulcifican el franquismo recordando que instauró la Seguridad Social. De ahí a la amnesia voluntaria hay un trecho muy corto, tengámoslo en cuenta.