Aunque no soy de pie suelto cuando voy al volante, también a mi me parece una soberana memez la reducción a 110 del límite máximo de velocidad. No digo que no se ahorre, porque es de cajón, pero me falta la candidez necesaria para tragarme las cuentas de la lechera oficiales sobre el provecho que tendrá esta ocurrencia. Algún día nos rebelaremos contra esa puñetera costumbre de los mandarines de presentarnos estimaciones hechas a ojímetro como si estuvieran empapadas de ciencia. Son incapaces de calcular el número de parados -hay cuatro formas de medirlos que arrojan resultados notablemente diferentes- y pretenden hacernos creer que saben cuánta pasta habrá en la caja de la Seguridad Social en 2027 o, como es el caso, la cantidad de gasolina que se economizará haciendo que unos cuantos millones de conductores con coches de consumos totalmente distintos suavicen la presión sobre el acelerador. La prospectiva es la astrología que se ejerce con corbata y ordenadores en lugar de túnicas y bolas de cristal. El índice de aciertos es parejo.
Libre albedrío
Farfullado lo anterior, que deja claro lo que pienso de la penúltima gachupinada monclovita, me apresuro a marcar distancia con los apocalípticos que ven en ella una intolerable agresión gubernamental más al libre albedrío ciudadano. Da una mezcla de risa -por lo patético de los planteamientos- y miedo asistir al rasgado de vestiduras de los que han descubierto tarde y mal (más de cuarenta años de retraso) la naif consigna del 68 ‘Prohibido prohibir’. Apenas canta que cuando la recitan lo que reclaman es que se les deje hacer lo que les salga de los pelendengues o de la cartera. Si tienen huevos y pasta para permitirse ir hasta el culo de Chivas a 160 por hora en sus haigas de chopecientos caballos, ¿quién es el Estado para impedírselo y en nombre de qué?
Conozco a uno de estos liberales sedicentes que piaba cosas parecidas hasta que una noche encontró las respuestas a las preguntas de la forma más dramática. Una llamada de madrugada le informó de que su hija de 20 años acababa de morir en un accidente de tráfico. Un niño pijo puesto de tragos perdió el control del BMW de su padre, atravesó la mediana y chocó fatalmente con el automóvil de la joven, que circulaba por el carril invadido. Una amiga que viajaba con ella también dejó la vida en el asfalto. El malnacido que provocó la tragedia se salvó. Con cierta frecuencia, el antiguo valedor de la no intervención del Estado escribe cartas a los periódicos pidiendo normas más restrictivas.