Intocables

Es muy de agradecer la sinceridad y la claridad de Maite Pagazaurtundua al sugerir que si no se cumplen sus condiciones, habrá víctimas patanegra que decidan tomarse la justicia por su mano. Algunos siempre habíamos sospechado que la sagrada ley que tanto se invocaba desde determinadas trincheras era la del Talión. Decirlo suponía exponerse al escupitajo bienpensante y a arrastrar el sambenito de proetarra con balcón a la plaza. Es verdad que lo que nos hacía callar no era esa amenaza sino la intención de no echar más leña a un fuego suficientemente alimentado. Pero ahora sobran esas prevenciones. Ha sido ella, capitana generala de los buenos de la película, la que lo ha puesto negro sobre blanco: nadie descarte una venganza en el próximo capítulo. El que avisa no es traidor.

Han pasado 24 horas desde que se profiriera la amenaza y, como dirían los clásicos, al cierre de esta edición no se tiene noticia de que el hiperactivo y lenguaraz ministro español de Interior haya echado la mano al bolsillo para sacar una tarjeta amarilla. Tampoco lo ha hecho el de Justicia, tan hábil para encontrar motivos de ilegalización debajo de una piedra o un subepígrafe del código penal. Ni siquiera el Fiscal del Estado o el Superior del País Vasco, que le entran como Miuras a la primera muleta raída que les ponen, han calculado a ojo de buen cubero el paquetón que le puede caer a alguien que va por el mundo anticipando vendettas.

Podemos esperar sentados una reacción de las altas magistraturas, que vamos dados. Una de las grandes perversiones del maldito conflicto o como se llame es haber creado varias cuadras de caballitos blancos a los que no se puede rozar dialécticamente un pelo de la crin. Si te cocean, te aguantas y punto. Los mismos que denuncian la impunidad en cada esquina se valen de su condición de intocables para encabronar el patio. ¿Hasta cuándo? Aún les queda un rato largo, me temo.

Complejos y respeto

Uno tiene, señor Pastor, los complejos justos. No le habría dicho que no a diez o quince centímetros más —de estatura, se entiende—, ni a un careto un poco menos difícil que el que me tocó en el reparto, o a unos abdominales bien torneados en lugar de esta barriga cervecera en imparable expansión. Pero qué se le va a hacer, sobrellevo esas pequeñas frustraciones con la misma fórmula que usted emplea con sus tremebundas incoherencias ideológicas: pasándolas por alto. Cierto es que lo del cinismo es un arte y me quedan como dos o tres vidas para alcanzar su maestría en defender una cosa y exactamente la contraria con idéntica vehemencia y sin que le quite un segundo de sueño. Es la faena de tener conciencia. No me voy a extender en explicaciones, porque ahí sería usted quien necesitaría varias reencarnaciones para comprenderlo.

Me centro, por tanto, en lo de los complejos. Concretamente, en los identitarios, que eran los que asomaban en su tan célebre como innecesario tuit. Según su brillante teoría, todos aquellos que no desearon la victoria de España en la final de la Eurocopa eran una panda de pobres desgraciados merecedores de su condescendiente lástima. ¿No habíamos quedado en que nuestra patria era la Humanidad? ¿No se daba por supuesto que cualquier nacionalismo era un reduccionismo aldeano y ombliguista? Ya, claro, con una excepción, con “su” excepción.

Pues fíjese que yo no se la afeo ni se la censuro. Al contrario, defiendo y aplaudo su derecho a ser, sentirse y proclamarse español a voz en grito. Frente a la fuente de Cibeles o a la de la Plaza Elíptica de Bilbao. Si eso es lo que lleva dentro, no lo reprima. Muéstreselo al mundo con entusiasmo y orgullo. Pero guárdese su pena y su altanera indulgencia hacia los que no comparten su hondo vibrar en rojo y gualda. Soy consciente de que esto también le resulta completamente ajeno, pero existe algo, se lo juro, llamado respeto.

Cortar el suministro

¿Alguien lleva la cuenta de las veces que nos han puesto la misma canción? La del viernes, digo. Eurocumbre a vida o muerte que se alarga hasta la madrugada, alborozado anuncio de acuerdo definitivo, autocomplacientes discursos atribuyéndose la victoria, subidón de la bolsa, relajo de la prima de riesgo… y tras dos o tres días de mambo, ¡tracatrá! Nuevo batacazo y vuelta a las andadas, es decir, a los mensajes apocalípticos y a la conclusión de que sigue sobrando lastre. ¡Marchando otra de recortes!

Si les está sonando esta columna puede ser porque ya la escribí casi palabra por palabra hace seis meses. Entonces también nos juraron que se había dado con la piedra filosofal y que era cuestión de tiempo que se volvieran a atar los perros con longanizas. Lo que hemos visto en este medio año es cómo se ha agrandado el abismo y cómo han sido arrojadas a él toneladas de carne humana acompañadas de derechos. ¿Para qué? Para nada. Para estar, no ya en las mismas, sino en otras que nos han ido pintando mucho peores. Y las que que vendrán, porque cuando mañana o pasado los ciclotímicos titulares regresen de la euforia a la congoja, volveremos a sentir la guadaña recortando sobre lo recortado.

La excusa será la de siempre: los mercados siguen sin fiarse. Al recitarla no estarán dando la clave de por qué vivimos en este bucle interminable. Hasta ahora, y esta no es una excepción, todo se ha pretendido arreglar volviendo a dar pasta en cantidades mastodónticas a quienes se han demostrado expertos en fundirla a velocidad sideral. Los que van a gestionar las remesas frescas son exactamente los mismos que hicieron desaparecer una a una las anteriores. ¿De verdad cortarles el suministro de una vez por todas y ver qué pasa sería más catastrófico que tener que rellenar cada trimestre el boquete sin fondo que han provocado? Sería cuestión de probarlo. Incluso aunque no saliera bien, sería justo.

Lecciones a Inés

Tarde y regular llegó el primer reconocimiento institucional a la víctimas de la violencia ejercida por el Estado directamente o a través de mercenario o facha interpuesto. Supongo que toca felicitarse por ello —ya he escrito alguna vez que nuestro sino es celebrar lo obvio—, pero como no soy un cándido y el cinismo lo reservo para otros asuntos, no puedo dejar sin señalar, siquiera, un pero. Me habría encantado que hubiera estado impulsado por una convicción auténtica y no por un frío y desvergonzado cálculo de posibles beneficios. Que no nos vengan con la milonga de que la sociedad no estaba preparada, porque ese parcial lo tenemos aprobado hace un buen rato. En todo caso, son los políticos oportunistas los que tienen la asignatura pendiente, simplemente porque no les ha interesado o les ha dado canguelo presentarse a ese examen. Incluyo en el lote a los gobiernos anteriores y a los que hasta hace tres minutos eran ciegos, sordos y mudos ante la violencia de ETA, que también han tenido mucho que ver en este retraso.

Y una vez que me he ganado antipatías de amplio espectro, me centro en lo sustantivo y le pongo nombre propio: Inés Núñez, que cerró el acto con un emocionado y emocionante testimonio. En mayo de 1977, su padre, Francisco Javier Núñez, fue brutalmente golpeado por antidisturbios de la policía nacional. Cuando, 48 horas más tarde, se disponía a denunciar la paliza ante el juzgado, lo interceptaron unos tipos que le obligaron a beber una botella de coñac y otra de aceite de ricino, mientras seguían moliéndolo a palos. Tras una terrible agonía de varios días, murió con el hígado reventado. ¿Queda en este o en cualquier país alguien con las pelotas lo suficientemente grandes como para negarle ¡35 años después! la condición de víctima? ¿Quién se atreve, desde el monopolio del dolor, a darle a Inés lecciones sobre el sufrimiento y el olvido? Por desgracia, más de uno.

Donde no hay mata, Mato

Con alguna honrosa excepción, como Ernest Lluch, la cartera de sanidad de los Gobiernos españoles ha estado ocupada por individuos que oscilaban entre lo peculiar y la peligrosidad pública sin matices. Los de mi generación para arriba recordarán, sin duda, a Jesús Sancho Rof, matasanos con carné de UCD que ha pasado a la historia por atribuir el envenenamiento masivo con colza adulterada a “un bichito tan pequeño que si se cae de la mesa, se mata”. Me temo que Ana Mato, actual ministra del ramo —o de las ramas, por su tendencia a irse por ellas— es de la misma escuela.

Tiene la suerte la interfecta de estar rodeada en el gabinete por Wert, De Guindos, Montoro, Gallardón, Fernández Díaz, Soria, Báñez o Margallo, que no le van a la zaga en facilidad para la micción fuera de tiesto. Si no fuera por la dura competencia con sus compañeros de Consejo, sus ocurrencias y salidas de pata de banco se habrían constituido por derecho en género cómico y entrado en el repertorio de los cuentachistes, como le ocurrió en su día al pobre Fernando Morán. Méritos tiene, y si no, vean esta frase: “Hemos adoptado una medida que ya estaba adoptada”. O esta: “No es lo mismo una persona que no está enferma en su consumo de medicamentos que una persona que está enferma”.

Hay unas cuantas decenas de disparates parecidos que llevan su autoría, pero donde la perito de pomadas y píldoras terminó de consagrarse fue con el anuncio de que se retirarían del vademécum medicamentos que “se pueden sustituir por alguna cosa natural” [sic]. Todavía nos duraba la risa cuando la gachupinada se hizo oficial. Se deja de subvencionar 425 principios activos. Entre ellos, los que están presentes en los socorridos Bisolvón, Fortasec, Fluimicil o Fastum Gel de los que no nos hemos librado nadie. ¿Por qué no nos habían dicho antes que eran sustituibles por las gárgaras de miel y limón o por un emplasto de hojas de lechuga?

Agencias de riesgo

No se repite las suficientes veces que hasta el mismo día de su fulminante y letal caída que arrastraría todo lo demás, Lehman Brothers gozó de la máxima nota de las agencias de calificación. Lo mismo que AIG, Merrill Lynch, Fannie Mae y todos los monstruos gigantescos que repartieron por el mundo entero mierdas empaquetadas que luego supimos que se llamaban “subprimes” y que igualmente lucían en su etiqueta una deslumbrante tripe A estampada por los chiringos de la evaluación de riesgos. Son los casos de fiasco —habría que matizar esta palabra— más clamorosos, pero ni mucho menos los únicos. Los emporios Enron o WorldCom se fueron a la tumba de un rato para otro pese a que los sabios analistas les habían pronosticado la más larga y rentable de las vidas.

Con estos precedentes, que convierten al método Ogino en paradigma de la infalibilidad, cuesta trabajo creer que se les regalen titulares a estos heraldos del apocalipsis interesado. Uno cada semana por lo menos y cuanto más tenebroso, con mayor tipografía. Lo divertido es que los fustigados por esos diagnósticos de cáncer o gangrena, que son en esencia los mismos que pagan por ellos, aseguran que no hay que hacerles caso porque a los mercados les entran por un oído y les salen por otro. ¿Por qué se enfadan, entonces? Talmente, lo que decía el maestro de la paradoja Yogi Berra de un restaurante: ya nadie va allí porque siempre está lleno.

La única esperanza de librarnos de estos aventadores de profecías que se cumplen a sí mismas es que se ahorquen con su propia cuerda. O que asesinen su gallina de los huevos de oro, que es lo que parece que están haciendo. Rebaja a rebaja van camino de encontrarse con el suelo. Si todo es bono basura, como han decretado en su última valoración a bulto de entidades bancarias del estado español, no les va a quedar escalón inferior al que descender. Salvo que caven otro sótano, que es lo que harán.

Todos los fraudes

Por descontado que es peor lo de las SICAV, llevarse la pasta a Suiza o las Caimán, tener caja B, C y Z, pagar una miseria en negro a personal sin un papel, tirar de la Visa pública para vicios o cualquiera de las trapacerías que hacen los de cuello blanco y mocasines brillantes. Nadie lo pone en duda y ojalá se luchase contra esos comportamientos por tierra, mar y aire. Pero como lo Cortez no quita lo Cabral, también hay que poner empeño en perseguir y desterrar los pequeños trapicheos que, tacita a tacita, acaban suponiendo un pico considerable en las ya de por sí menguantes arcas comunes.

Claro que para ello es necesario sacarse de encima antes un puñado de complejos y de susceptibilidades pseudoprogresistas. Y que conste que esto es una autoinculpación, porque a mi también se me dispara alguna vez ese resorte que te hace ver como criminalización intolerable de todo un colectivo lo que solo es la denuncia del fraude que cometen unos vivillos. De hecho, las personas que integran de verdad ese tal colectivo son las primeras perjudicadas por el pillaje de los insolidarios que le echan morro. Subrayo la palabra: insolidarios. Eso es una categoría más allá de la cantidad que se afane.

Si defendemos en serio el estado de bienestar, debemos hacerlo contra los bombarderos —los del comienzo de la columna— y contra las termitas que también lo dañan. Y debemos hacerlo priorizando, sí, pero no eligiendo entre uno y otro frente como si fueran batallas incompatibles y excluyentes, ni mucho menos justificando el latrocinio menor con el mayor. ¿Nos damos cuenta de la lógica perversa que implica disculpar el menudeo en la sirla por la existencia de estafadores a gran escala? ¿Entenderíamos que se dejara de perseguir a los tocaculos bajo el pretexto de que es más grave el delito de los violadores y muchos se van de rositas? Pues en esto estamos en las mismas, siempre y cuando queramos verlo, claro.